«Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. El dragón y sus ángeles pelearon» (Apoc. 12:7, DHH).
La partícula latina trans- (‘de un lugar a otro’, ‘más allá de’, ‘al otro lado de’, ‘a través de’) y sus formas abreviadas (tra-, tran-, tras-) intervienen en numerosos compuestos de nuestro idioma (transatlático, transeúnte, transigir, etc.) y en neologismos conceptualmente erróneos por ser contrarios a la ciencia, a la lógica o a la etimología (transespecie, transexual, transgénero, transfobia, etc.). De acuerdo con estos últimos y crecientes usos, dicho prefijo se ha vuelto parte de las designaciones de quienes no están conformes con su apariencia, género o sexo, especie, edad o grupo etario, etc., y, en consecuencia, dedican a veces cuantiosas sumas, propias o ajenas, personales o públicas, a «cambios», «reasignaciones» y «transiciones».
La inconformidad no es algo novedoso o exclusivo de nuestra época. Tras el Éxodo, los hebreos llegaron a quejarse incluso del maná, el alimento celestial (Núm. 11:6). Cuando eran gobernados directamente por Dios, quisieron en cambio «un rey […] como tienen todas las naciones» (1 Sam. 8:5). Hace dos milenios, el Maestro mostró su desconcierto ante el descontento crónico e injustificado de sus contemporáneos (Mat. 11:16-19).
La insatisfacción fue la raíz del surgimiento del mal en el universo. Más aún, a la luz de Apocalipsis 12:7 y del conflicto originalmente celestial entre el ángel Lucifer y Dios, podría decirse que es la raíz de todos los males.
Todo comenzó cuando un ser angélico se autopercibió como lo que no era, cuando se convenció a sí mismo de que podía llegar a ser alguien que nunca sería, incluso en el hipotético caso de que triunfara su plan de destronar a Dios y ocupar su lugar al frente del universo (Isa. 14:12-14; Eze. 28:13-17; Jud. 6). Aun así, nunca sería omnipresente, omnisciente o todopoderoso. Sobre todo, nunca sería un ser increado. Había perdido de vista el enorme privilegio de su irrenunciable identidad. Podía cambiar de ámbito, de apariencia, de posición, pero siempre sería lo que originalmente fue y era: un ángel. Tras su fallido intento, la única transformación que experimentó fue contraproducente, tanto para él como para los demás: dejó de ser Lucifer («portador de luz») para convertirse en Satanás, «el que gobierna las tinieblas» (Efe. 2:2, NVI).
Volviendo al sentido del prefijo trans- y a sus usos lingüísticamente apropiados, el hecho de que un crucero transatlántico vaya de una costa a otra del océano, no significa que zarpe como tal desde un continente y arribe a otro convertido en submarino o portaaviones, independientemente de cuántos cambios se hagan en su estructura o aspecto durante la travesía. Cuando llegue la hora de su desguace como chatarra, será lo mismo que fue al ser botado desde el astillero: un barco de pasajeros. De igual modo, una embarcación recreativa o deportiva nunca será una lancha torpedera o de desembarco, no importa cuántas armas se le adosen o que se la use como si lo fuera. De manera semejante, un transformador no convierte la energía eléctrica que ingresa en él en otro tipo de energía (hidráulica, mecánica, química, etc.). Solo puede aumentar o reducir la magnitud de la electricidad que lo atraviesa.
Como ocurrió con Lucifer, y luego con Adán y Eva, el descontento injustificado no solo suele conducir al autoengaño, sino también al engaño en perjuicio de otros (Apoc. 12:9; 1 Cor. 15:21a, 22a). En la iglesia de Tiatira, una pseudoprofetisa apodada «Jezabel» se autopercibía —y era percibida por sus engañados seguidores— como genuina vocera de Dios (Apoc. 2:20). En Esmirna y Filadelfia, un sector del judaísmo local hostil a la joven iglesia cristiana se autopercibía como legítimo heredero del pacto de Dios con Abraham (Apoc. 2:9; 3:9; cf. Rom. 2:28-29). En Apocalipsis 17 y 18, una entidad político-religiosa representada como una adúltera insaciable que termina prostituyéndose se autopercibe como fiel a Dios, su marido celestial, y como una reina que nunca perderá su regia condición ni sus privilegios (Apoc. 18:7). En el caso de Lucifer, su autoengaño fue y es tan severo e irreversible que lo empujará a presentarse finalmente ante el mundo como si fuera Cristo regresando en gloria a la tierra (Mat. 24:26-27; 2 Tes. 2:9). Lo único a que puede aspirar un disconforme autoengañado es a parecer algo o alguien que no es ni puede ser.
La cultura de la inconformidad, de lo trans, tarde o temprano será, como tantas otras antes, una curiosidad histórica más en el museo de las quimeras fallidas. La mejor evidencia de esto es que ya ha demostrado su incapacidad para producir satisfacción real, plena y duradera en quienes la abrazan. La prensa afín oculta celosamente el otro lado de la moneda; es decir, los testimonios del creciente número de desencantados que se sienten estafados por quienes, en nombre de la panacea trans, los han instigado a renunciar, muchas veces sin retorno (al menos exteriormente) a su única y verdadera identidad. De allí que pocas cosas sean tan perjudiciales y contraproducentes como confundir un deber (mostrar respeto a las personas y sus ideas) con hacerse cómplice del autoengaño ajeno, con complacer a alguien a costa de la realidad, una sutil forma de transgredir el noveno mandamiento: «No digas mentiras en perjuicio de tu prójimo» (Éxo. 20:16, DHH).
Una oración para hoy: Creador nuestro, danos lucidez y entereza para no ceder a la cultura del descontento. Ayúdanos a aceptarnos como quienes somos realmente. Gracias por amarnos incluso cuando nos autoengañamos.
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