“La oración debería ser la llave del día y el cerrojo de la noche” (Thomas Fuller).
De un lado, los casi 47 mil soldados de las tropas macedonias bajo el mando del general Alejandro Magno. Del otro, los caso 250 mil infantes y jinetes integrantes del ejército persa, a las órdenes del poderoso rey Darío III.
El sol del mediodía alumbra con claridad meridiana. Alejandro se negó a atacar de noche (por honor y por dejar al ejército enemigo velando, sin descansar). Al parecer, esa planicie de Guagamela junto al río Bumodos (aproximadamente a 30 kilómetros de la actual ciudad de Mosul, Irak) será testigo de un atroz derramamiento de sangre y una categórica derrota macedónica.
No puede ser de otra manera. ¿O sí? Los persas superan en número a sus enemigos (¡son cuatro veces más cantidad de guerreros!), pero ellos cuentan con un líder estratega de inteligencia superior, que plantearía la contienda bélica de forma inusitada.
Así, la batalla de Gaugamela está considerada como la que marcó el final del Imperio Persa y como la mayor victoria de Alejandro Magno, ya que fue una obra maestra en relación con la táctica militar. Ese 1º de octubre del año 331 a.C., Alejandro dispuso sus tropas de manera poco ortodoxa: una parte quedó casi en diagonal a la inmensa muralla de carros persas con guadañas, y la otra avanzó en paralelo al conjunto de hombres enemigos, con el fin de dar la vuelta y combatirlos por flanco derecho. Esto desconcertó a los persas, quienes, poco a poco, fueron dejando huecos en su sólida formación inicial. En un acto de arrojo, Alejando y un grupo de elite penetró en las filas enemigas a fin de matar a Darío, quien huyó raudamente. Sin su líder, la derrota fue cuestión de tiempo.
La estrategia de batalla de desgaste (extensa) que tenía Darío, fue desbaratada por una batalla de estrategia (más breve), en virtud de la inferioridad numérica.
Unos quinientos años antes, otro rey también había tenido que enfrentar a dos ejércitos que lo superaba en número y en poder militar. Estamos hablando de Josafat, y su inminente crisis bélica. A las sombras de la muerte, ¿qué hubiera hecho usted como líder? ¿Reclutar más soldados? ¿Entrenarlos mejor? ¿Adquirir nuevas armas? ¿Estudiar antecedentes de exitosas batallas pasadas? Nada de eso. Josafat humilló su rostro y consultó a Dios; hizo pregonar ayuno en todo Israel; oró a Jehová y lo adoró; envió un coro de músicos junto con el ejército. ¡Más ridículo, no se puede concebir! ¡Enviar a la guerra a músicos debilitados por la falta de aliento! Increíble, pero real.
No obstante, Josafat sabía dónde radicaba el secreto de la victoria: no estaba en la fuerza humana, en la habilidad mental, en los recursos económicos ni en los talentos naturales. Todo esto es bueno y ayuda. Pero no: el germen de todo triunfo es la cámara secreta de oración. Las mayores victorias no se ganan como pensamos que se ganan o como nos hicieron creer que se ganan; no. Se ganan al “estilo Josafat”.
Él sabía que “las mayores victorias ganadas para la causa de Dios no son resultado de complicadas discusiones, amplias facilidades, extensa influencia o abundancia de recursos; se obtienen en la cámara de audiencia con Dios, cuando con fe ferviente y agonizante los hombres se asen de
su brazo poderoso” (Elena de White, Obreros evangélicos, p. 273).
Los versículos 15 y 17 de 2 Crónicas 20 son sorprendentes: “Oíd, Judá todo, y vosotros moradores de
Jerusalén, y tú, rey Josafat. Jehová os dice así: No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios […]. No habrá para qué peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros. Oh Judá y Jerusalén, no temáis ni desmayéis; salid mañana contra ellos, porque Jehová estará con vosotros”.
La historia dice que los enemigos tuvieron temor, huyeron, y la victoria de Judá fue rotunda; y “el reino de Josafat tuvo paz, porque su Dios le dio paz por todas partes” (2 Crón. 20:30).
Dios quiere pelear nuestras batallas, quiere que derrotemos a nuestros enemigos espirituales y quiere darnos su paz. Para eso, debemos deshacernos de nuestros orgullosos y autosuficientes planes de victoria y rendirnos para escuchar su voz. Al orar, Dios pelea por nosotros.
En febrero participaremos juntos del programa “10 días de oración”. Nos uniremos para orar y para clamar por reencuentros y por milagros.
Dios actúa en formas inesperadas. Si no, ¡pregúntale a Josafat!
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