El Salmo 36, un eco de la Navidad.
El 19 de noviembre pasado, Utqiagvik se llenó de tinieblas. Este pequeño pueblo de Alaska (ubicado a 530 kilómetros del Círculo Polar Ártico) no volverá a ver la luz del Sol hasta el 22 de enero de 2025. Este fenómeno es conocido como la noche polar y ocurre debido a la inclinación del eje terrestre, que provoca que las regiones cercanas a los círculos polares se mantengan alejadas de la luz solar durante largos períodos. Las casi cinco mil personas que habitan en el lugar han aprendido a vivir con la oscuridad. La total ausencia de luz solar afecta no solo la vida diaria, sino también el clima local, que se caracteriza por temperaturas bajo cero.
La vida en Utqiagvik no es fácil. Tampoco lo es en este planeta Tierra, donde las tinieblas del pecado arruinaron el divino plan perfecto para la raza humana. Alejados del “Sol de justicia” (Mal. 4:2), quedamos sumergidos en el frío helado del pecado, cuya fatal consecuencia es la muerte (Rom. 6:23).
Sin embargo, un día llegó nuestro “22 de enero”. Jesús, quien también fue el creador de este mundo, vino a esta Tierra como un bebé, pero “en él estaba la vida, y esa vida era la luz de los hombres” y “la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la extinguieron” (Juan 1: 4, 5). Él es la Luz del mundo (Juan 8:12).
Es cierto que no sabemos la fecha exacta del nacimiento de Jesús. Algún lector desprevenido podrá pensar que se trata del 25 de diciembre, pero esta designación no es más que un hábil artilugio devenido del paganismo. Elena de White lo clarifica: “Se dice que el 25 de diciembre es el día en que nació Jesucristo, y la observancia de ese día se ha hecho costumbre popular. Sin embargo, no hay seguridad de que estemos guardando el día preciso en que nació nuestro Salvador. La historia no nos da pruebas ciertas de ello. La Biblia no señala la fecha exacta. Si el Señor hubiese considerado tal conocimiento como esencial para nuestra salvación, habría hablado de ello por sus profetas y apóstoles, a fin de dejarnos enterados de todo el asunto. Por lo tanto, el silencio de las Escrituras al respecto nos parece evidencia de que nos fue ocultado con el más sabio de los propósitos” (El hogar adventista, p. 415).
Más allá de esto, hay un salmo que ejemplifica cómo opera el amor y la justicia divinos. Sí, en sus maravillosos 12 versículos, el Salmo 36 deja registrado en miniatura el plan de salvación.
1-El abismo decadente de la condición humana (vers. 1-4). No hay ni buenas decisiones ni felicidad en el pecado. Mucho menos un futuro promisorio. Todo es un decadente tobogán hacia la nada. Como para el pecador “no hay temor de Dios delante de sus ojos” (vers. 1, RVR 1960), se elogia ante su propia iniquidad. En los libros sapienciales, carecer de temor a Dios implica no reverenciar su nombre ni obedecer sus mandamientos. Seguramente, Pablo abreva de este versículo 1 para escribir Romanos 3:18.
2-La cima gloriosa del amor de Dios (vers. 5-9). Nos encontramos aquí ante una solución inigualable a nuestro problema del pecado. “Jehová, hasta los cielos llega tu misericordia, y tu fidelidad alcanza hasta las nubes” (vers. 5, RVR 1960). Si bien muchas versiones clásicas traducen la palabra hebrea hesed como “misericordia”, la mayoría de los eruditos en hebreo sostiene que la mejor traducción para este término es “amor”. Por eso, en la Versión Reina-Valera 2000 Actualizada dice: “Señor, tu amor llega hasta los cielos, tu fidelidad hasta las nubes”. El amor de Dios implica mucho más que compadecerse por lástima de un sufrimiento. El amor divino es absolutamente inmenso e inentendible y “alcanza hasta las nubes” (vers. 5, RVR 1960). Según A. Clarke, esta expresión en hebreo se refiere “a las regiones eternas sobre todo el espacio visible”.
Ante este amor ilimitado e inmerecido, nos unimos con gratitud y loor al coro de ángeles que en las colinas de Belén cantaban: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, entre los hombres de buena voluntad” (Luc. 2:14).
3-La sabia petición de un pecador redimido (vers. 10-12). Si la Navidad para nosotros se limita a festejar con abundante comida, brindar a las 12 de la noche, decorar con gastos innecesarios nuestro hogar y comprar costosos regalos, no hemos entendido nada.
La venida del Salvador a este mundo tuvo el propósito de justificarnos del pecado y habilitarnos así para iniciar el camino de la santificación a fin de preparar nuestro carácter para el Reino de los Cielos. No limitemos la obra de Cristo solo a su nacimiento. Él vivió una vida perfecta, murió en la cruz y resucitó al tercer día. Ahora, está en el Lugar Santísimo intercediendo por nosotros, y muy pronto volverá a buscarnos en gloria y majestad. Hoy más que nunca debemos hacer nuestra la oración del salmista a fin de estar alejados de la oscuridad del pecado y contarles a otros del amor de Dios.
En esta Navidad centrémonos en Jesús y hagamos realidad el versículo 9 de este Salmo: “De ti brota el manantial de la vida, y en tu luz vemos la luz”. Que nada ni nadie brille más que él, la auténtica Luz del mundo.
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