Cuando Dios toca lo común en tu vida y lo hace especial.
Si miramos de cerca a algunos hombres y mujeres de la Biblia, veremos que fueron personas comunes que lograron cosas extraordinarias. Pedro y Juan eran pescadores. Saulo era fariseo. Lidia era vendedora de telas (Hech. 16:14). Abigail era ama de casa (1 Sam. 25:3, 18). Pero sus historias revelan logros poco comunes.
Pedro y Pablo se convirtieron en dinámicos evangelistas que hablaban con erudición y autoridad frente a multitudes. El apóstol Juan, como Pedro y Pablo, dejó escritos que nos inspiran hasta hoy, en las Sagradas Escrituras. Lidia, por su parte, se convirtió en una líder de la iglesia de Filipos y colaboradora del apóstol Pablo (Hech. 16:14, 40). Y Abigail tocó con inmensa sabiduría el corazón del rey David (1 Sam. 25:35). Un poder los llenó, más allá de sus habilidades naturales, y los capacitó para cambiar el rumbo de la historia.
A veces nos sentirnos ajenos a estas lejanas historias y luchamos con las ansiedades. No somos lo que quisiéramos ser y no logramos lo que quisiéramos lograr. Nos sentimos paralizados y no nos imaginamos cómo escribir el siguiente renglón de nuestra historia. Nuestra vida nos parece demasiado diferente de la de aquellos hombres y mujeres comunes pero extraordinarios.
Muchos nos dirían que tenemos que aprender a aceptarnos como somos. Y, aunque esto tiene validez hasta cierto punto, también es cierto que tenemos que tener en cuenta el poder de Cristo para hacernos mejores y más competentes. Este es uno de los valores agregados del cristianismo.
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, escribió el apóstol Pablo en Filipenses 4:13. Y esto no incluye solamente el hecho de poder hacer frente a las diversas circunstancias de la vida, generalmente difíciles, como lo que estaba diciéndoles Pablo. El poder de Dios nos fortalece y nos convierte en personas extraordinarias para servirlo y ser instrumentos de su gracia. Él es quien toca lo común en nosotros y lo convierte en algo muy especial.
Se cuenta la historia de un distinguido pintor y escultor que invitó a su anciano padre a venir a vivir con él los últimos años de su vida. El padre hizo el largo viaje y se instaló en la casa de su amado hijo. El anciano también era escultor, así que pidió arcilla y herramientas para pasar las veladas con su arte. Pero su visión había declinado y no conseguía esculpir como antes, por lo que cada noche se iba a dormir con un corazón desalentado y triste.
Pero su hijo, cuando su padre se había dormido, trabajaba en secreto con la arcilla deformada. A la mañana, al despertar, el anciano iba a mirar su obra de la noche anterior y, sin saber que otra mano la había tocado, exclamaba embelesado: “¿Por qué me desanimé? ¡No estaba tan mal como pensaba!”
Sí, hay “otra mano” que toca nuestra vida, nuestro trabajo y nuestros esfuerzos. Hay otra mano que suaviza los puntos ásperos de nuestra obra y hace hermoso aquello que es común. Es la mano de nuestro Señor Jesucristo.
Que la siguiente cita de Elena White, mi favorita, pueda motivarte a creer en lo que Cristo es capaz de hacer con tu historia. Leamos lo que ella escribe:
“Todos los que consagran su alma, cuerpo y espíritu a Dios recibirán constantemente una nueva medida de fuerzas físicas y mentales. Las inagotables provisiones del Cielo están a su disposición. Cristo les da el aliento de su propio espíritu, la vida de su propia vida. El Espíritu Santo despliega sus más altas energías para obrar en el corazón y la mente. La gracia de Dios amplía y multiplica sus facultades y toda perfección de la naturaleza divina los auxilia en la obra de salvar almas. Por la cooperación con Cristo son completos en él, y en su debilidad humana son habilitados para hacer las obras de la Omnipotencia” (El Deseado de todas las gentes, p. 767).
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