UN REAL SACERDOCIO

10/04/2017

Lección 3 – Segundo trimestre 2017

1 PEDRO 2:1-10.

Los primeros tres versículos del pasaje de 1 Pedro que consideramos esta semana están, en realidad, conectados con los últimos versículos del capítulo 1, que vimos la semana anterior. Nos hablan nuevamente de “la manera de vivir” del cristiano, de su santidad, y de la necesidad de la nutrición espiritual que nos proporciona el mensaje de Dios:

“Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones, desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación, si es que habéis gustado la benignidad del Señor” (vers. 1-3).

En otras palabras, siendo que Dios nos adoptó como hijos, nos reservó una herencia maravillosa en los cielos, nos lavó con la sangre de Cristo de la culpa y la condenación del pecado, y nos santifica permanentemente por la presencia y el poder del Espíritu Santo, se nos insta a desechar aquellas conductas propias de nuestra naturaleza caída y del espíritu rebelión diabólico, que es el espíritu de egoísmo y de odio, en vez del espíritu de amor. Debemos desechar la malicia (malas intenciones, mala voluntad hacia alguien, malos sentimientos), el engaño (la mentira, la falta de honestidad y de verdad voluntaria en nuestro trato con el prójimo), la hipocresía (la falsedad, el aparentar pensar y sentir lo que en realidad no pensamos ni sentimos, la adulación mentirosa), la envidia (tener resentimiento hacia el prójimo por causa de su “superioridad” con respecto a nosotros, ya sea por causa de su inteligencia, sus dones, sus bienes o su posición económica, su fama, su apariencia, etc.) y las detracciones (infamar, denigrar a alguien).

Por el contrario, en vez de alimentar nuestra alma con todos esos insustanciosos y tóxicos productos del pecado, se nos insta a tener hambre del verdadero alimento espiritual, la leche espiritual, proporcionada por la Palabra de Dios y por todo mensaje espiritual emanado de ella, predicado por los mensajeros de Dios, ya sea en forma oral como también escrita, e incluso cantada. Porque el “tono” de nuestra vida espiritual y moral va a estar determinado por el tipo de nutrición que le demos a nuestra mente. Y es muy evidente que en esta era de las comunicaciones, en la que tenemos un acceso tan fácil, inmediato y profuso a todo tipo de mensajes, y en los más variados medios y formatos (libros, revistas, diarios, radio, televisión, Internet, redes sociales, teléfono celular), estamos continuamente alimentados por pensamientos, sentimientos, imágenes, sonidos transmitidos por las más variadas fuentes, muchas de las cuales no son precisamente las más edificantes. Por eso, como cristianos, que tenemos una elevada vocación en Cristo, debemos tratar de exponer lo menos posible nuestra mente y nuestro corazón a aquello que nos aparta de Dios, nos hace ver la vida religiosa como algo sin importancia, y que incluso nos instila pensamientos y sentimientos de rebelión hacia Dios y a los principios santos de su carácter, y que más bien retroalimentan el mal propio de nuestra naturaleza.

Y Pedro termina esta apelación diciendo: “Si es que habéis gustado la benignidad del Señor”. No podría ser de otra forma. Si nuestra vida cristiana es solo un “forzarse” a cumplir ciertas normas morales o reglamentos eclesiásticos, solo estaremos reprimiendo nuestra maldad, nuestros deseos egoístas, movidos seguramente por el temor o el interés. Pero, si hemos tenido un encuentro con Jesús, una experiencia con Cristo, y hemos “gustado”, saboreado, la belleza y la dulzura de la “benignidad del Señor”, no nos contentaremos apenas con tratar de “cumplir” con los requisitos mínimos para ser cristianos, sino que aspiraremos a una vida de entera conformidad con Jesús, porque lo amamos (White). Y de esa manera creceremos “para salvación”.

“Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado. Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo; y: Piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados” (vers. 4-8).

Esta nutrición espiritual se da en la medida en que nos acercamos a Jesús, nuestro Salvador, para permitirle que él haga su obra en nosotros mediante su Espíritu. Pero esta no es una cuestión meramente personal, sino que hemos sido llamados a vivir el cristianismo en comunidad, no aislados, porque precisamente, siendo que “el alma del cristianismo es el amor” (Gandhi), es el plan de Dios que aprendamos a vivirlo en relación con otros. La iglesia es el centro de entrenamiento del amor. Por eso, Dios desea que la iglesia sea un edificio simbólico, del cual cada uno de nosotros seamos “piedras vivas”, que juntos vayamos edificando esta “casa espiritual”, para “ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”; es decir, ya no animalitos inocentes para ser sacrificados, sino ofrecernos a nosotros mismos como “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Rom. 12:1). Y, junto con nosotros mismos, en una entrega total a la obra salvadora de Cristo y a su voluntad santa, justa y buena (Rom. 7:12), ofrecer en la iglesia los sacrificios espirituales de alabanza a Dios por su grandeza; agradecimiento por sus muchas bondades y por la preciosa salvación lograda por Cristo; y de amor en acción hacia los hermanos por medio de la ayuda concreta, práctica, en sus necesidades, también oyéndolos con respeto, amor y empatía en sus variadas luchas y problemas, animándonos los unos a los otros en este peregrinaje hacia el Hogar.

Y, en este edificio, el cimiento que lo sostiene es nada menos que Cristo, la “piedra viva”, “la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa”. Él es el fundamento de la iglesia, y no pobres seres mortales débiles, finitos, y sobradamente falibles, como lo demuestra ampliamente la historia y aun el presente. Y no nos referimos solamente al dirigente máximo de la iglesia mayoritaria, sino también al error de depositar nuestra confianza absoluta y nuestra dependencia, devoción y aun acatamiento incondicional a líderes u organizaciones humanos, por muy bienintencionados que sean. Jesús, y solo Jesús, es el fundamento de nuestra fe, de lo que debemos creer y practicar, tal como lo entendamos a través del estudio de su Revelación, la Biblia, y de nuestra conciencia, aun cuando nos merezca un respeto especial pero no absoluto la voz del cuerpo, que es la iglesia.

Tres veces, en este pasaje, Pedro usa el calificativo “precioso” para referirse a Cristo. Él es precioso para Dios el Padre, porque es su Hijo amado, con quien ha compartido la eternidad pasada, y que sin embargo estuvo dispuesto a resignar y poner en riesgo por amor a nosotros, a nuestra salvación. Y es tanto más precioso para el Padre precisamente por esto, porque fue tan grande su amor que dejó la seguridad y la felicidad inefables del cielo con tal de salvarnos. ¡Cuánto nos amará, entonces, el Padre!

Y también es precioso para nosotros, precisamente por esto, porque tan preciosos fuimos para él que por nosotros se jugó el todo por el todo, aun al riesgo de fracasar y perderse eternamente (Elena de White, El Deseado de todas las gentes, p. 33) y sufrir lo indecible, en la Expiación, con tal de vernos eternamente salvos y felices. Y también es precioso para nosotros, porque en él encontramos “la luz del mundo”, para nuestras tinieblas morales y espirituales, y para nuestro dolor; “el camino, la verdad y la vida”; “el buen Pastor”, que “da su vida por sus ovejas”; el “agua de vida”, el “pan de vida”, y “la resurrección y la vida”.

“Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia” (vers. 9, 10).

La cláusula “mas” (pero), que utiliza Pedro para introducir lo que sigue, está relacionada con sus últimas declaraciones de los versículos 7 y 8: “para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo; y: Piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados”.

Jesús siempre fue y sigue siendo, ayer como hoy, un gran Polarizador: difícilmente se puede ser neutral ante él. O se lo ama o se lo odia (aunque algunos piensan que una de las características de la Posmodernidad es precisamente la “apatía” frente a Cristo, la indiferencia frente a él, absorbidos y embelesados con lo temporal). O Jesús “nos molesta”, porque mediante su ejemplo y sus enseñanzas hiere nuestro narcisismo humano, nuestras fantasías de bondad humana, y nos muestra que somos pecadores, necesitados de su salvación, y llamados a un cambio radical de vida. Nos es un “tropiezo”, un motivo de “escándalo”, y por lo tanto, preferimos sacarnos la molestia de encima desechándolo, siendo desobedientes, no creyendo en él. O, por el contrario, somos conquistados por su amor, por la grandeza sublime de su carácter y la luz espiritual y moral que emana de su persona y de sus enseñanzas.

A este último grupo es al que Pedro se refiere cuando dice que somos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.

No es una elección arbitraria de parte de Dios. Somos escogidos todos aquellos para quienes Jesús ha llegado a ser precioso, como vimos anteriormente. Aquellos que aceptamos salir “de las tinieblas a su luz admirable”.

Este sentido de elección tiene un profundo y fuerte efecto psicológico y espiritual: nos da un sentido de pertenencia (a Dios y a la comunidad de creyentes), de identidad, que le da contenido y contención al alma, un sentido de propósito y de misión. Estamos no meramente para gozar (hasta quizás egoístamente) de los privilegios de la salvación, de la adopción y de la herencia reservada en los cielos, sino también para iluminar a otros con la luz del evangelio, para anunciar “las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”. Es decir, no simplemente para enseñar una doctrina, sino sobre todo para revelar a los que nos rodean la grandeza de Dios, de sus “virtudes”: su omnipotencia, su omnisapiencia, su bondad infinita, su amor infinito, su justicia infinita. Y que, mediante esta revelación, podamos conquistar el corazón de los hombres para Dios, para que también ellos sean llamados “de las tinieblas” del error, del pecado, del dolor y de la desesperanza, “a su luz admirable”, que tiene una solución para todos los problemas humanos, que llena la vida de luz y de esperanza.

Quiera Dios que, por su gracia, y por la obra de su Espíritu, podamos vivir gozándonos en este sentido de ser pueblo de Dios, un “reino de sacerdotes”, para interceder por los hombres y obrar en favor de su salvación, para llamarlos a gozar de los mismos privilegios que nosotros y participar con todos los que podamos de esa herencia eterna que nos aguarda al final de nuestro peregrinaje terrenal.

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