Lección 2 – Segundo trimestre 2017
Con la lección de esta semana, ya nos metemos de lleno en la primera epístola de Pedro. Nuestro estudio textual, capítulo por capítulo, nos permite dejarnos llevar por los pensamientos inspirados por el Espíritu Santo a Pedro tal como él los fue presentando.
Es importante recordar siempre el contexto en el que vivían los destinatarios de la Epístola, que es el contexto común, en términos generales, para todas las epístolas del Nuevo Testamento, tanto las de Pedro, como las paulinas, las de Juan, la de Santiago y la de Judas.
El contexto externo tiene que ver con la doble persecución ejercida contra los cristianos por parte del Imperio Romano, sus autoridades, pero también el pueblo en general y la cultura grecorromana. Ideológicamente, los cristianos eran considerados como una secta desprendida del judaísmo, compuesta mayormente por gente ignorante, iletrada, que tenían la “locura” de creer en un dios crucificado. Esto era motivo de burla por parte del pueblo en general, y especialmente por parte de los pensadores grecorromanos, que intentaban desmerecer filosóficamente al cristianismo, por medio de su supuesta superioridad intelectual.
Por otra parte, la moral cristiana, tan pura, tan noble, tan llena de conceptos “revolucionarios” para la época, como el amor al prójimo (incluyendo a los enemigos), la igualdad y la solidaridad social, y la pureza sexual, provocaban resentimiento en los habitantes de Roma, tan acostumbrados a la laxitud moral, la promiscuidad, las orgías, las fiestas frívolas y los espectáculos violentos y sádicos, como los que se presentaban en el Circo Romano, con sus luchas de gladiadores y gente entregada a las fieras, como parte de la diversión del pueblo. El que los cristianos se negaran a participar de esa inmoralidad era un continuo reproche para la disipación de los romanos, y eso provocaba odio hacia ellos. Además, el hecho de que los cristianos se negaran a inclinarse idolátricamente ante la figura del emperador y se negaran a rendir culto al emperador (considerado como un semidiós por los romanos), era una de las ofensas más grandes que los cristianos producían al Gobierno y la cultura romanos.
Todo esto hizo que los cristianos fuesen perseguidos por los romanos no solo ideológicamente sino también de manera muy concreta, física, mediante encarcelamiento, torturas y finalmente muerte, de las maneras más crueles, como la crucifixión, la hoguera y el ser arrojados a las fieras en el Circo Romano.
Por otra parte, en el seno mismo de la iglesia había conflictos por causa de la influencia de falsos maestros, ya sea provenientes del judaísmo (maestros judaizantes, que disminuían la obra redentora de Cristo y querían imponer una lógica legalista) como del paganismo (introduciendo encubierta y sutilmente herejías destructoras del alma y tendientes a la impureza moral, como las provenientes del neoplatonismo, el gnosticismo, el docetismo, el nicolaísmo, etc.).
Es en este contexto tan problemático, tan desafiante para la fe y para el ánimo de los cristianos que son escritas las epístolas, y particularmente las epístolas de Pedro. Los apóstoles, como custodios humanos de la iglesia, escriben sus cartas con el fin de alentar la fe de los creyentes, sostenerlos en sus pruebas y estimularlos a proseguir el ideal cristiano de la semejanza con Cristo, la santidad y una “santa rebeldía” contra todo el sistema idolátrico e inmoral que los rodeaba en el mundo en que vivían.
Reflexionemos, entonces, paso a paso en este primer capítulo de la Primera Epístola de Pedro:
“Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas” (1 Ped. 1:1, 2).
Además de presentarse Pedro como el autor de la epístola, junto con sus credenciales apostólicas como enviado de Dios, este texto presenta una de las abundantes expresiones del Nuevo Testamento denominadas “fórmulas trinitarias”, o “esquema trinitario del Nuevo Testamento”; es decir, textos en los cuales son mencionados juntos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en un contexto de las acciones divinas en favor de nuestra salvación (ver, p. ej.: Mat. 29:19; 2 Cor. 13:14; Juan 14:16; 16:13-15; Rom. 15:16; 2 Cor. 1:21, 22; Efe. 2:18; 2 Tes. 2:13; Heb. 9:14; Jud. 20, 21). Es una de las evidencias indirectas de la doctrina de la Trinidad, que sostenemos como iglesia.
Pero, más allá de esta cuestión doctrinal y apologética, lo importante son las acciones divinas mencionadas en este versículo:
“Elegidos según la presciencia de Dios Padre”: lejos de apoyar la doctrina propiciada por Agustín y Calvino de la doble predestinación, según la cual Dios, en sus decretos eternos “arbitrarios”, ha elegido desde la eternidad a algunos para que se salven y a otros para que se pierdan, independientemente de sus decisiones, este texto nos habla de un Dios que en su presciencia (atributo exclusivamente divino por el cual Dios tiene la capacidad de conocer el futuro), a pesar de nuestros yerros, nuestros defectos de carácter, nuestras luchas con el pecado y nuestras caídas conocidos de antemano por Dios, nos ha amado y elegido a todos para salvación (Eze. 33:11; Juan 3:16; 1 Tim. 2:4; 1 Tim. 4:10; 2 Ped. 3:9). Desde ya, está en nuestra libertad humana el aceptar o no esa elección y el destino glorioso que Dios tiene para cada uno de nosotros.
“En santificación del Espíritu”: más adelante abundaremos en la importancia del concepto de santidad, que aparece con gran énfasis en este mismo capítulo. Baste aquí decir que una de las funciones principales del Espíritu Santo es obrar en nosotros la santificación; es decir, la purificación y el crecimiento moral internos, a la semejanza de Cristo, liberándonos de la degradación y el poder del pecado, gracias al poder omnipotente que, como Dios que es, posee el Espíritu Santo.
“Para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo”: es notable el doble propósito de la vida cristiana y de la obra redentora de Cristo. Por un lado, la necesidad permanente de ser rociados (simbólicamente) con la sangre de Cristo, por causa de nuestra pecaminosidad permanente hasta que “esto corruptible se vista de incorrupción” (1 Cor. 15:53). Siempre necesitaremos ser cubiertos por la sangre de la Expiación, del sacrificio redentor de Cristo, de la justificación provista por él mediante su vida inmaculada y su muerte sustitutiva. Y ese es nuestro privilegio: refugiarnos siempre en la eficacia de esa sangre bendita de nuestro Salvador.
Por otra parte, el propósito de Dios hacia nosotros no se limita solamente a otorgarnos permanentemente el perdón de nuestros pecados mediante la sangre de Cristo. También estamos aquí para “obedecer”, para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. No para ganar nuestro perdón y la aceptación de Dios mediante nuestra obediencia, sino como una respuesta al gran amor de Dios y como aquello que satisface el nivel existencial de la experiencia cristiana: vivir en armonía con el carácter de amor de Dios.
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (vers. 3, 4).
Hay motivos muy fuertes para alabar el nombre de Dios, para bendecirlo, porque es un Dios lleno de misericordia, de compasión hacia nosotros, y en su gran amor no se conforma con que nuestra existencia terrenal, aunque matizada con alegrías pero también llena de dolor, acabe en una tumba fría, sin esperanza. Por el contrario, su proyecto para nuestra vida es que seamos, como hijos legítimos que somos mediante la adopción realizada en la Cruz, herederos de las riquezas de nuestro Padre celestial, de esa porción de la vida eterna, en la Tierra renovada, donde ya no habrá nada que se corrompa, contamine o se marchite, sino solo eterna felicidad. Esta perspectiva de futuro tan luminosa debería provocar en nosotros vivir permanentemente con un sentido de esperanza, con una “esperanza viva” que aliente nuestro tránsito por esta Tierra y nos ayude a remontarnos por encima de las molestias de esta vida transitoria, y vivir en un gozo anticipado de las glorias y la dicha inefable que nos aguardan. Y todo esto es gracias a la garantía que tenemos de esa herencia bendita mediante la resurrección de Jesús de entre los muertos. Esta resurrección es el sello y la garantía del éxito de su misión divina salvadora, de que logró nuestra expiación y compró nuestra redención al precio tan alto de su sangre. Por estas grandes razones, ¡tenemos motivos más que sobrados para bendecir el nombre de Dios!
“Que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (vers. 5).
En este deseo tan profundo que Dios tiene de salvarnos, de llevarnos al Hogar, para que disfrutemos de su herencia, él mismo se ha comprometido a proveer todos los medios necesarios para nuestra salvación. Él mismo se encarga –en la medida que se lo permitamos, que nuestra libertad no lo estorbe– de “guardarnos” mediante su poder, nada menos que la omnipotencia. Si no nos resistimos, si no lo rechazamos, el poder de Dios nos conservará en su amor, en su voluntad, guardados del enemigo, para que en el presente y en el futuro alcancemos “la salvación”.
Y nuestra participación humana en esta obra de ser guardados para la salvación es la fe. Es creer en Dios, creerle a él; confiar en su amor, en sus promesas, en su salvación, y entregarnos a su obra salvadora, y a su voluntad santa y buena. Tan solo creer, y él se encargará del resto.
La salvación tiene una doble temporalidad: presente, hoy, cada día, que somos cubiertos con la sangre de Cristo, y gozamos de la obra regeneradora y santificadora del Espíritu Santo, y podemos gozar YA de la seguridad de salvación; y futura, en “el tiempo postrero”, cuando Jesús regrese a buscarnos y nos libere de este mundo malo y de nuestra propia naturaleza pecaminosa, en la transformación final y nuestro traslado al cielo, a la vida eterna. Es el famoso “ya, pero todavía no”. Hoy podemos –y debemos– gozar de la seguridad de salvación presente, de tal forma que vivamos con la conciencia de que si hoy viniera Jesús seríamos salvos. Pero no podemos negar que mientras vivamos en este mundo de pecado siempre estaremos en riesgo, porque siempre nuestra libertad humana –ese factor tan sagrado pero tan riesgoso– puede hacer que le demos la espalda a esta salvación tan grande (Heb. 2:3) y elijamos la perdición. Por eso, no podemos creer en que “salvo hoy, salvo para siempre”. Cada día deberemos elegir permitirle a Jesús que nos salve, hasta que finalmente “alcancemos la salvación”.
“En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (vers. 6, 7).
Esta esperanza viva, esta perspectiva de un futuro definitivo feliz, debería alegrar nuestra senda terrenal, aun cuando seamos conscientes de que, por seguir viviendo en este mundo de pecado y del dolor producido por él, sea inevitable que seamos “afligidos en diversas pruebas”. En esta vida terrenal Dios no nos garantiza que YA estemos aislados del dolor e inmunes a él. Pero lo importante es que, desde la perspectiva divina –que Dios nos invita a adoptar como nuestra visión de la realidad también–, estas pruebas son “por un poco de tiempo”. En comparación con la eternidad que nos aguarda, llena de dicha inefable, de felicidad sin límites, ¿qué son noventa o cien años de vida matizados de dolor y sinsabores aun en aquellos que logran tener una existencia relativamente feliz? Nuestra vida terrenal es tan solo un soplo de viento; tanto nuestras alegrías como también nuestros dolores. Pero nos aguarda una felicidad imperecedera. Por eso, Pablo dirá, lleno de gozo: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Rom. 8:18). Debemos, por lo tanto, entrenar nuestra mente para acostumbrarse a vivir con esta perspectiva de la vida, considerarla (sus alegrías y sus tristezas) contra el telón de fondo de la eternidad.
Las pruebas del cristiano son “diversas”: desde las provocadas simplemente por los efectos naturales del pecado (cansancio, enfermedad, angustia, tristeza, muerte), como por las provocadas por el odio de aquellos que prefieren vivir en pecado y que se ensañan, entonces, contra los que son rebeldes al pecado, contra los cristianos y todos los hombres de bien y buena voluntad. En el contexto de esta carta, estas aflicciones parecen ser especialmente las provocadas por la persecución contra los cristianos, de la que ya hablamos.
En este contexto, cuán preciosa es nuestra fe para Dios; “mucho más preciosa que el oro”. Esa voluntad de seguir creyendo y confiando en él pese a todo, pase lo que pase. Quizás esto sea lo que defina la verdadera fe: no un sentimiento cálido, subjetivo, de bienestar, sino una “adhesión” incondicional a Dios (Roberto Badenas), fruto de conocerlo a él mediante su Palabra y una estrecha unión con él, de haberlo “probado” en la arena de la vida cotidiana, en las pequeñas y las grandes cosas; de caminar con él permanentemente. Es una “voluntad de creer”, una buena voluntad.
Pero es innegable que el dolor –sea de la naturaleza que sea– es una prueba contra nuestra fe: amenaza con destruirla. Pero así como al oro en bruto, tal como se lo encuentra en su estado natural (envuelto en tierra, basura, escoria), se lo hace pasar por un proceso de purificación mediante el fuego (los crisoles), para finalmente obtener ese producto puro, refulgente, precioso, si nos tomamos de la mano de Dios y atravesamos por las pruebas CON ÉL (sin soltarnos rebelde y resentidamente de su mano), como los tres muchachos hebreos en el horno ardiente preparado por Nabucodonosor (Dan. 3), nuestra fe saldrá preciosa, pura y resplandeciente, para gloria de Dios. Y, lo notable es que el versículo nos afirma que, aunque no lo merezcamos, Dios aplaudirá delante del universo nuestra fe; será “hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo”, en su bendita segunda venida.
“A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas” (vers. 8, 9).
Este es quizá el mayor y más hermoso logro de nuestra fe: amar a Cristo y alegrarnos en él a pesar de no poder verlo –todavía– personalmente. Cuántos de nosotros quisiéramos, anhelaríamos, tener un encuentro personal con Jesús, verlo cara a cara ahora. Sentimos que, si eso sucediera, ya se disiparían todas nuestras dudas, viviríamos con una confianza absoluta y, en el buen sentido, nos “llevaríamos el mundo por delante”, en el sentido de que seríamos capaces de enfrentar cualquier tipo de prueba o desafío de la vida. Pero, evidentemente, ese no parece ser el plan de Dios. Por ahora, nos queda andar “por fe y no por vista” (2 Cor. 5:7). Y es la fe, “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb. 11:1), lo que hoy, ahora, nos permite amar a Jesús y alegrarnos en él, en su amor incondicional, en la seguridad de salvación que nos proporciona su sacrificio redentor. Y el resultado final de esta fe, el fin u objetivo de ella, el remate y recompensa de nuestra confianza en Dios, es “la salvación” de nuestra alma. Hay recompensa para nuestra fe, una recompensa infinita.
“Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (vers. 10-12).
Aquí encontramos una de las dos declaraciones inspiradas de Pedro sobre la naturaleza y el rol del don profético (la otra se encuentra en ese “locus classicus” de 2 Ped. 1:19-21).
Los profetas eran tan solo hombres, y no poseían en sí mismos sabiduría celestial, sino que dependían de la revelación de Dios, del fenómeno sobrenatural de la inspiración, para recibir y transmitir sus mensajes. Mediante el “trance”, o fenómeno, profético, recibieron la revelación de Dios acerca del plan de salvación, de los “sufrimientos de Cristo” y “las glorias que vendrían tras ellos”. Pero una vez pasado ese fenómeno, no tenían en sí mismos la capacidad de conocer más allá de lo que les fue revelado, por lo cual, inmensamente interesados en esta revelación, hacían su parte humana para entenderla, “inquiriendo” e “indagando” sobre ella. Esto nos muestra lo que más adelante dirá el mismo Pedro, de que “nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Ped. 1:21). Es decir, la Revelación TRASCIENDE al hombre, al profeta. No parte de él ni es producto de la sabiduría o el esfuerzo humanos, ni está sujeta a los condicionamientos culturales e ideológicos del profeta ni de su época, que lleguen a afectar y contaminar la revelación de Dios, como pretenden las modernas teorías sobre la Revelación-Inspiración, y sus métodos hermenéuticos (de interpretación), tan en boga en el clima ideológico actual, marcado, paradójicamente, por el escepticismo religioso (Alta Crítica, Método Histórico-Crítico, Teología del Encuentro, Demitologización).
Es más, Pedro nos dice, en estos versículos, que el mensaje de los profetas no tenía como destinatarios últimos al público original al que fueron dirigidos. No se trataba solamente de atender a las necesidades históricas presentes (por ejemplo, el Israel de antaño, con sus problemáticas, apostasía y necesidad de esperanza), sino que su mensaje tenía como fin último trascender a todas las generaciones de todas las épocas, para atender las necesidades espirituales universales, de todo tiempo y lugar, hasta el fin de la historia: “Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Rom. 15:4). En este sentido, la Revelación es atemporal, trascendente, universal y eterna, contrariamente al carácter exclusivamente histórico concreto y pasado, como pretende la hermenéutica contemporánea.
“Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (vers. 13-16).
En esta sección, Pedro introduce su mensaje siguiente con la cláusula “Por tanto”. Algo similar a lo que hace Pablo en la Epístola a los Romanos, cuando luego de presentar la grandeza del plan de redención, y la seguridad de salvación que hay en la gracia gratuita de Dios y la obra redentora de Cristo, dedica los últimos capítulos de esta gran epístola a hablar sobre la ética cristiana, cómo viven los redimidos, cómo se espera que se conduzcan moralmente en esta vida terrenal. Y lo hace también con una cláusula de transición: “Así que…” (Rom. 12:1).
Pedro también nos dice que, en vista de la gran herencia que Dios tiene reservada para nosotros en los cielos, por ser sus hijos comprados con la sangre de Cristo, y de todas las bendiciones que vienen mediante la fe, ahora los hijos de Dios somos llamados por Dios a una vocación santa, a ser santos, que es lo mismo que vivir de acuerdo con el sueño, ideal y proyecto espiritual y moral de Dios para nosotros. Es que el fin último de su trato con nosotros no es solo que nos sintamos amados y seguros de tener un lugar en el cielo, sino principalmente nuestra elevación moral.
Para eso, Pedro nos dice que es necesaria una autodisciplina mental: “ceñid los lomos de vuestro entendimiento”. Nuestra naturaleza pecaminosa empieza a “hacer de las suyas” iniciando su acción en nuestra mente, nuestros pensamientos, nuestra imaginación, nuestros deseos. Por tal motivo, es importantísimo que, por la gracia de Dios, no permitamos que nuestra mente divague libre y azarosamente en cuanta cosa se le ocurra, sino que debe ser controlada, mediante “la renovación de vuestro entendimiento” (Rom. 12:2). Es allí, en nuestra mente, nuestros pensamientos, nuestras “cogniciones” (la forma en que vemos e interpretamos la realidad), donde se gestan el pecado o el bien, y deben ser controlados bajo la acción todopoderosa del Espíritu Santo.
Se nos invita, también, a ser “sobrios”; es decir, estar despiertos (en vez de tener el cerebro embotado por el pecado y por todo producto cultural que tienda a ponerlo en estado de “embriaguez” espiritual y moral); y a la vez ser “templados, moderados”, alejándonos de los excesos, de los extremos.
Y nuevamente Pedro nos invita a ser fortalecidos y alentados por la esperanza. Hay una gracia presente, que nos sostiene en medio de nuestras luchas, pero también tenemos la esperanza de que cuando Jesús regrese nos traerá la gracia, el regalo inmerecido, de la salvación. Por eso, más que con temor, debemos aguardar ansiosos el retorno de Jesús con alegría y esperanza de redención, pues esa salvación esperada no se basa en nuestros méritos sino en la gracia de Dios, que por definición no merecemos.
Así como Pablo, en Romanos, en el texto que empezamos a citar arriba, exhortaba a la iglesia a una “santa rebeldía”, a un inconformismo con los modelos pecaminosos de este mundo (“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” [Rom. 12:2]), Pedro hace una apelación similar: “como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia”. Antes de conocer a Cristo, éramos seres gobernados por nuestros deseos egoístas, ignorantes, inconscientes de la grandeza de la vida espiritual y moral a la que somos llamados en esta santa vocación de ser cristianos. Pero ahora que conocimos la luz, le plantamos guerra a nuestra propia naturaleza pecaminosa, a nuestro antiguo estilo de vida hueco, vacío, y a los patrones superficiales y pecaminosos del entorno social y la cultura que no conoce a Cristo. El cristiano, por definición, es un rebelde a todo lo que se oponga a la bondad y la pureza de Cristo.
Y ahora sí, aparece la apelación tan enfática de Pedro: “Sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo”. Esta es la gran vocación del cristiano, el gran llamado de Dios: la santidad.
En este sentido, últimamente suele cundir en algunos círculos cristianos un concepto reduccionista de la santidad. Como el término “santo” significa estrictamente ser “apartado”, o “consagrado” para Dios, algunos creen ver en este concepto un mero estatus delante de Dios, un mero privilegio de ser “especiales” para Dios, un “formar parte de la selección de Dios”, como quien es convocado para formar parte del seleccionado nacional de fútbol (o algún otro deporte). Y si bien este aspecto del significado de la santidad es cierto, sutilmente (y seguramente inconscientemente), se vacía así de contenido moral al concepto de santidad, seguramente en parte como una reacción a un concepto de santidad que tanto ha cundido desde la Edad Media hasta hoy, por el cual un “santo” es prácticamente una persona perfecta, infalible, que no puede errar; prácticamente alguien a quien solo le falta que se le vea una aureola que pende de su cabeza, como las imágenes de los santos que encontramos en los templos de la iglesia mayoritaria. Por supuesto, sostener esta idea es desalentador para quienes luchamos permanentemente con nuestra naturaleza caída, con defectos y aun con caídas en el pecado.
Sin embargo, y sin caer en este extremo último que acabamos de mencionar, para Pedro (y para el resto de la Revelación bíblica), el concepto de santidad tiene una clara connotación y contenido moral. Pedro habla de ser santos “en toda vuestra manera de vivir”; es decir, en toda nuestra conducta moral y nuestro estilo de vida. No se trata de perfección, de impecabilidad, pero sí, claramente, un estilo de vida y hábitos morales alineados con el carácter puro y santo de Dios, que es el modelo, la razón de ser y la inspiración de esa santidad. Pedro cita del libro de Levítico: “Sed santos, porque yo soy santo”. Estamos relacionados con un Dios santo; es decir, puro, noble, bueno, lleno de amor. Y por tal motivo, y como hijos de Dios, por la acción del Espíritu de Dios en nosotros participaremos, en nuestra esfera, y aun con nuestras limitaciones humanas, de ese espíritu de santidad propio de Dios. Nos manejaremos con los principios morales que emanan del carácter de Dios, en vez de con los principios del egoísmo y la impureza propios de la rebelión diabólica. Tendremos una “manera de vivir” caracterizada por la honestidad, la integridad, la nobleza, la pureza, el amor abnegado, y tantas otras virtudes cristianas reflejadas en la vida y las enseñanzas de Jesús.
Esta santidad afectará todo el estilo de vida del cristiano, toda su “manera de vivir”: nuestro trato con la familia, los vecinos, los amigos, los compañeros de estudio o de trabajo; el trato con el sexo opuesto; nuestras recreaciones; el cuidado de nuestro cuerpo, de nuestra salud; e incluso nuestro vocabulario, que reflejará la pureza del Cielo.
“Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios” (vers. 17-21).
Aquí aparece también otra motivación para ser santos: nos sabemos hijos de Dios, y lo invocamos a Dios como “Padre” nuestro. Esto nos da un sentido de identidad y pertenencia divinas que impacta en nuestra conciencia y en nuestro estilo de vida. Y, además, hay otra razón poderosísima: fuimos rescatados de nuestra “vana manera de vivir”, de una vida hueca, sin sentido, rastrera, mediante un precio altísimo y precioso; nade menos que “la sangre preciosa de Cristo”. ¿Por qué es preciosa? No solo porque gracias a ella tenemos plena liberación de la culpa de nuestro pecado y de nuestra condenación, no solo porque gracias a ella podemos ser aceptados plenamente por el Padre como si nunca hubiésemos pecado, no solo porque gracias a ella tenemos plena seguridad de salvación eterna, sino también porque esa preciosa sangre es la mayor e irrefutable demostración de cuánto nos ama Jesús; hasta qué límites fue capaz de llegar con tal de salvarnos y vernos seguros y felices para siempre en el cielo cuando venga a buscarnos.
Y Pedro nos dice que este sacrificio no fue un accidente histórico, producto de la envidia, los prejuicios y el odio de los dirigentes judíos de los días de Cristo, sino que responde a un plan misericordioso de Dios trazado “desde antes de la fundación del mundo”, “por amor a” nosotros.
Y en este texto hay también una importante verdad teológica, condición ineludible de la expiación realizada por Jesús: su absoluta impecabilidad. Jesús cumple en la realidad lo que simbólicamente apuntaban los sacrificios del sistema del Santuario. Los animales que se ofrecían debían ser “sin tacha” alguna, perfectos, como símbolo de la absoluta pureza y perfección moral de Jesús. Solo así Jesús podía cumplir con las condiciones que lo habilitarían para realizar la Expiación. Él debía ser el Ser inocente que cargara con la pecaminosidad, la culpa y la condenación de todos los seres humanos a lo largo de la historia (Isa. 53). No podía ser él mismo un pecador, necesitado de la Expiación. Algunas teorías cristológicas acerca de la naturaleza humana de Cristo proponen que Jesús, a fin de ser semejante en todo a nosotros, cargaba con una naturaleza pecaminosa, con tendencias al mal heredadas, al igual que nosotros. Pero lo que no llegan a entender quienes piensan así es los alcances terribles del pecado. Nuestro problema no es que tenemos meramente “tendencias” al mal, como si fuésemos esencialmente buenos, pero con algunas inclinaciones egoístas. La realidad es que “somos” pecado; estamos enfermos de pecado, absolutamente contaminados por él, y por eso es que necesitamos la Expiación. No meramente por alguna que otra conducta mala aquí o allá, sino por el mal esencial de nuestra naturaleza. Si Jesús hubiese tenido una naturaleza pecaminosa como nosotros, él mismo habría necesitado un Salvador. Pero, a los fines del plan de redención, no era tan importante que Jesús fuese nuestro Ejemplo perfecto (por muy importante que esto fuera, y de hecho lo es), sino ante todo su misión primordial era llegar a ser nuestro Sustituto y Garante, nuestro Expiador, nuestro Redentor. Y, para eso, era condición sine que non que Jesús fuese absolutamente inocente y puro: “un cordero sin mancha y sin contaminación”.
Por tales razones tan poderosas y benditas, Pedro nos exhorta a que nos conduzcamos “en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación”. El concepto de “temor” a Dios en la Biblia no tiene que ver con tenerle miedo a Dios, a su rechazo y condenación, y por esa razón andar “derechitos”, por miedo a ser condenados. Tiene que ver, más bien, con vivir permanentemente, durante nuestra peregrinación por este mundo, hasta la venida de Jesús, con una actitud de respeto supremo, reverente, por la grandeza de Dios, por su amorosa paternidad, por su excelsa santidad y, sobre todo, por el inefable amor de Jesús al dar su vida en expiación por nosotros, al haber sufrido lo indecible con tal de salvarnos. El cristiano verdaderamente convertido no puede tomarse a la ligera su relación con Dios y con la voluntad de Dios. Anhela vivir en armonía con su carácter y con su voluntad santa.
“Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro” (vers. 22).
Aquí aparece un concepto muy importante, que a veces no se comprende bien: la cooperación divino-humana en la experiencia cristiana; es decir, la participación humana y la divina en la vida espiritual y moral del creyente. Pedro afirma que los cristianos purificamos nuestras almas (santificación) por “la obediencia a la verdad” –participación humana– “mediante el Espíritu” –participación divina. Es muy conocida la noción de que “los actos repetidos forman los hábitos; los hábitos forman el carácter; y el carácter determina el destino”. O “siembra un acto, y cosecharás un hábito; siembra un hábito, y cosecharás un carácter; siembra un carácter, y cosecharás un destino”. Es indudable que nuestras decisiones, nuestros actos, el uso de nuestra voluntad, tienen un efecto en nuestro carácter, nuestra “alma”, como dice Pedro. Aun las neurociencias nos hablan, hoy, de la neuroplasticidad del cerebro y cómo, aunque este está formado en gran medida por factores genéticos y congénitos, tiene la capacidad de irse modificando, de formar nuevas conexiones neuronales, a partir del cultivo de pensamientos, sentimientos, actos y hábitos. De modo que la obediencia del hombre “a la verdad” tiene su efecto en el alma, la va purificando. Pero, esa obediencia, para que sea real y efectiva, para que el creyente tenga poder para ejercerla de verdad, debe estar producida y potenciada “mediante el Espíritu”. Es la presencia y el poder del Espíritu Santo en la vida del creyente lo que produce “el querer como el hacer” por la buena voluntad de Dios (Fil. 2:13). No que el Espíritu quiera y haga en lugar de nosotros, como sustituto de nuestros esfuerzos, sino que nos llena de poder para que nosotros, en un acto psicológico personal, nos esforcemos, obedezcamos la voluntad de Dios y vayamos, así, purificando nuestras almas. La fuerza con la cual el creyente hace la voluntad de Dios no proviene de él mismo sino del Espíritu Santo; pero el esfuerzo para hacer la voluntad de Dios lo debe realizar el hombre mismo. No somos meras marionetas de Dios, sino personas, con facultades mentales y espirituales puestas en nosotros por Dios, por habernos creado a su imagen y semejanza, pero que necesitamos el poder de Dios para que esas facultades tengan la capacidad de vivir de acuerdo con su voluntad. A medida que el creyente va alineando su vida cada vez más con la voluntad de Dios, su alma se va purificando: sus pensamientos, imaginación, deseos, motivaciones, palabras y actos van siendo cada vez más nobles y elevados, alejándose de las rastreras conductas producidas por el pecado.
Y Pedro, habiendo comprendido la esencia y el fin último del evangelio, desemboca este tema de la santidad y de la purificación del alma en la práctica del amor: “para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro”. Para esto es la santidad, para aprender a amar. Un amor de verdad, no impostado, no meramente poético y declamado, sino vivido en la realidad. Se nos exhorta a amarnos los unos a los otros “entrañablemente” (desde las entrañas, desde lo más profundo del alma), y no como una formalidad o un “deber” que cumplir legalistamente, como una obra más. Esto es lo que debe estar en la base de la experiencia cristiana, acompañar cada actividad y conducta del cristiano, y a su vez es la cumbre de la experiencia espiritual: aprender a amar como Cristo, y que el amor sea la motivación más importante de todo lo que hagamos. El amor es la gran “clave hermenéutica” de todo lo que interpretemos de la Biblia y de la vida cristiana.
“Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (vers. 23-25).
Vivir de esta manera tan elevada y sublime solo es posible gracias a un milagro divino, a un nuevo nacimiento (Juan 3). Por eso, Pedro nos habla de que los cristianos somos “renacidos”, vueltos a nacer. Y uno de los instrumentos más importantes que utiliza el Espíritu Santo para lograr esta vida divina en nosotros es el poder de la “palabra de Dios, que vive y permanece para siempre”. Es el poder de la Palabra escrita, la Biblia, de la cual podemos nutrirnos en forma personal, en la intimidad de nuestro hogar, pero también es la Palabra predicada, “la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada”. Por eso, cuán importante es no solo la lectura personal de la Biblia, en casa, sino también exponer nuestra mente y nuestro corazón a la predicación oral y escrita del evangelio. Cuán importante es la asistencia a los cultos de la iglesia, a los lugares donde se habla, explica y proclama el mensaje del evangelio, a través de los instrumentos humanos. Como diría Pablo: “Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:21). Y hoy, gracias a los avances científicos y tecnológicos que Dios ha inspirado al ser humano, contamos con infinidad de posibilidades para escuchar la Palabra: videos de Youtube, predicaciones radiales, grabaciones en Mp3, etc.
Que Dios nos bendiga a todos para que podamos vivir nuestro peregrinaje hacia el Hogar celestial gozando de tantos privilegios cristianos, de tanta seguridad y alegría espiritual como la que presenta Pedro en estas palabras, bajo la acción del gran Custodio de la iglesia, que es el Espíritu Santo, refugiándonos siempre en la sangre preciosa de Cristo.
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