CÓMO VENCER EL PECADO

13 noviembre, 2017

Lección 7 – Cuarto trimestre 2017 

Romanos 6.

Ya habíamos anticipado, en el comentario de la primera lección del trimestre, el esquema que Pablo tuvo en mente al escribir Romanos: el libro consta de tres claras secciones, en lo teológico. En primer lugar, describió el drama del pecado, en el que estamos sumidos, con su carga de degradación, culpa y condenación (caps. 1-parte del 3). En segundo lugar, se dedica a desarrollar el primer remedio de Dios para nuestra enfermedad del pecado, la justificación, por la cual nos libra de la culpa y la condenación del pecado (parte del cap. 3-capítulo 5). Y, en tercer lugar, presenta el segundo remedio divino para nuestro drama del pecado, que es la santificación, por la cual, en un proceso paulatino (tanto como le permita nuestra libertad), Dios nos va librando de la degradación y el poder del pecado, y nos va instruyendo en el tipo de vida moral que tendrán los redimidos (caps. 6-final del libro, con un paréntesis entre los capítulos 9 y el 11, para hablar de la soberanía de Dios en la elección del pueblo elegido como instrumento para cumplir sus planes).

Esquematizando:

Caps. 1-3:            El drama del pecado:

* Culpa

* Condenación

* Degradación moral

Caps. 3-5:            Justificación:

* Liberación de la culpa y la condenación del pecado

Caps. 6-16:         Santificación

* Liberación de la degradación y el poder del pecado (caps. 6-8)

* Instrucción sobre el estilo de vida moral de los redimidos (caps. 12-16)

¿Por qué será esto así? ¿Por qué Pablo tiene que introducir, en la última sección de su epístola, el tema de la santificación, en sus consideraciones sobre la salvación? Creemos que, por lo menos, debido a dos razones fundamentales:

En primer lugar, porque Pablo sabe que está tratando con seres humanos pecadores. Y es propio de nuestra pecaminosidad querer, consciente o inconscientemente, continuar acariciando el pecado, continuar consintiéndolo, y encontrar mecanismos que legitimen nuestra conducta pecaminosa, utilizando, incluso, la justificación por la fe misma para minimizar nuestro estilo de vida pecaminoso y continuar en él con la conciencia tranquila.

Y, en segundo lugar, porque el fin último de la redención no es simplemente que seamos perdonados por Dios y nos sepamos amados y aceptados por él, sino liberarnos de aquello que es nuestro peor enemigo, que nos degrada, nos pervierte y nos esclaviza: el pecado. Pablo lo va a decir en el capítulo 8 con las siguientes maravillosas palabras:

“Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Rom. 8:29).

Este es el fin último de la redención, que seamos HECHOS conformes a la imagen de Cristo, con su pureza, bondad, amor, rectitud moral, santidad, y no solamente que seamos CONSIDERADOS justos como él.

De modo, entonces, que la salvación, tomada en su conjunto, no se limita solamente a la justificación (ser considerados justos como Cristo, aun cuando en realidad no lo somos), sino que es un PROCESO HISTÓRICO que se experimenta en la vida de cada creyente, por el cual vamos siendo HECHOS justos por la obra del Espíritu Santo. Como dirían algunos teólogos: la justificación es la obra redentora de Cristo POR mí (justicia foránea, externa, declaración de justicia instantánea gracias a un hecho histórico consumado hace dos mil años en la Cruz, objetivo, realizado fuera de mí); mientras la santificación es la obra redentora de Cristo EN mí (justicia intrínseca, interna, subjetiva, mediante un proceso que dura toda la vida).

Sin embargo, y antes de que nos internemos de lleno en esta sección de la santificación, es necesario recalcar que la base de nuestra aceptación por parte de Dios, de nuestro derecho al cielo y nuestra seguridad de salvación presente y eterna, NO DEPENDE DE LA SANTIFICACIÓN sino DE LA JUSTIFICACIÓN. Porque la santificación es un proceso paulatino, no instantáneo, y si dependiéramos de que se complete el proceso (perfección absoluta) para que Dios nos acepte y tengamos la seguridad de la salvación nunca podríamos tener tal seguridad, viviríamos siempre bajo la espada de Damocles de la culpa y la condenación. Pero lo hermoso del plan de redención es que Dios quiere que vivamos YA con la total seguridad de su aceptación, su favor, su bendición y la liberación total de culpa y condenación, mediante la justificación, para que, con esa seguridad y libertad, podamos lanzarnos con paz a la aventura de la santificación, de escalar las cimas del crecimiento interior espiritual y moral, en Cristo. Sabiendo que, no importa cuánto fallemos en el camino, siempre gozamos de la sonrisa de Dios y su apoyo en nuestra vida cristiana y nuestra vida terrenal.

He escuchado decir a alguien, hace poco, que tiene que haber un equilibrio entre la justificación y la santificación en nuestra experiencia cristiana, para tener seguridad de salvación. Creo entender lo que esa persona quiso decir. Sin embargo, permítanme afirmar que, a los fines de la seguridad de salvación, no hay ningún equilibrio. Todo el peso de nuestra seguridad está en la justificación, y ni un gramo en la santificación. Dependemos absolutamente de una justicia foránea, la de Cristo, y en absoluto de ninguna justicia interior. Cualquier mínima dependencia y confianza en lo que yo soy o yo hago, para tener la seguridad del favor de Dios y de la salvación, me coloca del lado del legalismo, y hace inútil e innecesario el sacrificio de Cristo.

En resumen, no somos santificados PARA ser salvos (en el sentido de ser aceptados por Dios y tener derecho al cielo) sino PORQUE somos salvos (es decir, porque estamos justificados y aceptados por Dios, y con derecho a sus bendiciones y al cielo).

Habiendo hecho estas aclaraciones, dediquémonos a desgranar el capítulo 6 de Romanos:

“¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Rom. 6:1, 2).

Pablo había hecho una de las declaraciones más hermosas y esperanzadoras acerca de la gracia en el capítulo 5:

“Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (vers. 20).

“Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”. ¡Cuánto consuelo nos da, a los que nos reconocemos pecadores! No importa cuán bajo hayamos caído, o cuán inmersos y atrapados nos sintamos por nuestra pecaminosidad. A mayor pecado, mayor gracia. La intensidad y los alcances de la gracia exceden a nuestra pecaminosidad. Así que, siempre hay esperanza para nosotros, no importa en qué situación de pecado estemos.

Es un mensaje maravilloso. Pero Pablo sabe que siempre hay cristianos que carecen de rectitud de intención, aprovechadores, que, como dice Judas en su epístola, “convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios” (Judas 1:4).

Por tal motivo, Pablo responde a esta sugestión (perseverar en el pecado para que abunde la gracia) con un enfático: “En ninguna manera”; “Nunca tal cosa suceda”; “Esta idea es inaceptable”.

¿Por qué? Porque “los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Rom. 6:2).

Aquí Pablo introduce la dimensión existencial de la justificación. No implica solamente una declaración legal de justicia realizada fuera de nosotros, en los tribunales del cielo o en el corazón de Dios, por la cual somos reconciliados con él. La justificación también tiene un impacto psicológico, existencial y moral en la vida del creyente. Implica un compromiso de Dios de perdonarnos, aceptarnos, bendecirnos y salvarnos; pero también, la verdadera fe mediante la cual somos justificados implica, como lo hemos explicado anteriormente, un decirle “Sí” a Dios en todas las cosas que emanen de su voluntad (es lo que significa la raíz hebrea de la palabra fe, emunah, de la cual deriva la palabra “Amén”, que significa decirle a Dios “Así sea”, “Que se haga tu voluntad”).

Pablo parece indicar, con esta declaración, que la persona justificada ha tomado una decisión de morir al pecado, de no vivir más en él. ¿Significa esto que no caerá más en pecado, o que no tendrá más pecado en su vida; es decir, tendencias al mal, o que no se le cruzarán por la mente y el corazón pensamientos o deseos pecaminosos? En tal caso, ya seríamos perfectos. Pero lo que parece indicar Pablo es más bien una decisión de RENUNCIAR al pecado, de darle la espalda, de presentarle batalla, de morir a él, de no tenerlo más como estilo de vida, de no vivir en el pecado.

Y, para reforzar esta idea, Pablo recurre al simbolismo de ese rito por el cual el cristiano da testimonio público de su entrega a Cristo y de su ingreso en la vida cristiana: el bautismo.

“¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Rom. 6:3, 4).

Es notable cómo se ha desvirtuado, para muchas personas, el significado del bautismo. Pareciera ser, para muchos, solamente un salvoconducto que nos dé un pase libre para ingresar en el cielo, solamente un reconocimiento de que aceptamos a Jesús como Salvador. Pero Pablo le asigna una dimensión más: implica una decisión de morir al pecado (simbolizada por el sepultamiento del “viejo hombre” al sumergirnos en las aguas bautismales) y de resucitar a una vida nueva, para “andar” en ella. Es decir, implica un compromiso con Dios de cambiar de estilo de vida. Ahora el justificado quiere “andar” en vida nueva; es decir, conducirse en la vida de acuerdo con la voluntad de Dios y ya no bajo los dictámenes del pecado.

“Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección; sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (vers. 5, 6).

La muerte y la resurrección de Cristo se convierten en símbolo y modelo de la vida del creyente. Jesús murió llevando nuestros pecados, y fue sepultado con ellos, por lo cual, ante la vista de Dios, nuestra culpa y condenación están “enterrados”, son asunto terminado. Pero además Jesús resucitó, para que nosotros también podamos resucitar, espiritualmente ahora, durante nuestro peregrinaje terrenal hasta la muerte, y luego, físicamente, cuando seamos devueltos a la vida en aquella mañana gloriosa de la resurrección final.

Para Pablo, “nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con” Cristo. Ese viejo hombre, con su culpa y su condenación, ya recibió el castigo que merecía, porque nuestro Sustituto tomó su lugar en la Cruz. También ahora nosotros debemos tomar la decisión de que nuestro viejo hombre (aquel que vivía para servir al pecado) sea destruido, y ya no seamos siervos del pecado.

“Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado. Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (vers. 7, 8).

Hemos sido justificados del pecado porque, en Cristo, ya hemos muerto, ya hemos sufrido la condenación justa por nuestros pecados, porque la hemos sufrido en nuestro Sustituto. Pero, así como hemos ya muerto en Cristo, también ahora “viviremos con él”, porque Jesús resucitó victorioso de la tumba, a fin de que también nosotros resucitemos a una vida nueva.

“Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (vers. 9, 10).

Jesús obtuvo una victoria total sobre el pecado, una victoria única. Y su resurrección de la tumba es la garantía de que su misión salvadora en nuestro favor se cumplió con total éxito, que fue aprobada por Dios, con la cual selló la redención de los que lo acepten como Salvador.

“Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (vers. 11-13).

Notemos cómo se expresa Pablo: “consideraos” muertos al pecado; “no reine” el pecado en ustedes; “no presentéis” vuestros cuerpos al pecado como instrumentos de iniquidad. En ninguna parte Pablo presenta la idea de que a partir de la justificación o del bautismo el pecado desaparece de nuestra vida. Su presencia, lamentablemente, nos acompañará hasta el final del camino, hasta que Jesús, en su segunda venida, transforme esto corruptible en incorruptible (1 Cor. 15:50-54). Pero Pablo aquí apela al uso de la voluntad del creyente, a sus decisiones espirituales y morales. Tiene un lenguaje exhortativo, que apela a la voluntad: Hagan de cuenta que están muertos al pecado (“consideraos”); no permitan que reine en su vida. El pecado estará presente, pero no permitan que tenga el dominio, y no le presten su cuerpo como instrumento para que haga de las suyas. Es un darle la espalda al pecado, lo que implica una decisión a cada paso, ante sus sugestiones.

Por el contrario, el creyente justificado presenta su cuerpo como “instrumento” de justicia, al servicio del bien, la bondad, y la voluntad de Dios.

“Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (vers. 14).

Aquí hay una promesa: el pecado no tiene por qué tener dominio sobre nuestra vida, y la razón que Pablo da es que no estamos “bajo la ley, sino bajo la gracia”. ¿Cómo entendemos esto? Creemos que en dos sentidos:

En primer lugar, porque hay algo en nuestra psiquis que hace que eso mismo que tememos que nos suceda acaba sucediendo, por nuestra inseguridad. Cuando tememos que si caemos en pecado, si no somos perfectos, somos condenados por Dios (estar “bajo la ley”), ese mismo temor, esa inseguridad, nos resta fuerzas morales y volitivas para vencer, y nos debilita de tal manera que nos hace vulnerables al pecado, a caer en él. Por el contrario, cuando vivimos con seguridad en Cristo, sabiendo que aunque caigamos nos recibe siempre su gracia perdonadora, eso nos da seguridad para presentarle batalla al pecado con valentía y con esperanza de victoria.

Y, en segundo lugar, porque estar “bajo la gracia” significa también que las fuerzas para vencer al pecado no están en nuestros intentos humanos para vencer el pecado (estar “bajo la ley”) sino en la gracia santificante de Dios, que cuenta con el aval de la omnipotencia divina.

“¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera” (vers. 15).

Nuevamente Pablo refuerza la idea que había presentado en el versículo 1 de este capítulo. Es cierto, donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Es cierto, si caemos en pecado la gracia está para perdonarnos, justificarnos, sostenernos. Pero no por eso vamos a abusar de ella y entregarnos al dominio del pecado: “En ninguna manera”.

“¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (vers. 16-18).

Es imposible la neutralidad, o la idea de la libertad absoluta. No es que podemos ser libres del pecado y a su vez libres de Dios, de la obediencia a su voluntad. El que pretende librarse de Dios no es que puede vivir libre del pecado también. Las únicas dos opciones que hay son o ser siervos de Dios o siervos del pecado. Solamente que la servidumbre al pecado trae consigo degradación, ruina, culpa, condenación, muerte. En cambio, servir a Dios trae paz, sosiego al alma, verdadera libertad de lo que nos pervierte, elevación moral, nobleza de alma. Es amargo se siervos del pecado. Es dulce someterse a la soberanía divina.

“Hablo como humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia. Porque cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia” (vers. 19, 20).

Son notables las palabras que usa Pablo para la experiencia cristiana: obediencia a Dios, a la justicia, santificación. Servimos a la justicia “para santificación”, no “para justificación”. Es decir, una vida de servicio a la justicia no tiene la función de lograr la justificación (el perdón de Dios, su aceptación y su favor) sino la santificación. Es decir, tiene una dimensión existencial y moral, y la función de lograr nuestro crecimiento y desarrollo moral.

“¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte” (vers. 21).

¿Vale la pena el pecado? ¿Cuál es su fruto, cuáles son sus resultados inmediatos o finales? El pecado tiene en sí un carácter autodestructivo. Su fin es la muerte. Y no solo la muerte eterna, sino también la muerte del alma, el vacío interior, el sinsentido. Si, habiendo sido rescatados por Cristo de la esclavitud del pecado, ahora nos avergonzamos de las cosas que antes practicábamos, ¿por qué reincidir en ellas? ¿Qué locura hay en nuestra naturaleza que nos lleva a regresar a aquellas cosas que nos avergüenzan y que solo conducen a la autodestrucción?

“Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna” (vers. 22).

Dios nos ha liberado del pecado, no en el sentido de su presencia, de que haya erradicado nuestra naturaleza pecaminosa, sino de una vida orientada y regida por el pecado. Nos hemos convertido en siervos de Dios, esa dulce servidumbre voluntaria y alegre, por saber que estamos en las manos del Ser infinito en sabiduría y amor, que solo quiere nuestro mayor bien. Y esta entrega a Dios para hacer su voluntad tiene un fruto, una consecuencia hermosa: la santificación; es decir, empezar a participar de la santidad de Dios, que es lo mismo que decir que empezamos a participar de su carácter bueno, puro, noble, íntegro, misericordioso, lleno de amor. Y, al final del recorrido de este proceso hermoso de restauración de la imagen de Dios en nosotros, que llamamos santificación, tenemos el premio inmerecido de la vida eterna.

“Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (vers. 23).

Lo único que ofrece el pecado, como destino final, es la muerte. Su promesa de felicidad solo puede durar unos breves momentos en esta vida terrenal, pero aun aquí al poco tiempo nos defrauda. Pero, en definitiva, no solo nos destruye de este lado de la eternidad, con mil sinsabores, sino además lleva en sí el germen de la muerte natural, y finalmente la exclusión de la vida eterna, porque la arruinaríamos con nuestra maldad.

Por el contrario, Dios, en su misericordia y gracia, nos ofrece vida eterna “en Cristo”. Ese es el destino final de los hijos de Dios, de los siervos de Dios y de la justicia: una vida sin fin, sin pecado y, por lo tanto, sin dolor.

Que Dios nos bendiga para que nos entreguemos de lleno al proyecto espiritual de Dios para nuestra vida, que es el crecimiento interior paulatino, pero seguro, a la semejanza de Cristo, que llamamos santificación, para gloria del Salvador, para bendición de los que nos rodean, y para nuestra propia bendición y felicidad.

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4 Comentarios

  1. carlos a ramirez

    me gusta mucho como usted Pastor Claverie presente con mucha claridad presenta este resumen de Romanos capitulo 6, ¿Como vencer el pecado ? hace una descripcion detallada o esquematiza ¿que es el pecado ?,como transgresion de la Ley de Dios;nos presenta la Justificacion que viene por medio de la fe en Cristo jesus y no por obras ,somos liberados Romanos 3:22; quien tiene un impacto psicologico en cada creyente; cuando vivimos bajo la gracia obtenemos la victoria sobre el pecado ,porque la ley esta escrita en nuestro corazones y EL Espiritu de Dios guia nuestros pasos, cuando somos bautizados en la muerte de Jesus, y somos Santificados depende de nuestra Justificacion

    Responder
    • Pablo M. Claverie

      Gracias, Carlos! Me alegra que te resulten positivos mis comentarios. Que Dios te bendiga!!

      Responder
  2. Alfredo E. Catanzaro

    Soy maestro de Escuela Sabática y me gustan mucho estos comentarios que haces sobre las lecciones.- Te agradezco y espero que sigan así.-

    Responder
    • Pablo M. Claverie

      Gracias, Alfredo. Dios te bendiga en todo!!

      Responder

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