EL ESPÍRITU SANTO Y UNA VIDA SANTA

6 febrero, 2017

Lección 6 – Primer trimestre 2017

Cuando observamos mínimamente la presentación que se hace sobre el Espíritu Santo en algunos círculos cristianos actuales, el énfasis parece estar puesto en las experiencias extáticas (de éxtasis), emocionales (sentimientos interiores de felicidad, alegría), y de tipo milagroso (como hablar en lenguas extrañas y realizar milagros de sanidad).

Y, por supuesto, es legítimo desear que el Espíritu de Dios nos llene de paz y alegría el corazón, y frente a tanta enfermedad y dolor que hay en el mundo quisiéramos poder ver milagros verdaderos que devuelvan la salud a nuestros enfermos.

Pero, en último análisis, nuestro gran drama como seres humanos, la raíz de todos nuestros males, no son nuestros estados psicológicos displacenteros y ni siquiera nuestras enfermedades físicas o nuestros padecimientos de otra índole. Esas son solo consecuencias del problema de base, que es el pecado.

El pecado tiene dos dimensiones: tiene que ver con una ruptura de nuestra relación con Dios, con un distanciamiento de él, con desconfiar de él e independizarnos de él. Y, estrechamente ligado a esto, entraña un componente marcadamente moral: implica maldad, malicia, degradación moral, falta de integridad, impureza. En su esencia, básicamente egoísmo (cualquier pecado en que pensemos tiene su raíz en el egoísmo, en vivir para el yo), lo contrario del amor. El pecado es, en definitiva, ausencia de amor, contravenir al amor.

En el diseño original de Dios, con el que fuimos creados, éramos imagen y semejanza de Dios (Gén. 1:26, 27). Y, por definición, Dios es amor (1 Juan 4:8) y, como bien señala la lección de esta semana, Dios es SANTO. La santidad de Dios tiene que ver básicamente con su esencia moral, su perfección moral; su absoluta bondad, pureza, rectitud: su amor absoluto. Por nuestra caída, hemos casi perdido esta imagen y semejanza divinas, y ahora poseemos una naturaleza marcada por el egoísmo, y todos los pecados que se derivan de él.

Entonces, nuestra mayor necesidad, como seres humanos caídos, es la de ser restaurados a la imagen espiritual y moral de Dios; en otras palabras, ser restaurados a la santidad original que teníamos antes de la Caída, ser restaurados al amor.

Precisamente, la mayor obra que realiza el Espíritu Santo en nosotros –y por la cual debemos buscarlo y clamar por ella– no es la de tener experiencias extáticas, o presenciar o realizar milagros, sino restaurar en nosotros la imagen de Dios, hacernos santos. Ese es el fin último en su trato con nosotros.

Así lo presentan algunos de los textos bíblicos que aparecieron en la lección de esta semana:

“Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Rom. 8:29).

“Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Efe. 1:4).

“Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efe. 5:25-27).

“Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Efe. 12:14).

Hay también una tendencia moderna en algunos círculos teológicos o en la exposición de algunos predicadores, a presentar un concepto reduccionista de la santidad, limitándolo a solo uno de sus sentidos y vaciándolo de contenido moral. Dicen: “Ser santo es estar apartados para Dios”. Y es cierto, solo que no se menciona apartados de qué, cuando en la Biblia se presenta la santidad como estar apartados, para Dios, del pecado. En otras palabras, la santidad tiene una alta connotación moral. Así lo presenta el apóstol Pedro en su primera epístola:

“Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Ped. 1:14-16).

Notemos que Pedro habla de la santidad como algo que debe afectar nuestros deseos y “toda vuestra manera de vivir”; es decir, toda nuestra conducta moral. No meramente ser apartados para Dios en un vacío moral.

Pedro toma esta expresión, “Sed santos, porque yo soy santo”, de Levítico 19 (y capítulos subsiguientes), donde luego de exhortar al pueblo de Israel diciendo “Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios” (Lev. 19:2), Dios enumera una serie de conductas morales que debían regir la vida cotidiana de los israelitas, así como de sus sacerdotes, de los servicios del Santuario y de las fiestas solemnes, bajo la repetitiva expresión que se intercala una y otra vez en medio de estas normas morales: “Santificaos, pues, y sed santos, porque yo Jehová soy vuestro Dios. Y guardad mis estatutos, y ponedlos por obra. Yo Jehová que os santifico” (Lev. 20:7, 8). “Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos” (Lev. 20:26). “Santos serán a su Dios, y no profanarán el nombre de su Dios, porque las ofrendas encendidas para Jehová y el pan de su Dios ofrecen; por tanto, serán santos. […] Le santificarás, por tanto, pues el pan de tu Dios ofrece; santo será para ti, porque santo soy yo Jehová que os santifico” (Lev. 21:6, 8, referidos a los sacerdotes).

De igual modo, el apóstol Pablo atribuye a la santidad (o santificación) un carácter marcadamente moral, dando un ejemplo práctico de cómo se refleja la santidad en la conducta del creyente; en este caso específico, en su conducta sexual:

“Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor; no en pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios” (1 Tes. 4:3-5).

Podríamos seguir mencionando otros textos, pero lo visto hasta aquí nos muestra el marcado énfasis que Dios pone en su deseo de que sus hijos lleven una vida santa, y que esa santidad afecte y rija toda su conducta y sus relaciones.

Frente a semejantes ideales, alguno de nosotros puede temblar y desanimarse, sintiendo que es imposible alcanzar normas de vida tan elevadas. Sin embargo, aquí es necesario entender dos cosas:

1) Que nuestra aceptación por parte de Dios, nuestra justificación, no dependen de NUESTRA santidad sino de la santidad de OTRO, de Cristo. Es SU santidad (en otras palabras, SUS méritos) lo que Dios ve cuando por fe nos aferramos de los méritos de Jesús y de la expiación realizada por él en la Cruz:

“Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:18, 19; énfasis añadido).

Es la justicia de Uno (Cristo), y la obediencia de Uno (Cristo) lo que Dios pone a nuestra cuenta a la hora de justificarnos, de constituirnos en justos. Es decir, la santidad de Cristo.

Es que, si dependiera de la perfección de nuestra santidad, ninguno de nosotros podría permanecer en pie delante de Dios. Sería un ejercicio frustrante.

Por otro lado, si alguno de nosotros –a semejanza del fariseo de la parábola de Lucas 18:9 al 14– estuviera tan autoengañado con respecto a su propia condición pecaminosa que creyera que es suficientemente santo en sí mismo, esto nos llevaría a la soberbia espiritual, al legalismo, al fariseísmo, y a mirar por encima del hombro a otros seres humanos que –pobrecitos– no son “tan santos” como nosotros. Nos llevaría a la actitud farisaica de sentir y decir con nuestros hechos, cuando no con nuestras palabras, “estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isa. 65:5). La Palabra de Dios nos dice que este tipo de personas, para Dios, “son humo en mi furor, fuego que arde todo el día” (ibíd.).

Por eso, el apóstol Juan nos dice, de manera muy realista:

“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8).

2) Que la santidad de los hijos de Dios es un ideal al que aspirar y proseguir (que nunca alcanzaremos de manera absoluta de este lado de la eternidad), y que entraña un PROCESO y no un producto acabado. Es “la obra de toda la vida” (White) de Cristo en nosotros, con nuestra cooperación.

Estamos enfermos de pecado y, al haber alcanzado nuestro corazón y llevarnos a ese hospital para pecadores que es la iglesia, Dios nos pone en terapia, en un proceso de irnos sanando espiritualmente (al que llamamos santificación), sanidad total que solo se alcanzará cuando “esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Cor. 15:53), y Cristo transforme “el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil. 3:21).

Y precisamente la Persona divina de realizar esta obra interna de sanidad espiritual y moral, de santificación, de comunicación de la santidad de Dios, es el Espíritu Santo. Él es el Agente divino encargado de restaurar en nosotros la imagen y la semejanza de Dios casi perdidas totalmente por el pecado:

“Y esto (injustos, fornicarios, idólatras, adúlteros, homosexuales, ladrones, borrachos, avaros, maldicientes, estafadores [vers. 9, 10]) erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor. 6:11).

“Elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas” (1 Ped. 1:2).

“Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3:5).

“Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Eze. 36:25-27).

Y, si como decíamos anteriormente, la esencia del pecado es el egoísmo, la falta de amor, y la esencia del carácter y la santidad de Dios (y de la imagen y semejanza de Dios con las que fuimos creados originalmente) es el amor, entonces nuestra mayor necesidad es ser convertidos del egoísmo al amor. Un amor que, cuando es verdadero, nos hace santos (puros, nobles, rectos, abnegados, generosos, altruistas, serviciales, etc.).

Y ese es, quizá, el mayor don que podemos pedir del Espíritu Santo, que nos llene de su amor, que inevitablemente nos conduce a la santidad:

“Y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom. 5:5).

“El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad” (1 Cor. 13:4-6).

Que, por la gracia de Dios, tengamos hambre y sed de esta santidad, de este amor verdadero, fruto del Espíritu Santo, que tocará y afectará toda nuestra manera de vivir, todas nuestras relaciones, para gloria de Dios, para nuestra propia elevación moral y para bendición de todos aquellos que se relacionan con nosotros.

Aferrémonos, nuevamente, de esta promesa de Jesús con la que hemos decidido concluir cada comentario de este trimestre:

“Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Luc. 11:13).

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2 Comentarios

  1. fabricio

    GRACIAS POR SU HERMOSA LECCION .AQUI E APRENDIDO MUCHO Y EVISTO QUE ES MAS ENTENDIBLE POR FAVRO COMO AGO PAAR RECIBIR SU LECCION SEMANALMANTE QUERIDO PASTOR QUE DIOS LO BENDIGA

    Responder
    • Pablo M. Claverie

      Apreciado Fabricio: Puedes recibir este comentario accediendo cada semana (mayormente luego del martes) a esta Revista Adventista online. De todas formas, te voy a incluir en un grupo de e-mail que tengo para este fin, al que le envío el comentario.
      Que Dios te bendiga mucho!!

      Responder

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