EL REGALO

24/12/2016

Por: Alejandro Bullón.

«Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14).

¡Noche de Navidad! Un niño da vueltas en la cama, de un lado para el otro. Quiere dormir o, mejor dicho, intenta dormir, aparenta que duerme. Pero, el sueño no viene. ¿Quién podría dormir, dominado por la ansiedad y la expectativa?

El niño espera. Sabe que alguien entrará en su cuarto en cualquier momento, y colocará un juguete en su cabecera. Al día siguiente, sus padres le dirán que fue el Viejito navideño, Papá Noel, quien dejó el presente. Es medianoche. Los hermanos menores duermen. El silencio y la penumbra dominan la casa. Suspenso… Entre las sombras, provocadas por la luz mortecina de una simple vela, el niño ve entrar a una persona. Su corazón parece que se le va a salir por la boca: late escandalosamente; hace mucho ruido, demasiado ruido para un momento tan solemne como aquel. El niño reconoce a la persona: es su padre. El hombre de figura fina, bajo de estatura, duro como el roble, camina en puntillas de pie, para no despertar a sus hijos. Y lentamente, con cariño, casi con ternura –un cariño y una ternura que no condicen con su rostro severo–, va colocando un juguete en la cabecera de cada hijo. Después, se retira del cuarto, como una sombra misteriosa que desaparece cuando sale el sol.

El niño era yo. En aquellos tiempos, la Navidad tenía un sabor diferente, para mí. Hoy, creo que la Navidad fue establecida para los niños; tal vez, porque se la relaciona con regalos y presentes, juguetes y dulces. Pero cada Navidad, por algún motivo, no acuden a mi memoria los juguetes ni las luces; ni siquiera los panes dulces o el chocolate con leche, que hervían en la cocina a leña. Me acuerdo de mis viejos padres; del cariño que tenían por sus hijos; de su esfuerzo por brindarles una Navidad feliz. Y entonces pienso en el amor de Dios, el Padre de los seres humanos; y pienso, también, en el regalo maravilloso que nos dio, en la persona de su Hijo. No lo envolvió en papel colorido. Lo hizo ser humano; lo envolvió en carne, y lo hizo nacer como un sencillo niño, en un pesebre humilde.

¿Para qué? Para morir: era la única manera de salvar al ser humano. ¿Qué harás con ese Regalo? Piensa: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad».

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