Un asilo de esperanza en tiempos violentos.
La orden de un simulacro de ataque siempre venía acompañada de una especie de escalofrío inédito. Yo tenía 9 años y aunque vivíamos a más dos mil kilómetros de las Islas Malvinas (en San Nicolás, Buenos Aires) en la escuela nos enseñaban qué hacer ante una amenaza bélica. Estábamos en 1982 y la guerra entre Argentina e Inglaterra era tapa de todos los diarios.
De una manera o de otra, todos hemos estado cerca de una guerra (esa “soledad infinita” al decir de Camus), hemos llorado por las pérdidas humanas y materiales y nos hemos conmovido ante el dolor propio y ajeno al escuchar testimonios o ver imágenes y filmaciones.
Este es un mundo de guerras. Fue así desde Apocalipsis 12:7-12. La contienda entre Miguel y Lucifer se trasladó a la Tierra. Desde entonces, el conflicto entre el bien y el mal es inevitable. No hay lugar para la neutralidad. Por eso, todos aquellos fieles de Dios que se pusieron de parte de la verdad fueron calumniados, perseguidos, arrestados, torturados y muertos.
En medio de este enfrentamiento universal, la Biblia nos brinda armamentos en forma de promesas para defendernos y resistir. Son una especie de paraguas para poder seguir cantando bajo la lluvia de misiles. Uno de ellos es el Salmo 46, quien presenta varios tipos de amparos en su introducción y sus tres cantos.
Un amparo contra el pasado. El sobrescrito afirma que este Salmo fue compuesto por los descendientes de Coré, quién había muerto por el castigo infligido debido a la rebelión contra la autoridad de Moisés (Núm. 16:1-35). Más allá de este deshonroso currículum de su antepasado, ellos pudieron sobreponerse y servir cual levitas fieles. Llegaron incluso a posiciones de liderazgo en los servicios religiosos del templo (1 Crón. 6:22 y 9:19). Los errores pretéritos no tienen por qué inducirnos a seguir tomando un camino pervertido. En Dios siempre hay perdón y nuevas oportunidades.
Un amparo contra la inestabilidad. Los versículos 1 al 3 presentan una poética metáfora de un mundo convulsionado que se desacomoda y destruye. Los montes arrancados, y luego plantados en el mar, dan cuenta de fenómenos movedizos que conmocionan, revolucionan y afectan la naturaleza y la vida. Las aguas bravas nunca serán más fuertes que la proyección divina. La turbulencia dura lo que duele una nube pasajera, pero el resguardo de Jehová es eterno.
Un amparo contra la falsedad. Los versículos 4 al 7 describen el porqué de esa seguridad: Dios está en su Santuario. Él está atento, vigilante e intercede por nosotros. Podemos (man)tener la alegría aun en medio de la tempestad como lo hizo Jacob. El más vil de los patriarcas, simulador y mentiroso como “su padre el diablo” (Juan 8:44), se transforma en Israel luego de la experiencia de Peniel. Él vio a Dios y fue librado (Gén. 32:30). Y aunque su nombre (y su carácter) fue cambiado, aquí se elige seguir llamándolo Jacob a fin de resguardar su origen y exaltar la gracia de Dios.
Un amparo contra la inquietud. Los versículos 8 al 11 realizan una invitación casi inverosímil: detenerse a contemplar las obras de Dios en medio de un tsunami, estar quietos y dedicarse a conocer al Creador. Las menciones bélicas de arcos, lanzas y carros revelan que se está en medio de un campo de batalla, pero que la victoria sobre el mal ha sido total. Y la estrofa se cierra repitiendo: “Nuestro refugio es el Dios de Jacob” (8, 11).
El sábado 1º de abril, la Iglesia Adventista en Sudamérica repartió masivamente un libro que cuenta acerca de la guerra más cruel del universo, pero que también revela la esperanza más grande del ser humano. Se trata de El conflicto de los siglos. En las páginas 696 y 697 de este libro se dice que el pueblo de Dios en el tiempo final de angustia encontrará especial consuelo en el Salmo 46. Repartir este libro es mostrarles a las personas ese amparo que tanto necesitan.
La guerra siempre es feroz y nos vuelve más frágiles (y, a la vez, nos hace más fuertes en muchos sentidos). Así, somos como pequeños guijarros erosionados por las calamidades (y, a la vez, pulidos gracias a ellas). Los historiadores cuentan que cuando estaba en mayor tribulación Lutero solía exclamar: “Cantemos el Salmo 46 y luego dejemos que el diablo haga su mejor esfuerzo”. Si leemos con fe este salmo y repartimos con oración el libro misionero el enemigo, sin duda, tendrá de qué preocuparse. RA
Cuanta esperanza y seguridad nos da este salmo, Alabado sea el Señor de los ejércitos!!
Gracias por tenernos informados. Y así no ser ajenos al mundo que nos rodea .