LA ORACIÓN QUE NO HAY QUE HACER

 Un ejercicio con potencial destructor y transformador a la vez.

Si quieres una vida tranquila, sin sorpresas ni sobresaltos, entonces hay una oración que no tienes que hacer. Es una oración que Dios siempre contesta con un rotundo “sí” y cuyos efectos se manifiestan generalmente en el día en que la has hecho.

Son efectos dolorosos muchas veces, y además vienen acompañados de una cierta “turbación del ánimo”, como el Diccionario de la Real Academia Española comienza a definir la palabra “vergüenza”.

Esta turbación es desagradable. Y no voy a agregar adjetivos aquí porque embarraría la cosa más de lo que ya es. Es desagradable.

Incluso uno se arrepiente de haber hecho esa oración. Y, con toda seguridad, al día siguiente no la vas a hacer. Al día siguiente, le dices a Dios: “Disculpa Señor, pero no, hoy no te lo pido”.

Y me imagino que Dios sonríe satisfecho porque sabe que, para cada uno de sus hijos aquí en esta Tierra, esta oración es difícil y necesitamos ir lentamente. Sabe que necesitamos tiempo para recuperarnos. Pero llega el día cuando te has recuperado y te das cuenta de que quieres volver a hacerla. Porque tomas conciencia de que sin esa oración no existe la vida victoriosa. Te has dado cuenta de que sin esta oración no hay crecimiento posible. Esto se llama crear tensión. Ahora viene el alivio. Los músicos dirían: “Ahora resuelve”. (A menos que hayas hecho trampa y hayas buscado la oración en el resto del artículo sin leer el preámbulo. Pecadores…).

Vamos al libro de los Salmos. Es una oración del rey David: “Dios, examíname, y conoce mi corazón; pruébame y reconoce mis pensamientos. Mira si voy en mal camino, y guíame por el camino eterno” (Sal. 139:23, 24). Y el Salmo 19, también de David, nos trae más cerca aún: “Quién podrá discernir sus propios errores?” (vers. 12).

En otras palabras, la oración es: “Señor, muéstrame mis errores”. (Si estás leyendo este párrafo sin haber leído los anteriores, ya tienes una buena razón para hacer esta oración).

Si ya has hecho esta oración, sabes exactamente de lo que estoy hablando. Conoces muy bien esa “turbación de ánimo” que te invade. Porque el Espíritu Santo sabe que estás dispuesto a ver, con los ojos bien abiertos, lo que necesitas cambiar. Porque todos necesitamos cambiar algo.

Para ser sinceros, son varias cosas las que necesitamos cambiar. Para algunos de nosotros, la lista puede ser larga: asperezas en nuestro carácter, tendencias destructivas, caminos errados, falta de esto o aquello, exceso de esto o aquello, actitudes que causan dolor emocional, ideas equivocadas, mal criterio, dureza al hablar, egoísmo… Para muestra, creo que alcanza.Pero lo maravilloso de esto es que, cuando nos damos cuenta de que algo no anda bien con nosotros, ahí, en ese momento y lugar, puede empezar la vida victoriosa.

Por lo general, llegamos ahí porque nuestras faltas o debilidades, o lo que no esté funcionando bien en nuestra vida, es fuente de dolor. Es un hecho que el dolor está en el origen del cambio. Nos cansamos de sufrir o hacer sufrir, y eso nos motiva a caer de rodillas y decirle a Jesús: “Señor, muéstrame mis errores. Ayúdame a ver más claro”.

Esta oración es un ejercicio mataego. Por eso no nos gusta. Por eso sentimos vergüenza. Porque va contra nuestras tendencias naturales y hiere todo lo que hay de egocéntrico en cada uno de nosotros.

Pero es con esta oración que le estamos dando permiso a Dios de transformar nuestra vida. Es con esta oración que nos apropiamos de la gracia divina.

El poder de Dios se manifiesta en nuestra debilidad, nos dice el apóstol Pablo (2 Cor. 12.9). Si bien el contexto de este texto es otro tipo de debilidad, nos sirve también. Y, para eso, quisiera agregar que el poder de Dios se manifiesta cuando reconocemos nuestras debilidades. Y para eso, necesitamos verlas primero. Solos no siempre las vemos, pero él nos ayuda cuando, con humildad, sinceridad y coraje, oramos: Señor, muéstrame mis errores.

Porque este proceso demanda coraje. El coraje de cambiar, de subir más alto, de dejar atrás lo que me resulta cómodo y extenderme hacia lo que me hará mejor. Es una aventura dura pero maravillosa. Y está al alcance de todos, porque Jesús derramó su sangre por todos, no solo para salvarnos, sino también para transformarnos, aquí y ahora.

Pongámonos de rodillas para orar.

  • Lorena Finis de Mayer

    Lorena Finis de Mayer es argentina y escribe desde Berna, Suiza. Desde hace varios años es columnista en la Revista Adventista y sus artículos son muy valorados por la exacta combinación de sencillez y profundidad.

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