Lección 12 – Tercer trimestre 2017
Gálatas 5:16-25.
En teología se habla de “tensiones teológicas”; es decir, conceptos aparentemente contradictorios que encontramos en la Biblia, pero que cuando los entendemos bien nos damos cuenta de que son complementarios, las dos caras de una moneda. Estas tensiones teológicas nos ayudan a no caer en reduccionismos que parcializan el mensaje y la experiencia de la salvación y nos hacen incurrir en extremismos.
Pablo dedicó toda la epístola, hasta aquí, a enfatizar que la justificación (el perdón de Dios y su aceptación) es por gracia (nunca seremos suficientemente justos como para merecerla) mediante la fe en la obra redentora de Cristo. No somos justificados por ninguna obra buena que hagamos, ni por nuestros esfuerzos en obedecer a Dios y su Ley, ni porque evitemos conductas pecaminosas.
Sin embargo, en el pasaje de Gálatas en el que reflexionamos esta semana, y de aquí hasta el final de la epístola, Pablo pone el énfasis en la obra del Espíritu Santo y en la conducta cristiana.
Como ya lo señalamos en otra ocasión, esta epístola, al igual que otras de Pablo –especialmente las “soteriológicas” (referidas especialmente a la salvación), como Romanos y Efesios, y la misma Gálatas–, sigue un esquema bastante común en el apóstol: en primer lugar presenta las provisiones divinas para nuestra salvación, pero siempre concluye con una sección ética, en la que señala cuál es el tipo de conducta que tendrán los que están experimentando la salvación, conducta que Dios espera de ellos. Con lo que deducimos que el perdón de Dios, su aceptación y su promesa de una herencia en los cielos no son el fin último de su trato con nosotros, sino que, en definitiva, la salvación es salvación del pecado, para vivir una vida santa, en conformidad con el carácter de Dios y su voluntad.
¿Se contradice Pablo con esto? De ninguna manera. Pero es importante que entendamos el sentido de ambos aspectos de la tensión teológica entre la fe y las obras. Y creo que una experiencia humana que tenemos los padres en relación con nuestros hijos, que ya hemos mencionado en otras oportunidades, nos puede ayudar a comprender esto.
Los buenos padres aman a sus hijos incondicionalmente: hagan lo que hagan, siempre serán sus hijos, amados por ellos y aceptados. No hacen depender su amor y su aceptación de sus hijos de cuán bien se porten ellos, cuán bien les vaya en el colegio o cuán exitosos sean en la vida.
Pero, si uno de nuestros hijos se desviara del buen camino y llevara una vida perdida, incurriendo por ejemplo en la promiscuidad, la drogadicción y la criminalidad, aun cuando lo sigamos amando entrañablemente y lo aceptemos como persona, como nuestro hijo, tendremos un tremendo dolor en el corazón y, precisamente porque lo amamos (no para llegar a amarlo), querremos con desesperación que cambie de conducta, de estilo de vida. Trataremos de persuadirlo para que cambie de conducta, que se arrepienta, que busque ayuda, y estaremos allí, “al pie del cañón”, listos para ayudarlo y apoyarlo en todo lo que podamos, para rescatarlo de su autodestrucción.
De igual modo, Dios nos ama incondicionalmente, y nos acepta como somos (gracia), sin esperar a que cambiemos y logremos la victoria total sobre el pecado para aceptarnos y justificarnos. Pero, precisamente porque nos ama, sabe que en realidad el pecado es nuestro peor enemigo, que nos pervierte, nos degrada y nos destruye. Y por eso, aunque la justificación es por gracia, que nos sepamos perdonados y aceptados por Dios no es el fin último de su trato con nosotros, sino que, en última instancia, lo que Dios desea es liberarnos del pecado, sanarnos de él y transformarnos a su semejanza.
Por otra parte, ¿no soñamos todos con vivir en un mundo perfecto, libre de odio, envidia, maldad, criminalidad y guerras, donde solo existan el bien, la bondad, la buena voluntad, el amor entre los hombres? Ese es el mundo que Dios está preparando para nosotros. Pero, para que ese mundo sea real, viable, posible, la gente que viva allí tiene que ser gente libre de egoísmo y maldad, y llena de bondad y amor. De lo contrario, por muy hermoso y perfecto que sea el ambiente físico del cielo (la naturaleza), echaríamos a perder la vida eterna al continuar con nuestro estilo de vida pecaminoso.
Muchos tienen la idea de que en esta vida pueden vivir confiando en la salvación comprada por Cristo, pero seguir apegados al mal, consintiendo el egoísmo propio de su naturaleza pecaminosa, total cuando Jesús regrese y transforme esto corruptible en incorruptible (1 Cor. 15:53, 54) él cambiará mágicamente nuestros caracteres para que seamos “santos” en el cielo. Pero, si Dios lo hiciera así, en realidad ya no seríamos nosotros mismos; sería otra persona la que iría al cielo, aunque tenga nuestra misma apariencia. Sin embargo, ese no es el plan de Dios. Dios no llevará otra persona al cielo que no sea yo mismo. Dios no atropellará mi personalidad; la respetará. Seré en el cielo la misma persona que soy aquí en la Tierra, aunque librado de la naturaleza pecaminosa; y llevaré al cielo el carácter que habré cultivado aquí en la Tierra. En este sentido, es importante recordar que “el carácter se revela, no por las obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecutan, sino por la tendencia de las palabras y los actos habituales” (Elena de White, El camino a Cristo, p. 50; edición ACES 2014). Es decir, no tiene que ver con perfección absoluta, impecabilidad, sino con la tendencia de la voluntad, el tipo de persona que queremos ser y que estamos tratando de ser, por la gracia de Dios y la obra santificadora del Espíritu Santo. Tiene que ver con ese proceso de renuncia al egoísmo natural que nos habita y el cultivo de un carácter semejante al de Cristo, lleno de bondad, rectitud y amor; con el deseo y el empeño en que nuestra vida sea una bendición para los que nos rodean.
Con este trasfondo, entonces, podemos entender el sentido del pasaje de Gálatas de esta semana:
“Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne” (Gál. 5:16).
Este pasaje es muy parecido al de Romanos 8, que te invito a leer detenidamente.
Es interesante que, por la forma en que se expresa Pablo, nos muestra que no hay nada automático en la vida cristiana. No es un despreocuparse, sabiendo que el Espíritu obra en nosotros, sino un ocuparse, confiadamente, en vivir la vida cristiana. Pablo usa el modo verbal imperativo, que se utiliza tanto para impartir una orden como para hacer una exhortación: “Andad… no satisfagáis”. Apela a la voluntad de sus oyentes: “hagan esto, no hagan lo otro”.
Pablo sabe que el ser humano debe usar su voluntad en el proceso de santificación; debe cooperar con la obra del Espíritu, procurando “andar” en el Espíritu; es decir, dejarse iluminar, inspirar, impulsar y controlar por él. Y, por el otro lado, debe combatir “los deseos de la carne”, no consintiéndolos. Hemos sido llamados a ser “espirituales”. Pero, en el contexto cristiano, ser espiritual no es simplemente ser una persona con valores superiores, trascendentes (lo que de por sí ya es algo muy positivo, aun en aquellas personas que tienen una espiritualidad no necesariamente cristiana), sino ser fundamentalmente personas que actúan bajo la obra, el poder y la dirección del Espíritu Santo.
“Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis” (Gál. 5:17).
La vida del cristiano es, de por sí, una vida en tensión, hasta cierto punto una vida conflictuada. Por eso Martín Lutero definía la naturaleza del cristiano como “simul justus et peccator”, simultáneamente justo y pecador. Somos justos mediante la justificación por gracia, por una justicia foránea, la de Cristo, a la vez que vamos siendo transformados en justos por la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, tendremos que convivir con nuestra naturaleza pecaminosa hasta la venida de Cristo, cuando seamos transformados de corruptibles en incorruptibles, y de mortales en inmortales. Esta naturaleza deberá ser subyugada por la obra del Espíritu en nosotros, con nuestro “consentimiento y cooperación” (White), pero cada tanto hace de las suyas, cuando nos descuidamos y se lo permitimos. Por tal motivo, alguien ha dicho que es imposible escapar a cierta “hipocresía” en los creyentes, a cierto grado de incongruencia entre lo que profesamos y lo que vivimos, porque por causa de nuestra naturaleza pecaminosa, de este lado de la eternidad, nunca viviremos plena y radicalmente a la altura de nuestros ideales cristianos, aun cuando el Espíritu Santo hace maravillas de transformación moral entre nosotros. Es algo que debemos aceptar y con lo cual tendremos que aprender a convivir, sabiendo que Dios es misericordioso y comprensivo con nosotros, porque “como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103:13, 14).
“Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley” (Gál. 5:18).
Algo parecido a lo que dice Pablo en Romanos 8:1:
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”.
Los que son “guiados por el Espíritu” son los que han sido liberados de la culpabilización y la condenación de la Ley por la sangre de Cristo. Y, además, el dejarse guiar por el Espíritu nos libera del pecado de tal manera que estamos en armonía con esa Ley de amor, y no bajo su condenación por no cumplirla:
“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte […] para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:2, 4).
El asunto es dejarse guiar por el Espíritu, respondiendo a los impulsos de bondad que pone en nosotros, y aceptando el freno que les pone a nuestros impulsos pecaminosos.
“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gál. 5:19-21).
Cada árbol da frutos según su naturaleza: un manzano solo puede dar manzanas, y una higuera solo puede dar higos. Una higuera no puede dar manzanas, ni un manzano puede dar higos. Mientras dependamos solamente de nuestra naturaleza, de nuestras propias fuerzas, y nos dejemos llevar por lo “natural” en nosotros (esta falacia tan posmoderna de “hazle caso a tu corazón, que nunca te va a fallar”), será inevitable que aparezcan las “obras de la carne” que menciona Pablo en los versículos precedentes.
Si bien la lista que Pablo hace de las obras de la carne está encabezada por los pecados de tipo sexual (adulterio, fornicación, lascivia), no se limita a ellos, y avanza sobre pecados aparentemente no tan groseros, hasta cierto punto aceptados o por lo menos asumidos socialmente como las enemistades, los pleitos, los celos, la ira, contiendas, envidias. Todo aquello que nos distancia del prójimo y afecta las relaciones humanas, que tienen tanta importancia para Dios.
Y, al terminar de describir esta lista parcial de a dónde conduce nuestra naturaleza pecaminosa, Pablo, como para que nadie se equivoque e interprete que su mensaje tan enfático en cuanto a la gracia es un permiso para pecar alegremente, dice las siguientes contundentes palabras: “los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (vers. 21).
Qué importante es la palabra que utiliza Pablo. Él no habla de aquellos que, en su lucha contra el pecado que los habita, su naturaleza pecaminosa, muchas veces son vencidos por esta, e incurren en alguno de estos pecados. Todos, cada día, caemos en una o varias de estas conductas pecaminosas, aunque sea en pensamiento. Pero Pablo habla de los que “practican”; es decir, los que tienen como hábito entregarse al pecado, tolerar los clamores de su naturaleza caída. No heredarán el Reino de Dios quienes elijan como estilo de vida una conducta pecaminosa.
En contraste, el apóstol presenta la belleza de la vida cristiana, de lo que es capaz de producir el Espíritu Santo en la persona que se entrega a su dirección:
“Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gál. 5:22, 23).
Esta imagen que usa Pablo del “fruto” del Espíritu nos remite a algo rico, apetecible, satisfactorio, como quien degusta una deliciosa fruta obra de la mano de Dios. Y es que, realmente, vivir de acuerdo con las inspiraciones del Espíritu Santo es algo delicioso. Qué hermoso es cuando notamos en alguien el fruto del Espíritu, y contemplamos a una persona llena de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, etc. Despierta en nosotros el deseo de poseer también esas virtudes, y que nuestra vida también sea una bendición para otros, y para nosotros mismos.
Para eso, tenemos que entregarnos totalmente al Espíritu de Dios, rendirnos a él, rendir nuestra voluntad; es decir, nuestros deseos, planes y decisiones. Dejar que él tome el control de nuestra vida, de nuestros pensamientos, motivaciones y sentimientos. Que nos posea y, renunciando al yo, permitamos que Cristo viva su vida en nosotros por medio de su Espíritu. Y que quite de nosotros, como si fuese un jardinero celestial, todas las malezas, la cizaña, todo lo venenoso que pueda habitarnos.
“Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (vers. 24).
Aquí hay una decisión fuerte. Estamos en la carne, no podemos escaparnos de esto; es decir, cargaremos con una naturaleza pecaminosa hasta que Jesús venga a buscarnos. Pero, por la gracia de Dios, y la obra sobrenatural del Espíritu Santo, podemos plantarle batalla a nuestra naturaleza y “mortificarla”. Podemos crucificarla, junto con sus pasiones y deseos egoístas.
Los que “son de Cristo” no se contentan con su perdón y su aceptación por gracia. También desean vivir como él, y les duele tener una naturaleza tan ajena al sentir bondadoso de Jesús. Por tal motivo, han decidido “crucificarla”:
“Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne” (2 Cor. 10:3).
Esta figura de la crucifixión de la carne es muy significativa. La cruz, bajo el Imperio Romano, no era tanto un instrumento de muerte como de tortura. Es cierto que, finalmente, los crucificados terminaban muriendo. Pero básicamente la idea era torturar a los crucificados, como un castigo ejemplar para que el pueblo temiera la autoridad y el poder de Roma. Los crucificados podían llegar a estar una semana entera en la cruz, hasta que iban muriendo poco a poco, por la deshidratación, el desangramiento y el dolor indecible.
De igual modo, Pablo no está diciendo que a partir de la conversión y la entrega a Cristo automáticamente muere la naturaleza pecaminosa. Ojalá así fuera. Pero, la realidad es que más bien es un proceso que dura toda la vida, en el que por la obra del Espíritu Santo vamos matando nuestra naturaleza carnal, sometiéndola, subyugándola y haciéndola morir poco a poco. El grado de su “muerte” será proporcional al grado de entrega de nuestro corazón al Espíritu Santo, para que nos posea totalmente.
Pero es una incongruencia pensar que somos “de Cristo” y sin embargo dejamos vivir y hacer de las suyas libremente a nuestra naturaleza caída. Es propio del cristiano realmente convertido vivir para Cristo y morir al yo y al pecado.
“Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gál. 5:25).
En el ámbito físico, no existe tal cosa como que el ser humano –o cualquier ser vivo de la naturaleza– pueda tener vida propia, independiente de Dios. En la enseñanza bíblica, Dios no solo es el Creador sino también el Sustentador del universo, y de nuestra vida humana (Heb. 1:1-3; Col. 1:16, 17; Hech. 17:27, 28; Sal. 104; etc.). Y el agente divino encargado de sustentar nuestro corazón y nuestro organismo todo es el Espíritu Santo.
Así como vivimos gracias al Espíritu Santo, que nos imparte el poder vital para que nuestro organismo funcione, así sucede con nuestra vida espiritual. Dependemos absolutamente de su poder para estar vivos espiritualmente. Por lo tanto, el apóstol nos exhorta a que “andemos” por el Espíritu, dejándonos guiar por él, inspirar, fortalecer, y ser radicalmente transformados, para ser semejantes a Cristo.
Que por la gracia de Dios podamos rendirnos totalmente a la presencia y la acción del Espíritu, para que él nos transforme en una hermosa obra de arte espiritual que dé gloria a Dios y nos convierta en un poder viviente para el bien y la bendición de los que nos rodean.
COMENTARIOS DE MARTÍN LUTERO
“Si el apóstol dice ‘no daréis satisfacción’, se debe prestar mucha atención al significado peculiar de esta palabra. Pues entre el ‘hacer’ los deseos de la carne o del espíritu, y el ‘darles satisfacción’ existe, conforme al entendimiento paulino, esta diferencia (como lo hace notar San Agustín en el último capítulo del 3er libro Contra Juliano): Hacer los deseos es tenerlos, ser incitado y sentirse movido por ellos ya sea a la ira, ya sea a la lascivia; en cambio, dar satisfacción a los deseos es darles lugar y cumplirlos; y esto son entones las obras de la carne. Pero el tiempo en que ‘no tendremos’ o ‘no haremos’ los deseos, solo llegará cuando ya no tengamos tampoco nuestra carne mortal, como observa San Agustín en el 1er libro de sus Retractationes, capítulo 24.76. Es por esto, dice San Agustín, que todos los santos siguen siendo en parte carnales, a pesar de ser espirituales en cuanto a su hombre interior (Libro 6. Contra Juliano). Así, el amor mismo desea, conforme a su desear espiritual, tener la capacidad de no sentir los deseos de la carne; pero no logra dar satisfacción a tal deseo espiritual, puesto que no es capaz de mantener completamente alejados de sí a los deseos de la carne. Me parece oportuno advertir, de paso, que Pablo llama ‘deseos de la carne’ no solo a la lascivia, sino al deseo dirigido hacia todas esas obras que luego enumerará (cap. 5:19-21). Por esto, Agustín dice textualmente: ‘El `no dar satisfacción’ a los deseos de la carne ocurre cuando uno no consiente en ellos: por más que se muestren activos mediante incentivos, sin embargo, no son concretados mediante obras. De ahí que Pablo dijera a los romanos: El querer el bien está en mí, pero no el hacerlo (Rom. 7:18). Pues `hacer el bien’ es no dar curso a los malos deseos, `consumar el bien’, en cambio, es no tener malos deseos. De esta manera, los deseos de la carne no se `consuman’, a pesar de que se `hacen presentes’; y por otra parte, tampoco nuestras buenas obras `se consuman’, a pesar de que `se hacen’.
“Todo esto nos hace ver claramente qué es la vida cristiana, a saber: una tentación, una milicia, y una lucha. Y nos muestra además cómo se ha de instruir a los que se ven atacados por diversas tentaciones, a fin de que no caigan en desesperación al no sentirse aún libres de las funestas inclinaciones a toda suerte de pecados. Así se lee en Romanos 13 (vers. 14): ‘No proveáis para los deseos de la carne’, y en Romanos 6 (vers. 12): ‘No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias’.
“Nadie puede evitar los malos deseos; pero no obedecer a los malos deseos: esto sí podemos”.
“Ya se ha hablado lo suficiente acerca del antagonismo entre espíritu y carne. Ninguno logra, extinguir al otro mientras dure esta vida, aun cuando el espíritu domine a la carne contra la voluntad de esta, y se la sujete. Por esta razón, nadie debe gloriarse de tener un corazón limpio o de estar limpio de inmundicias. Pues de entre las obras de mi carne no hay ninguna de la cual se pueda decir: esta no la hice yo. Pero si el corazón es impuro, tampoco es pura la obra; como el árbol, así es también el fruto. Con esto me dirijo una vez más contra los defensores del ‘significado impropio’, que encuentran en sí mismos acciones buenas sin mácula alguna o sin falta que ‘hablando impropiamente’ pueda llamarse pecado, oponiendo con ello sus erróneas opiniones personales a las tan claras e inequívocas palabras de Pablo quien dice: ‘No hacéis lo que queréis’ a causa de la oposición de la carne que ‘se rebela contra la ley de vuestra mente’ (Rom. 7:23) y contra la voluntad de vuestro espíritu.
“El apóstol no observa aquí la distinción entre ‘hacer’ y ‘consumar’ que usó anteriormente; porque está claro que el ‘no hacéis’ lo toma en el sentido de ‘no consumáis’. Pero, tampoco la observa en Romanos 7 (vers. 19) al decir: ‘No hago el bien que quiero’, porque este ‘hago’ es sinónimo de consumo, llevo a cabo. En cambio, cuando dice (en Rom. 7:15) ‘el mal que aborrezco, eso hago’: allí observa la distinción puesto que hace el mal, pero no lo consuma. Si a alguien no le convence esta distinción que hace Agustín, piense en otra interpretación, con tal que deje en pie la siguiente verdad como entendimiento básico: Hay en nosotros una lucha entre espíritu y carne. Esta lucha nos impide cumplir la Ley en forma perfecta. Por tal motivo somos pecadores en tanto que estemos en la carne, y en toda buena obra necesitamos la misericordia perdonadora de Dios. Nuestro ruego permanente debe ser: ‘No entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser viviente’ (Sal. 143:2)”.
“Una vez más, empero, Pablo usa su característico lenguaje teológico. Por ende, al interpretarlo se debe tener mucho cuidado de no incurrir en tonterías, como si el justo no tuviera la obligación de vivir con corrección y hacer el bien (esto es, en efecto, lo que personas poco instruidas entienden con ‘no estar bajo la ley’). La verdad es, en cambio, que el justo no tiene ley porque no le debe nada a la Ley, puesto que tiene el amor que guarda y cumple la Ley. Podría citarse a este respecto un ejemplo que usó Agustín116: Tres más siete no ‘deben ser’ diez sino que ‘son’ diez, y para que lo sean no es preciso recurrir a ninguna ley o regla.
“Igualmente, una casa ya construida no ‘debe ser’ construida, puesto que ya está hecha, y esto es lo que había buscado el arte –comparable en este caso a la ley de su constructor. Lo mismo se aplica al justo: no ‘debe’ vivir correctamente sino que vive correctamente, y no necesita una ley que le enseñe cómo vivir correctamente. En forma análoga, una virgen no ‘debe ser’ virgen (puesto que ya lo es); si intentase ser virgen por medio de alguna ley, ¿no estaría fuera de juicio? El injusto en cambio ‘debe’ vivir correctamente, porque no vive correctamente tal como la Ley lo requiere. En todo esto insiste el apóstol para que (los gálatas) no presuman de poder llegar a ser justos sobre la base de la Ley y sus obras, sino que reciban por medio de la fe, sin ley ni obras, el espíritu por virtud del cual pueden satisfacer las demandas de la Ley, como ya se expuso en forma más que abundante en los párralos que anteceden”.
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