EL GRAN SACRIFICIO

¿Por qué Jesús es llamado “hijo de Abraham”?

Si bien en el Evangelio de Mateo se menciona en más de una ocasión que Jesús es el “hijo de David” (Mat. 9:27; 12:23; 15:22; 20:30, 31; 21:9, 15), solo una vez este lo llama “hijo de Abraham” (Mat. 1:1). Es crucial resaltar que, de todos los evangelios, esta designación solo sucede en Mateo. Por eso, el objetivo de este breve artículo es comprender de manera contextual el significado de esta expresión, utilizando lo que actualmente se conoce como intertextualidad bíblica.

¿A qué nos referimos con esto? La intertextualidad es el método que identifica y examina la vinculación literaria que existe entre el Nuevo y el Antiguo Testamento. Esto se hace analizando las referencias a eventos o personajes, a menudo implícitas, que surgen entre ambos textos. Al establecer un diálogo entre estos dos testamentos, podremos entender el motivo por el cual Jesús es hijo de Abraham.

Veamos.

Al examinar el Antiguo Testamento, observamos que Dios le promete a Abraham que todas las naciones de la Tierra serían “benditas en [su] simiente” (Gén. 22:18). Pablo comprende el término “simiente” como una alusión al Mesías (Gál. 3:16; Gén. 22:18). Así, Jesús representa el cumplimiento mesiánico predicho por los profetas (Juan 7:42; Hech. 2:29, 30; Luc. 1:32, 69). Entonces, si Jesús sería descendiente de Abraham, por consiguiente, puede ser identificado como su hijo.

La promesa divina de que las “naciones de la tierra” serían benditas en la simiente de Abraham (Gén. 22:18) ocurre de manera plena en el Evangelio de Mateo, tras la resurrección de Jesús. Luego de que Jesús resucita, leemos que él instruye a sus seguidores para que evangelicen “a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat. 28:19). Las naciones citadas hacen —evidentemente— referencia al mundo gentil (que, de acuerdo con el Evangelio de Mateo, empiezan a recibir las bendiciones mesiánicas antes de que Jesús resucite y envíe a sus discípulos al mundo).

Alrededor del tiempo de su nacimiento, Jesús recibe la visita de magos gentiles, que llegan del Oriente para rendir honores al rey de los judíos que había nacido (Mat. 2:1-12). Posteriormente, un centurión romano confiesa que la capacidad para sanar de Jesús no tiene restricciones físicas, lo que provoca el asombro de Jesús. En ese momento, el Maestro de Galilea proclama que “muchos del oriente y del occidente” vendrán “y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos” (Mat. 8:11).

La inclusión del término “muchos” en el banquete con Abraham señala que, para Jesús, los gentiles también forman parte de la bendición mesiánica. Esto es indudablemente evidente en la narración sobre la mujer cananea, a quien —al igual que al centurión— también le son otorgadas las bendiciones mesiánicas (Mat. 15:21-28).

Además de lo expuesto anteriormente, no se debe ignorar la conexión intertextual implícita entre Isaac, el hijo de Abraham (Gén. 21:1-7; Mat. 1:2), y Jesús, el Hijo de Dios (Mat. 1:1; 3:17; 4:3). De la misma forma que Isaac, Jesús es llevado a un monte para ser sacrificado (Gén. 22:1-18; Heb. 9:11-28). No obstante, en contraposición a Isaac, Jesús fue sacrificado y experimentó la muerte (Gén. 22:12-14; Mat. 27:50).

Es importante recordar que, cuando Dios instruye a Abraham para que no extienda su mano sobre Isaac, el patriarca percibe que a sus espaldas se encontraba un carnero sujeto a un zarzal por sus cuernos. Él lo recoge y lo ofrece en sacrificio. Mateo nos comunica que Jesús es la representación tangible de ese animal (Gén. 22:12-14).

En consecuencia, como descendiente de Abraham, Jesús asumió la posición del animal que suplantó a Isaac (Gén. 22:12- 14; Rom. 5:8). Al realizar esto, no solo se transformó en el sacrificio concedido para la liberación de su pueblo y de toda la humanidad, sino también (y gracias a ese sacrificio) podemos experimentar hoy en él todas las bendiciones mesiánicas prometidas a Abraham.

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