CÓMO OBTENER LA SANTIDAD

¿Cómo puede llegar a ser santo un ser humano imperfecto y pecador como yo?

¿Qué te viene inmediatamente a la mente cuando piensas en la santidad? Las imágenes de santidad que existen en la cultura contemporánea tienden a reflejar el dualismo alma-cuerpo. Dentro de este paradigma, a menudo se piensa que el Cielo es blanco y estéril, como la sala de un hospital que ha sido perfectamente desinfectada. Las almas inmateriales flotan sobre nubes inmateriales. Mientras tanto, se espera que los que aún no han muerto, pero aspiran a ser santos, se priven de las cosas físicas.

¿Hindúes? ¿Católicos? ¿Musulmanes? Cada una de estas tradiciones hace hincapié en distintos grados de separación del mundo físico como medio para liberarse del mal. Seamos o no de estas religiones, es fácil asimilar su mensaje subyacente: el pecado procede del mundo que nos rodea y no de nuestro interior. El resultado de compartimentar la vida de esta manera es la suposición de que podemos escapar del pecado escapando del mundo.

Por supuesto, el cristianismo no siempre enseñó esto. El dualismo alma-cuerpo solo llegó gradualmente a la iglesia primitiva a través de la influencia de la filosofía griega. Sin embargo, en el siglo IV d.C., la idea de que podemos llegar a ser santos huyendo del mundo y negándonos al cuerpo había dado origen al ascetismo. Los ascetas cristianos empezaron a hacer votos de celibato. Algunos ascetas extremos se torturaban a sí mismos autoimponiéndose el confinamiento solitario y extraños castigos.

Por ejemplo, Simeón el Estilita vivió en lo alto de una columna de 15 metros durante 37 años sin ningún tipo de protección contra las inclemencias del tiempo. Con el tiempo, el ascetismo evolucionó hasta convertirse en el monasticismo con el que estamos familiarizados hoy y, en muchos sentidos, sigue conformando nuestra forma de pensar sobre el pecado y la santidad.

El dualismo alma-cuerpo asegura que es relativamente alcanzable liberarse del pecado mediante el esfuerzo personal. Uno solamente tiene que intentar hacer buenas acciones hasta que la muerte libere finalmente el alma inmortal del cuerpo corrupto. Sin embargo, los adventistas no somos ascetas. Creemos que nuestros cuerpos físicos importan mucho y que tendremos cuerpo en el Cielo. Cuando asumimos erróneamente que el pecado es causado por el mundo físico externo, acabamos con un problema que otras religiones no encuentran. ¿Cómo podemos liberarnos del pecado si nuestro cuerpo y nuestra alma son inseparables? Algunos movimientos han intentado resolver este problema enseñando que tenemos que dejar casi todas las formas de asociación con el mundo. Sin embargo, no importa cuánto nos alejemos del mundo si el pecado no se aleja de nosotros. Cuando Martín Lutero entró en la vida monástica, descubrió que seguía siendo envidioso, impaciente e  impulsivo.

Liberarse del pecado implica mucho más que separar el cuerpo del mundo. Aunque los pecados cultivados estuvieran perfectamente superados, seguiríamos encontrándonos sujetos a emociones e impulsos que dan testimonio de un problema mucho más profundo. Jesús esbozó este problema explicando: “Lo que sale del hombre, eso lo contamina. Malos pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricias, maldades, engaño, vicios, envidias, chismes, soberbia, insensatez; todas estas maldades de dentro salen, y eso contamina al hombre” (Mar. 7:20-23).

Santiago se hizo eco de esta enseñanza cuando dijo: “Cada uno es tentado cuando es atraído y seducido por sus propios malos deseos” (Sant. 1:14). Aunque es cierto que todo lo que Dios creó al principio era bueno, y que los deseos naturales de Adán y Eva también eran buenos, ellos cayeron. Satanás pudo tentar a Adán y a Eva pervirtiendo sus buenos deseos, del mismo modo que más tarde intentaría tentar a Jesús.

Estas tentaciones fueron resistibles porque Adán y Eva, así como Cristo, no amaban el pecado y no tenían deseos malos que pudieran ser despertados. Si Satanás se hubiera acercado directamente a Eva y la hubiera incitado sin artimañas a desobedecer a Dios, ella habría huido despavorida. Del mismo modo, aunque Jesús fue tentado como nosotros, “como ser inmaculado, su naturaleza rehuía el mal” (Elena de White, El camino a Cristo, cap. 11, p. 93).

Los dos artículos que siguen tratarán de brindar un poco de luz respecto de este tema.

CRISTO EN MÍ

El pecado y su solución

Por Esther Louw

El Edén terrenal nos quedó lejos. Pero, como nuestros primeros padres, también somos tentados por la perversión de buenos deseos. Sin duda somos tentados por malos deseos que ni Adán ni Eva tuvieron antes de la Caída ni Jesús sintió nunca. Ni siquiera necesitamos a Satanás para que nos vengan a la mente estos malos deseos. Son naturales para nosotros y, como sugiere Pablo, son parte de nuestra carne. Aunque Satanás ciertamente nos tienta, también somos capaces de tentarnos a nosotros mismos, porque “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jer. 17:9). Atrapados como estamos por nuestra propia pecaminosidad inherente, “no tenemos ningún enemigo exterior a quien debemos temer. Nuestro gran conflicto lo tenemos con nuestro yo no consagrado. […] Vence al yo, y vencerás al mundo” (Elena de White, Carta 13, 1900).

Esto nos deja una pregunta candente. Puesto que somos la fuente de nuestros propios pecados y no podemos escapar de nosotros mismos, ¿cómo podemos conquistar nuestro yo y liberarnos del pecado?

En primer lugar, es importante que reconozcamos que Dios sí pretende liberarnos del pecado en esta vida. Pablo afirma en sus epístolas que somos libres en Cristo. Dirigiéndose a los que han tenido una experiencia de conversión, Pablo utiliza el tiempo pasado para describir esta libertad. No se trata de algo que nos espera en el Cielo, sino de algo para lo que Dios ya ha hecho provisión. Tampoco se trata de una libertad de “una vez salvo, siempre salvo”. Por el contrario, Gálatas 5 deja claro que los cristianos a los que Pablo les escribía que habían sido liberados seguían luchando contra “los deseos malos de la carne” (vers. 16). Pablo ofrece una larga lista: “Adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, explosiones de ira, contiendas, divisiones, sectarismos, envidias, homicidios, borracheras, orgías y cosas semejantes” (vers. 19-21).

En otras palabras, los deseos de la carne de los que Pablo está hablando son las mismas cosas que Jesús dijo que salen “del hombre” y lo contaminan. Los cristianos gálatas, como muchos cristianos de hoy, evidentemente estaban atrapados en una zona nebulosa. Habían sido liberados del pecado, pero en ese momento no estaban experimentando esa libertad.

La solución a todo esto es: “vivan según el Espíritu, y no satisfarán los deseos malos de la carne” (vers. 16). A veces hablamos de este pasaje casi como si pensáramos que Pablo estaba defendiendo el dualismo cuerpo-alma. Si sometemos nuestro cuerpo, pensamos algunos, y escuchamos al Espíritu Santo que habla a nuestra “alma”, entonces todo lo que tenemos que hacer es obedecer a esa voz apacible y suave, y seremos capaces de anular los deseos de nuestro cuerpo. El problema con este punto de vista es que sobreestima enormemente el valor de nuestras buenas intenciones. Somos hijos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Poseemos tanto buenas intenciones como malos pensamientos, pero nuestras buenas intenciones no tienen poder para superar totalmente nuestros malos pensamientos. El nuestro no es un problema de no saber o no querer lo que es correcto. Es un problema de querer lo que es malo.

Lo que necesitamos es un poder exterior a nosotros que sea capaz de transformarnos y alinear nuestros deseos con la voluntad de Dios (Elena de White, El camino a Cristo, cap. 2, pp. 16, 17). A esto se refiere Pablo cuando nos dice que vivamos según el Espíritu. Quiere decir que debemos entregarle al Espíritu Santo el poder de control sobre nosotros mismos: “Porque la carne desea contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne […] para que ustedes no hagan lo que quisieran” (vers. 17). Nuestros cuerpos y mentes moralmente corruptos están constantemente librando una guerra contra el Espíritu Santo. Mientras conservemos el control moral sobre nosotros mismos, nunca podremos vivir la vida de Cristo. Podemos muy bien querer hacer el bien y querer obedecer a Dios, pero nuestros corazones naturales también quieren hacer el mal y nos defraudarán cada vez. Por eso, alguien que confía en su corazón natural y que no quiere ver pornografía nunca más inexplicablemente se encuentra haciendo precisamente eso. Por eso un padre agotado les grita a sus hijos a pesar de que los ama. Por eso una persona espiritual que tiene la intención de pasar tiempo en oración se da cuenta media hora más tarde de que en realidad está viendo videos de YouTube. El bien que queremos y el mal que también queremos no pueden coexistir pacíficamente.

Entonces, para “andar en el Espíritu” (vers. 25), se requiere que hayamos “crucificado la carne con sus pasiones y malos deseos” (vers. 24). Esto no significa que simplemente ignoremos nuestras pasiones y deseos y pretendamos que no existen. Por el contrario, significa que decidimos ponerlos a los pies de Jesús, morir “a su dominio” para poder “servir en la vida nueva del Espíritu” (Rom. 7:6, RVC). Significa reclamar la muerte de Cristo en la cruz como propia por la fe e invitar a que su presencia habite en nosotros. Significa una nueva forma de pensar: “Porque los que viven según la carne piensan en los deseos de la carne; pero los que viven según el Espíritu piensan en los deseos del Espíritu” (Rom. 8:5). El nuevo nacimiento del que Jesús le habló a Nicodemo es la nueva vida que vivimos cuando morimos con él en la cruz por la fe y resucitamos espiritualmente con él. Esta no es una experiencia en la que recibimos una naturaleza no caída. Ese es un regalo reservado para la glorificación. Pero es una experiencia en la que se nos da la oportunidad de que Cristo viva vicariamente a través de nosotros. En él, llegamos a “participar de la naturaleza divina” y huimos “de la corrupción que está en el mundo por causa de los malos deseos” (2 Ped. 1:4). La buena noticia del evangelio es que podemos liberarnos del pecado, no por nosotros mismos, sino gracias a la vida de Cristo que nos da el Espíritu Santo.

Vivir en el Espíritu

Pablo concluye sus argumentos en Gálatas 5 explicando que cuando el Espíritu Santo tiene control sobre nuestra vida, automáticamente produciremos “fruto”, que equivale a un cambio de vida. Gracias al poder de Dios que actúa en nosotros, nuestra vida demostrará “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio” (Gál. 5:22, 23).

En otras palabras, la vida en el Espíritu no es una experiencia pesada y ascética en la que ignoramos nuestro cuerpo o nuestras necesidades físicas. No se nos exige que nos torturemos, que hagamos penitencias o que nos alejemos de las interacciones significativas con el mundo que nos rodea. El pecado es un problema íntimo que habita en nosotros. Requiere una solución íntima que también pueda habitar en nosotros.

En el momento en que invitamos a Cristo a entrar en nuestro corazón y en nuestra vida, empezamos a experimentar la liberación del pecado y a descubrir –día a día– que nuestros malos deseos son suplantados por el amor. “¿A quién llama suyos Cristo? A los que han crucificado la carne con sus pasiones y malos deseos. ¿Lo han hecho ustedes? Oh, Dios quiera que lo hagan, si no lo han hecho. Si están viviendo o permaneciendo en la Vid verdadera, vivirán según el Espíritu. Dondequiera que vayan, manifestarán ese Espíritu. Y, al contemplarlo, llegarán a ser semejantes a él” (Elena de White, Manuscrito 20, 1888).


Esther Louw, está terminando una maestría en Historia Eclesiástica en la Universidad Andrews. Ha trabajado como obrera bíblica y colportora en Australia, Líbano y Estados Unidos, y le apasionan tanto la historia como la teología.


VENCIENDO LA TENTACIÓN

POR JAY GALLIMORE

Con nuestros antecedentes, podemos sentirnos abrumados cuando nos enfrentamos a las enseñanzas de Pablo y de Juan. Veamos: “¿Perseveraremos en pecado para que abunde la gracia? ¡De ninguna manera!” (Rom. 6:1, 2) y “Esto les escribo para que no pequen” (1 Juan 2:1). ¿Es un objetivo imposible para personas como nosotros? Todos somos conscientes de la miseria espiritual en la que vivimos: nuestra naturaleza es egoísta, tenemos miles de tentaciones, Satanás y sus ángeles malignos merodean por todos lados y ¡ni hablar de un mundo corrupto, que es una cloaca moral! Sin embargo, nuestro Padre celestial no nos ha pedido que hagamos lo imposible. Él es plenamente consciente en la situación en la que estamos (Rom. 3:9-18).

El objetivo

Puesto que todos hemos pecado y tenemos naturaleza carnal, nunca podremos decir (de este lado del Cielo) que somos perfectos. Sin embargo, Cristo y las Escrituras nos llaman a buscar la santidad (Mat. 5:43-48; Heb. 12:14). Y ¿qué es la santidad? Es la semejanza a Cristo. Él guardó la Ley de amor de Dios: los Diez Mandamientos. Muchas personas, con buenas intenciones, se han esforzado por ser vencedores, solo para desanimarse con sus fracasos.

¿Cuál es el objetivo del evangelio? Pablo es claro. Cristo “condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpla en nosotros” (Rom. 8:3, 4). Solo cuando el pecado es condenado en nosotros pueden hacerse realidad esos requisitos. Y el pecado solo puede ser condenado cuando amamos y obedecemos al Salvador por lo que él es y por lo que ha hecho por nosotros.

El cristianismo secularizado a veces canta el himno “Sublime gracia” para excusar o encubrir el pecado. Pero la gracia sublime no solo perdona, sino también vence al pecado en nuestras vidas. La gracia es el enemigo del pecado, no su facilitador. La gracia nos libera del pecado, no en el pecado. Dios, en su gracia, no envió a su Hijo al Calvario para excusar nuestro pecado, sino para vencerlo.

El cómo

Pero ¿cómo se vence el pecado en nuestra vida, dado el enredo en que estamos metidos? Ciertamente, no por nuestra cuenta, ¡ni siquiera parcialmente! Empecemos por donde empezó Jesús. Le dijo a Nicodemo, en Juan 3, que debía “nacer de nuevo”. ¿Qué significa esto? Dios hace un pacto sagrado con nosotros: si confiamos en la muerte y la resurrección de Jesús para pagar por nuestros pecados, entonces él escribirá nuestros nombres en el libro de la vida. Y al mismo tiempo, nos da un nuevo nacimiento espiritual. Este nuevo nacimiento condena el pecado en nosotros porque trae a Cristo a nuestro corazón. Este es el secreto de nuestro poder vencedor. Al estar cubiertos por su gracia, tenemos a “Cristo en [nosotros], la esperanza de gloria” (Col. 1:27; véase también Gál. 2:20). Vencemos al pecado confiando en su gracia y permaneciendo en su amor (Juan 15:10).

Si nuestra justificación fue obtenida por amor y fe genuinos, ¡siempre y sin falta dará a luz la conquista del pecado! Sin nacer de nuevo, ¡estamos indefensos! A este proceso de conquista lo llamamos santificación, o llegar a ser como Jesús en carácter. Juan dice: “El amor de Dios se perfecciona en verdad en el que guarda su palabra; por esto sabemos que estamos en él” (1 Juan 2:5). Cristo quiere que entremos audazmente al Cielo como poderosos conquistadores.

De nuestra confianza en el amor que Cristo nos tiene nace nuestra fe en él. Jesús sabía que su Padre lo amaba. Y, confiado en ese amor, confió en su Padre para que lo guiara a la oscuridad del Calvario. Una oscuridad tan densa que no podía ver a través de ella (Elena de White, El Deseado de todas las gentes, cap. 78, p. 701).

En el jardín del Edén, Satanás fue tras la confianza de Eva en que Dios la amaba. Una vez que ella aceptó que Dios le estaba ocultando algo bueno, perdió su respeto por los mandamientos de Dios. Primero, ella pasó su fe a Satanás y luego cambió su lealtad desobedeciendo a Dios. Una cosa siempre sigue a la otra. Lo mismo sucede con nosotros. Cuando confiamos en su amor, confiaremos en sus mandamientos. Tal fe siempre producirá lealtad que obedece por amor.

La decisión

Juan dice: “Todo el que nace de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe” (1 Juan 5:4). Nuestra fe viva trae al poderoso Conquistador a nuestro lado. Vivir por la fe no es una opción para los cristianos. La fe es el motor principal de nuestro comportamiento. Creer en alguien o en algo siempre dirige nuestras acciones. Me explico. Digamos que hay una congregación sentada cómodamente en la iglesia escuchando un sermón inspirador. Entonces el edificio empieza a temblar violentamente. ¿Qué ocurre con el comportamiento de todos? ¿Por qué corren hacia las salidas? Porque su fe en el edificio ha sido subvertida. La vida se basa en la confianza. Todos los comportamientos, desde conducir nuestros coches hasta casarnos o comprar y vender, ¡viven o mueren en la confianza!

La fórmula para vencer el pecado es sencilla: si amamos a Cristo, confiaremos en sus promesas y guardaremos sus mandamientos. Entonces, la obediencia no será una carga, sino una alegría. Cuando creemos en sus promesas, estamos capacitados para resistir la tentación, incluso en las circunstancias más severas. La gracia no siempre elimina las pruebas para resistir la tentación. Muchos han renunciado a su vida en lugar de ceder.

Sin embargo, son estas mismas dificultades las que han hecho que algunos cristianos abracen a un Jesús débil que excusará sus pecados. Debemos recordar que su poder para liberarnos del pecado es tan grande como su poder para perdonar el pecado. El perdón viene con la liberación, no sin ella.

La tentación es parte integrante del camino del cristiano. “La oración es la llave en la mano de la fe para vencer la tentación” (Elena de White, El camino a Cristo, cap. 11, p. 94). Diariamente, en la oración, necesitamos examinar nuestros corazones. ¿Apreciamos alguna indulgencia pecaminosa que es contraria a los mandamientos de Dios más que a nuestro precioso Salvador? Como el salmista, debemos suplicar: “Dios, examíname” (Sal. 139:23). Cristo nos revelará nuestras debilidades a través de su Palabra y del Espíritu Santo. Esto hará que la tentación no nos tome desprevenidos.

Un día, entrando en una autopista en Michigan (EE. UU.), vi una señal que decía: “No dé un volantazo por los ciervos”. ¿Por qué decía eso la señal? Porque lo natural es dar un volantazo cuando se te cruza un ciervo. Si te desvías a 110 km/h, puedes hacer volcar tu coche y, a esa velocidad, es probable que no sobrevivas.

Si nuestra mente está preparada de antemano, ¡no haremos lo natural cuando la tentación nos sorprenda! José había preparado su corazón para ser leal a Dios antes de que apareciera la mujer de Potifar. Por eso le hablamos acerca de todo a nuestro Salvador. Jesús escuchará nuestras fervientes oraciones pidiendo poder y gracia para resistir el poder seductor de la tentación. Cuando nos vienen malos pensamientos, como a todos, la tentación es acariciarlos en lugar de expulsarlos. Aunque Satanás no puede leer nuestros pensamientos, parece tener la capacidad de crear destellos de ideas o escenas, ayudado por películas, o música o comportamientos pasados. La ayuda divina está solo a una oración de distancia. Cantar un himno o citar las Escrituras en voz alta o en nuestro corazón nos ayudará a superar la tentación. Por la gracia de Dios, podemos elegir lo que pensamos. Nuestras mentes no tienen que ser un tacho para la basura de Satanás.

La motivación

Muchos se ven aquejados por debilidades de carácter que los hacen propensos a la tentación. Por malos hábitos o prácticas, hemos cincelado en nuestro carácter puntos débiles, ayudados por nuestra herencia. Camino al Getsemaní, Jesús hizo una declaración fascinante: “Ya no hablaré mucho con ustedes, porque viene el príncipe de este mundo; pero no tiene nada en mí” (Juan 14:30). A medida que caminamos con Jesús a lo largo del tiempo, la fe actúa a través del amor para arreglar nuestras vulnerabilidades (Gál. 5:6). Cuando estamos bajo el estandarte del amor de Dios y fortalecidos por la gracia, Satanás y el pecado pierden gran parte de su poder para tentarnos. Por supuesto, la tentación no es pecado, ¡pero ceder a ella sí lo es! Y, si llegamos a pecar, ¡tenemos un Abogado que sabe cómo lavarnos!

Pero debemos estar advertidos. No podemos dar por sentada la justificación de Cristo ni el nuevo nacimiento. No podemos albergar amargura o abrigar rebelión en nuestro corazón hacia los mandamientos de Cristo. Hacerlo nos endurecerá el corazón. Disminuirá nuestro amor por Dios y destruirá nuestra fe en él. Entonces elegiremos desechar nuestra justificación y despreciar nuestro perdón. Y, debido al engaño de la naturaleza humana, esto puede hacerse bajo la apariencia de hipocresía mientras se predica o se está sentado en el banco de la iglesia.

Mis recuerdos de la infancia suelen estar llenos del amor abnegado de mi madre. Ella siempre se aseguraba de que nuestra ropa estuviera limpia cuando nos íbamos a la escuela. No siempre era fácil con dos niños llenos de energía. En aquella época, lavar la ropa no era fácil. La lavadora estaba en el porche trasero. Tenía dos rodillos que se mantenían en pie para escurrir el agua una vez terminado el lavado. Y no había secadora eléctrica. Había que colgar las prendas en el tendedero, incluso en pleno invierno.

Un día mi madre me dijo: “Por favor, hijo, intenta mantenerte limpio hoy”. Oí el cansancio en su voz, y en mi corazón de diez años decidí ser más cuidadoso. Nuestra escuela de la iglesia en ese momento estaba temporalmente en el edificio mismo del templo. Mi asignatura favorita era el recreo, y el estacionamiento y el patio eran nuestros parques infantiles. Nos encantaba jugar a la mancha y correr alrededor de la iglesia. La noche anterior había llovido, y teníamos que esquivar los charcos. Pero yo no logré esquivar uno bastante grande. Lo primero que pensé fue en mi madre. ¡Yo la amaba mucho! Cómo me disgustó volver a casa y mostrarle mis pantalones empapados de barro. Pero ella no me regañó. Y a la mañana siguiente me mandó al colegio con unos pantalones limpios. A pesar de que me gustaba jugar, su dulce amor me motivaba, y me volví mucho más cuidadoso con mi ropa. ¡Su amor estaba haciendo crecer mi carácter! Y eso es lo que Jesús hace con nosotros.

No sé ustedes, pero yo he vuelto a la casa de Jesús demasiadas veces con los pantalones empapados del barro del pecado. Y (metafóricamente) puedo oír el cansancio y el dolor en su voz cuando me pide que mantenga mi ropa limpia. La lavadora del Calvario todavía funciona, pero está asociada con el dolor del Maestro de Galilea. Como mi madre, Jesús es muy valioso para mí. Y su amor me motiva a mantener mi ropa limpia. Aun así, aunque sé que él volverá a lavarla, me resulta muy doloroso cuando lo defraudo. Si amamos a Jesús con todo nuestro corazón, ¡su amor nos llevará de fe en fe y de victoria en victoria!

Creo que de este lado del Cielo nunca sentiremos o pensaremos que hemos llegado. Pero podemos obedecer y confiar en su amor, su gracia y su gran poder para mantener su promesa y librarnos, no en nuestros pecados, sino de nuestros pecados.


Jay Gallimore, es un pastor jubilado que sirvió como ministro, administrador, orador y evangelista. Ha sido director ministerial de la Asociación de Michigan y luego secretario ejecutivo y presidente de ese Campo.


Estos artículos se publicaron originalmente en la Adventist Review de mayo de 2024.

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