Lección 14 – Tercer trimestre 2017
Gálatas 6:11-18.
Llegamos al final de la Epístola a los Gálatas, y nos quedamos con cierta nostalgia por los hermosos mensajes de fe y salvación que nos dio Pablo. Pero, gracias a Dios, continuaremos con el foco puesto en estos temas el próximo trimestre, al estudiar la Epístola a los Romanos.
Al finalizar su epístola, Pablo quiere enfatizar de manera muy marcada el problema de fondo, y por eso utiliza un recurso de comunicación que le era accesible. Como nos dice la lección, en aquel tiempo no había distintas tipografías, ya que sus cartas eran manuscritas. Pablo no podía escribir en negrita o en itálica (cursiva). Pero, entonces, destaca lo que quiere decir con su anuncio:
“Mirad con cuán grandes letras os escribo de mi propia mano” (Gál. 6:11).
Probablemente dibujó las letras de lo que va a decir a continuación con un mayor tamaño. Otros eruditos piensan que todo lo escrito anteriormente en su carta fue dictado por Pablo a un amanuense, ya que probablemente Pablo era muy corto de vista, como parece sugerirse en la alusión que hace anteriormente, en la carta, a que los gálatas, si hubiesen podido, se habrían sacado sus propios ojos para dárselos al apóstol (4:15).
Esta es la conclusión que Pablo quiere subrayar:
“Todos los que quieren agradar en la carne, éstos os obligan a que os circuncidéis, solamente para no padecer persecución a causa de la cruz de Cristo. Porque ni aun los mismos que se circuncidan guardan la ley; pero quieren que vosotros os circuncidéis, para gloriarse en vuestra carne” (6:12, 13).
Todo el sistema legalista, farisaico, de justificación por las obras de la Ley, esta orientación hacia la Ley en vez de hacia la gracia (Knight), es fruto de la carne, es decir, de la naturaleza pecaminosa, y tiene como objetivo “agradar en la carne”, y “gloriarse” en la carne. Es decir, halagar el ego, el narcicismo humano. Es un sistema de justificación y salvación que fomenta el orgullo humano, al fomentar el mérito humano: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres…” (Luc. 18:11).
Porque si yo hago algo, o dejo de hacer algo, que creo que es la razón por la cual Dios me acepta, me justifica y me salva, y otra persona no lo hace, o no “cumple” tan bien como yo con lo que se espera de un buen cristiano, entonces debe haber algo especial en mí, que hace que Dios de alguna forma esté en deuda conmigo, obligado a considerarme como alguien superior, y entonces puedo mirar a mi hermano que no es tan “fiel” como yo con cierta soberbia: “Ni aun como este publicano” (Luc. 18:11).
Pero, en realidad, como dice Pablo, “ni aun los mismos que se circuncidan guardan la ley” (Gál. 6:13). No la guardan, en primer lugar, porque en realidad, como hemos visto en lecciones anteriores, si entendemos los alcances morales profundos de la Ley, no hay ser humano que viva siempre, a cada momento y perfectamente, a la altura de sus demandas, y por lo tanto, de por sí, está maldito por la Ley permanentemente:
“Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (3:10).
Y solo es librado de esa maldición por la obra redentora de Cristo:
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero” (3:13).
Pero, en segundo lugar, no guardan la Ley porque el mismo hecho de sentirse orgullosos por, supuestamente, guardarla, y compararse con sus hermanos que, ante su vista, no son tan fieles cumplidores de la Ley, ya implica quebrantar el primer mandamiento:
“No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxo. 20:3).
La esencia del problema del legalismo es que nos endiosa, nos hace convertirnos en nuestro propio Dios y nuestro propio salvador, nuestro propio objeto de adoración:
“El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo” (Luc. 18:11; énfasis añadido).
“Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gál. 6:14).
Este es, quizás, el texto central que apunta a todo el meollo de la cuestión de la justificación por la fe o por las obras. O la gloria la recibe el hombre, por causa de sus supuestos y pretendidos méritos espirituales y morales, su obediencia, su fidelidad, su cumplimiento estricto de la voluntad de Dios, o la recibe Cristo, y solamente Cristo, por los únicos y suficientes méritos de su vida perfecta, su obediencia perfecta, que nos es acreditada como si fuera nuestra, y por su muerte expiatoria en la Cruz, donde murió la muerte que nos correspondía.
Cuando llegamos a entender cuán impotentes somos para librarnos de nuestras culpas y nuestra condenación, y del poder del pecado que nos habita, nos damos cuenta de que nuestra justificación –nuestra posición delante de Dios– depende sola y exclusivamente de lo que Jesús hizo en la Cruz. No hay absolutamente nada en nosotros –ni nuestra supuesta obediencia, ni buenas obras– por lo cual Dios deba aceptarnos, perdonarnos, justificarnos y salvarnos. En cambio, en Cristo está todo el mérito que necesitamos. En su muerte expiatoria está toda la liberación de la culpa y la condenación que necesitamos. Solo él merece la gloria, el aplauso. Y la verdad es que lo merece, no solo por lo que ha logrado en nuestro favor, poniendo nuestra salvación sobre bases realmente firmes, inmutables, seguras, sino también por aquello que lo motivó a conquistar estos logros por nosotros: su amor insondable. Es el amor de Jesús el que merece toda la gloria. Él sí la merece. Por el contrario, cuando entendemos cuán manchadas de pecado, de motivaciones egoístas, están incluso las mejores de nuestras buenas obras y nuestra obediencia, llegamos, con Lutero, a la conclusión de que “no merecen sino ser echadas en el infierno”. Las únicas buenas obras y la única obediencia que sí merecen la alabanza de Dios y ser contadas para nuestra aceptación por parte de Dios, nuestra justificación y nuestra salvación son las obras y la obediencia de “otro” (justicia foránea, diría Martín Lutero), las de Cristo. Por eso, otro de los principios de la Reforma, junto con Sola Scriptura (solo la Biblia), Sola gratia (solo por gracia), Solus Christus (solo por Cristo) y Sola fide (solo por fe), es Soli Deo gloria (la gloria es solo de Dios).
Este darse cuenta y sentir que la gloria solo pertenece a Cristo nos lleva a eliminar de nuestro corazón las actitudes serviles hacia lo humano, hacia la “mirada del otro”, hacia la aprobación y el aplauso humanos: “por quien [Cristo] el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”. Ya no buscamos ser glorificados ni por la sociedad ni por la iglesia. Solo deseamos que cada acto que realicemos, cada palabra que pronunciemos, sea para la gloria del Crucificado. Con Juan el Bautista, nuestro sentir será: “Es necesario que él [Cristo] crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30).
Cuántas cosas hacemos, aun en nuestra vida religiosa, con la motivación secreta, consciente o inconsciente, de recibir la aprobación de los hombres, o su aplauso; el ser glorificados por la comunidad que nos rodea. Pero cuando tomamos conciencia, por un lado, de nuestra verdadera condición pecaminosa y sus alcances degradantes aun después de la conversión, y por otro lado de la grandeza moral de Jesús y los alcances de su amor y la salvación lograda por él en la Cruz, sentimos que no hay nada en nosotros que merezca la alabanza de los hombres y que toda la gloria es para Jesús. Y ya no nos desgastamos interiormente tratando de buscar ni la aprobación de los hombres, ni que nos glorifiquen.
“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (Gál. 6:15).
Hoy, podríamos traducir esto como: en Cristo Jesús, no es tu cumplimiento estricto de las normas de la iglesia, del “estilo de vida” adventista lo realmente valioso, sino “una nueva creación”; es decir, una genuina experiencia de renovación interior por el Espíritu Santo. Ese mismo Espíritu que, junto con el Padre y Jesús, ha tenido tanto poder como para crear el universo ex nihilo (de la nada, sin depender de materia preexistente), también tiene el poder suficiente para, desde nuestra nada espiritual y moral, nuestra falta absoluta de mérito ante Dios, crear un nuevo ser espiritual en nosotros, a la semejanza del Creador.
“Y a todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios” (Gál. 6:16).
Hay una promesa de paz y misericordia para quienes acepten el evangelio de la gracia mediante el sacrificio de Cristo. Quien depende de sus méritos no puede tener paz, porque si no se autoengaña acerca de su condición pecaminosa se dará cuenta de que nunca podrá “dar con la talla” y ser justificado por lo que él es o lo que él hace. Pero, el que descansa en los méritos de Cristo deja de luchar para ser aceptado por Dios y para sentirse en paz con su conciencia. Tiene paz y se refugia en la misericordia de Dios, y no en sus méritos. Sabe que, en última instancia, es salvado por misericordia, por perdón, y no por impecabilidad.
“De aquí en adelante nadie me cause molestias; porque yo traigo en mi cuerpo las marcas del Señor Jesús” (vers. 17).
Pablo tenía muchos motivos para hablar con autoridad moral y espiritual. Pero uno de estos motivos tan fuertes es que había dado testimonio de la sinceridad y veracidad de su vocación apostólica al jugarse el todo por el todo por Jesús. Un falso profeta o apóstol retrocede ante el peligro, ante la persecución, porque en el fondo sabe que lo que está predicando es un engaño. Pero Pablo no tuvo empacho en enfrentar persecución, apredreamientos, naufragios, azotes y cárceles con tal de llevar el mensaje de salvación a otros. En su propio cuerpo, en las laceraciones de su espalda, tenía las marcas de los vituperios que sufrió por causa de Cristo y de las almas que quería salvar.
“Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén” (vers. 18).
¿Qué otro deseo supremo podría tener Pablo hacia los gálatas y hacia los que leemos su epístola? Que la gracia de Jesús –su amor misericordioso, que no merecemos– nos acompañe en todo nuestro peregrinaje terrenal. Es nuestra mayor necesidad, porque no hay un momento en que no estemos manchados por nuestra naturaleza pecaminosa, aun cuando el Espíritu de Dios realiza transformaciones maravillosas en nosotros. No hay un momento en que no necesitemos su gracia para ser sostenidos en medio de las luchas de la vida, de los sufrimientos y del combate contra las fuerzas del mal. Dependemos enteramente de esta gracia que, por definición, nos es dada no porque la merezcamos, sino porque la necesitamos.
Que el estudio de este trimestre nos haya ayudado a vivir con mayor alegría y entusiasmo nuestra vida cristiana, sabiendo que en todo momento contamos con el amor de Dios y la seguridad de la salvación, comprada al precio infinito de la sangre de Cristo, y sabiendo que tenemos una herencia, en los cielos, preparada para nosotros para cuando Jesús regrese a buscarnos. Que nos encontremos todos en el Hogar celestial en ese día glorioso.
COMENTARIOS DE MARTÍN LUTERO
“Lo mismo lo había dicho el apóstol ya en el capítulo 5 (vers. 3), a saber, que ‘el que se circuncida, está obligado a guardar toda la ley’. Pues, aunque circunciden su carne exteriormente, no obstante, no cumplen ni esta ley de la circuncisión ni otra ley alguna, porque todo cuanto hacen lo hacen no con alegría de espíritu sino por temor a la Ley que los amenaza. Pero ya se ha dicho más de una vez: cumplir la Ley sin libre disposición del ánimo es lo mismo que no cumplirla; antes bien, es un mero simulacro de cumplimiento de la Ley. Pues lo que no es hecho voluntariamente, ante Dios y en verdad no es hecho, sino que solo aparece como hecho ante los ojos de los hombres. Una vez más, el apóstol afirma sin titubeos que todos los que se circuncidan y cumplen cualquier ley con sus propias fuerzas son transgresores de la ley. Y una vez más refuta a nuestros teólogos que sostienen que las obras hechas sin la gracia del Espíritu son al menos ‘moralmente buenas’ y son un cumplimiento de la Ley en lo que toca a la acción exterior como tal, no siendo por lo tanto pecados ni contrarias a la Ley. Sin embargo, esta sentencia permanece firmemente en pie: la voluntad y la alegría de espíritu que lleva al cumplimiento de la Ley se obtiene sola y exclusivamente por la fe en Cristo; todos los demás (los que no tienen esta fe) odian la Ley y son por ende culpables de transgresión”.
“Lo que Pablo quiere decir con esto es: ‘Gloríense aquellos en la sabiduría, la virtud, la justicia, las obras, la enseñanza, la Ley, o aun en vosotros y en otros seres humanos cualesquiera. Yo por mi parte me glorío en que soy tonto, pecador, débil, colmado de padecimientos y hallado como hombre sin Ley, sin obras, sin justicia procedente de la Ley, sin nada de nada, excepto que tengo a Cristo. Mi deseo y mi alegría es que a los ojos del mundo yo sea ignorante, malo y culpable de todos los crímenes’. Así lo expresa el apóstol también en 2 Corintios 12 (vers. 9): ‘De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que habite en mí el poder de Cristo’. Pues la cruz de Cristo ha condenado todo lo que el mundo aprueba, incluso la sabiduría y la justicia, como se lee en 1 Corintios 1 (vers. 19): ‘Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos’. Y Cristo dice en Mateo 5 (vers. 11): ‘Bienaventurados sois cuando los hombres os vituperen’ y ‘cuando desechen vuestro nombre como malo, y os llenen de reproches’ (Luc. 6:22). He aquí, esto significa no solo ‘ser crucificado juntamente con Cristo’ (Gál. 2:19) y ‘ser participantes de la cruz de Cristo y de sus padecimientos’ (1 Ped. 4:13) sino hasta gloriarse en ello y acompañar a los apóstoles en su gozo ‘de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre’ (Hech. 5:41). Aquellos empero que por causa del nombre de Jesús apetecen y reciben honores, riquezas y placeres, y luego rehúyen el desprecio, la pobreza y los padecimientos, ¿se glorían estos realmente en la cruz de Cristo? Antes bien se glorían en el mundo y, sin embargo, toman el nombre de Cristo por pretexto y lo convierten así en objeto de burla. ‘Ser crucificado al mundo’ significa, por lo tanto (como Pablo ya lo explicó en el capítulo 2), que ‘ya no vive él, mas, vive Cristo en él’ (vers. 20); que él ‘ha crucificado la carne con sus vicios’ (cap. 5:24) y la ha sujetado al espíritu. El espirito, empero, ‘pone la mira no en las cosas de la tierra’ (Col. 3:2) y en las que son de este mundo, ni siquiera en sus diversos tipos de justicia y sabiduría, sino que se gloría en no poseer nada de esto ni sentirse afectado por ello, ya que su seguridad de salvarse está basada en Cristo solo.
“Que ‘el mundo le es crucificado’ significa que lo que vive en los hombres es el mundo y no Cristo; que ese mundo tampoco ‘pone la mira en las cosas de arriba’, como lo hace el apóstol (Col. 3:2), sino que se gloría en vivir en la abundancia en este siglo, en obtener riquezas, y en depositar su esperanza en el hombre. Así, pues, ni Pablo hace y piensa lo que agrada al mundo, ni el mundo hace y piensa lo que le agrada a Pablo: Ambos están muertos el uno para el otro y crucificados; ambos se desprecian y detestan recíprocamente”.
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