¿Por qué el Maestro de Galilea desafió las convenciones culturales?
La relación redentora que Jesús mantuvo con las mujeres de su época fue indudablemente diferenciada. Al analizar el modo en que la sociedad antigua (especialmente en Israel) trataba a la mujer, podemos comprender cómo el evangelio debe transformar nuestros constructos sociales.
A continuación, examinaremos algunos ejemplos extraídos de la literatura judía antigua que retratan a la mujer con el fin de los contrastarlos con la manera en que Jesús se relacionó con ellas.
Un ser inferior
Es innegable que, en la cultura judía del Nuevo Testamento, la mujer era percibida como una persona de categoría menor.
Por ejemplo, el historiador judío Flavio Josefo hace referencia a un pasaje del Antiguo Testamento que según él afirma: “En todos los aspectos, la mujer es inferior a su esposo” (Josefo, Contra Apión, 2.25).
No obstante, aunque te esfuerces en encontrar ese versículo, nunca lo encontrarás; pues el tal no existe. Filón de Alejandría, por su parte, argumentaba que la mujer poseía una predisposición innata para ser sometida, dado que ella es imperfecta (Filón, Leyes 1:200).
Con todo, estas opiniones contrastan de manera evidente con las narraciones del Antiguo Testamento, donde algunas mujeres ocupaban cargos de liderazgo y practicaban el ministerio profético (Éxo. 15:20; Juec. 4:5, 6; 2 Rey. 22:14, 15).
La Misná, obra que compila las tradiciones orales del judaísmo, ilustra el concepto negativo que los hombres tenían sobre la mujer. Aunque esta colección fue recopilada después del primer siglo, varias de sus enseñanzas se remontan a la época de Jesús.
Por ejemplo, en ella se establece el poder que un padre poseía sobre su hija menor soltera, pactando o negociando el esposo con el que ella se casaría (m. Ketubot 4:4). Esta dependencia paternal finalizaba cuando la mujer alcanzaba la madurez (m. Quidusim 2:1). Con todo, esta era nuevamente perdida cuando la mujer contraía matrimonio, pasando ahora a estar bajo la autoridad del esposo (cf. m. Ketubot 4:5). Además, la mujer era incapaz de actuar como testigo en un juicio (m. Sevuot 4:1), y también le estaba prohibido involucrarse en actividades religiosas (m. Jagigá 1:1) y aprender la ley (m. Sotá 3:4).
En este contexto, la esfera de acción de la mujer se limitaba al hogar y, en caso de salir, ella debía llevar su cabeza cubierta y permanecer en silencio (m. Avot 1:5; m. Ketubot 7:6).
Un trato distinto
A diferencia del entorno sociocultural de su tiempo, el comportamiento de Jesús hacia las mujeres fue completamente distinto. Ellas lo acompañaban en sus viajes, respaldándolo económicamente con sus recursos (Luc. 8:1-3). Para criticar la falta de fe de sus oyentes, dos veces Jesús ilustró sus discursos con relatos de mujeres de origen gentil, como la viuda de Sarepta (Luc. 4:26 y 1 Rey. 17:9-16) o la reina de Saba (Luc. 11:31 y 1 Rey. 10:1-10).
Igualmente, en dos de sus parábolas, las protagonistas son mujeres: una viuda (Luc. 18:1-8) y una mujer que ha extraviado una moneda (Luc. 15:8-10), empleándolas a ambas como emblemas de resolución y creencia.
Aún más, Jesús ni siquiera desdeñó a las mujeres que la sociedad consideraba indignas (Juan 4:1-18) o incapacitadas ritualmente (Mar. 5:25-34; Lev. 15:19-39). No está de más recordar que son ellas, y no los hombres, las testigos de la resurrección de Jesús (Mat. 28:1-10; Mar. 16:9-11; Luc. 24:1-12; Juan 20:11-18). Esto las posiciona como las primeras personas en divulgar las buenas noticias del Cristo resucitado (Mat. 28:8-10; Luc. 24:8 y Juan 20:18). En contraposición al entorno cultural de su época, Jesús se comporta de manera diferente al relacionarse con las mujeres. Él las incorpora en su ministerio, convirtiéndolas en parte de la realidad y haciéndolas también parte del Reino de los Cielos.
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