Pensando en plural, no en singular
Como cristianos, tal vez estamos habituados al enfoque individualista tan propio de Occidente. Pensamos de una forma marcadamente egoísta, done el yo se manifiesta en cada elección de nuestras vidas. Esta cosmovisión, no podemos negar, incluye también nuestra interpretación de lo que significa el concepto «iglesia».
A diferencia del individualismo, el colectivismo sostiene que hay una interrelación entre los integrantes de la comunidad de la que el individuo forma parte, razón por la cual se comporta en función y en beneficio de la sociedad de la que forma parte. Así, los objetivos del grupo son más relevantes que los objetivos del individuo, que se dirige personalmente hacia el colectivo y para el colectivo. Por eso, hoy exploraremos de manera breve cómo funciona el entorno social colectivo del Nuevo Testamento, y qué lecciones podemos extraer de ello.
En la literatura judía del primer siglo aprendemos que nadie es autónomo y que siempre el bienestar colectivo de la comunidad a la que alguien pertenece debería predominar sobre su propio bienestar.
Este principio es claramente explicado por Josefo, al afirmar lo siguiente: “En los sacrificios, primero debemos implorar por la salvación común, luego por nosotros mismos, ya que hemos nacido para la comunidad, y quien subordina su propio interés se hace más agradable a Dios” (Contra Apión, 2.24). Esta comunidad podría poseer una naturaleza religiosa, al igual que el conjunto filosófico al que pertenecían los fariseos y los saduceos. Por lo general, sin embargo, la atención se centraba en la familia, cuyo fundamento mantenía el sentido esencial de la cultura colectivista.
La genealogía de Jesús en Mateo y Lucas cumple esta función, conectando el presente de Jesús con los patriarcas bíblicos (Mat. 1:1-18; Luc. 3:23-38). En el contexto sociocultural del cual Jesús fue parte, la identidad del individuo tenía como base el árbol genealógico. Si los antepasados eran dignos, la persona era honrada por ser miembro de tal grupo. En caso contrario, la vergüenza lo acompañaba quizá de por vida (Juan 1:46). Al vincular a Jesús con Adán y Abraham, por lo tanto, los autores bíblicos buscan posicionar a Jesús dentro de un colectivo mayor y sin duda distinguido.
En la sociedad del Nuevo Testamento, esta verdad es indudablemente evidente. Bartimeo se relaciona con su progenitor, Timeo (Mar. 10:46), mientras que Leví lo hace con Alfeo (Mar. 2:14). Para aludir a las mujeres, los escritores las vinculan con sus maridos (Luc. 8:3) o con sus hijos (Mar. 15:40, 47). Pablo mismo se refiere a su linaje familiar, declarando ser descendiente de fariseos, un hebreo puro, sin contaminación, originario de la tribu de Benjamín (Fil. 3:5). Según Pablo, no obstante, esto no tiene relevancia, ya que lo que realmente importa en el reino de Dios es ser parte de la familia de Cristo (Fil. 3:8).
“QUIEN SIGUE A JESÚS Y ESTUDIA SU PALABRA COMPRENDE QUE EL ENFOQUE DE LA BIBLIA ES EVIDENTEMENTE GRUPAL”.
Pablo no es el único que comienza de esta manera, pues Jesús ya había señalado que la familia espiritual prevalece sobre la biológica. La iglesia a la cual el creyente pertenece es un cuerpo (1 Cor. 12:12-31), además de ser un edificio (1 Cor. 3:9-17; 2 Cor. 6:14-16; Efe. 2:19-22), y es a través de esta estructura metafórica que se alienta al cristiano a vivir en comunidad. No está de más recordar que Jesús sostiene que la recompensa final es otorgada a todos aquellos que, al unirse al pueblo de Dios, han decidido tomar la cruz de Cristo y seguirlo (Luc. 14:26, 27; Mat. 16:24-26; Mar. 8:34-37).
El Nuevo Testamento nos enseña a ser cuidadosos al considerar que la iglesia contemporánea deba interpretarse dentro de los límites individualistas que funcionan dentro de la comunidad de la cual el creyente forma parte. Aquella persona que sigue Jesús y estudia su Palabra comprende que el enfoque de la Biblia es evidentemente grupal. Es cierto que la salvación es personal (Juan 3:16-21; Gál. 2:16), y que cada individuo “tendrá que dar cuentas de sí a Dios” (Rom. 14:12, NVI). Sin embargo, también es verdad que el Señor nos insta a reconocer la unidad del cuerpo de Cristo como si este fuese un edificio vivo, donde somos llamados a estar atentos a las necesidades de los santos y a llorar con aquellos que lloran (Rom. 12:13, 15).
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