¿Qué hacer ante esta dura realidad que nos golpea?
Una fría tarde de invierno visité un hogar en las afueras de la ciudad. La pequeña casita parecía abandonada. Al entrar, el ambiente en penumbras era fiel reflejo de la sombra de la depresión que había apagado casi por completo la vida de ambos padres. Me contaron –muy lentamente, con voz entrecortada y mirada perdida– cómo hacía pocos meses su hijo adolescente se había quitado la vida luego de una larga historia de lucha con la depresión. Escenas como esta parten el corazón y realmente no se encuentran palabras para brindar consuelo ante tamaña pérdida. Me limité a escuchar con atención y orar con ellos por consuelo del Cielo.
Francamente, al salir de allí en silencio, una aguda sensación de impotencia embargaba mi mente. Me pregunté cómo se hace para seguir adelante luego de una prueba tan dura. Porque nadie está preparado para la muerte, mucho menos para la pérdida de un hijo, que siempre es un golpe tremendamente duro. Pero de esta forma, en estas circunstancias, no solo se trata de una pérdida irreparable, sino de una serie de ingredientes que la hacen mucho más dolorosa.
Tal vez te haya tocado una experiencia similar o conoces a alguien que la tuvo. Tal vez vivas con esa sensación de confusión extrema, aturdimiento, angustia, y el dolor insoportable de no entender qué pasó, por qué pasó, cuándo, cómo no lo captamos a tiempo y tantas cuestiones que quedan flotando en el aire.
Hablar de suicidio ya es todo un reto; y no es más fácil plantearlo aquí, por escrito, sin importar la preparación que uno tenga.
Humanidad deshumanizada
Una de las primeras preguntas que viene a mi mente espontáneamente es: ¿Por qué deberíamos tratar un tema así? ¿No es acaso la adolescencia el florecer de la vida? ¿No es, acaso, una etapa de sueños, aspiraciones, ilusiones, entusiasmo? Eso solemos pensar, ¿verdad? Y en parte es cierto. Sin embargo, lamentablemente, la realidad actual de muchos adolescentes dista bastante de este concepto. Estos días, hablando con una persona referente de la comunidad donde vivo, que trabaja con familias (y especialmente con mujeres solas y adolescentes), me expresaba con tremenda preocupación que “el tema se está saliendo de las manos”. El suicidio de adolescentes se da en edades cada vez más tempranas, incluso en niños.
Así, nuestra sociedad pareciera estar involucionando de manera alarmante y –lamentablemente– no se muestra muy amigable para los adolescentes. Ellos, en pleno desarrollo, no tienen aún, en su inmadurez, todos los recursos psicoemocionales para enfrentar la agresividad social, la indiferencia, la apatía y el desamor.
Pero no es solamente la sociedad de puertas para afuera lo que preocupa. Muchos hogares han dejado de ser el refugio necesario del mundo externo y ese oasis en medio de la aridez social imperante. Muchos niños y adolescentes sobreviven en hogares cada vez más solitarios, silenciosos, donde cada integrante de la familia vive en su mundo tras la puerta cerrada de su cuarto o el aislamiento en el teléfono celular. Muchos otros sobreviven bajo el constante fuego cruzado de violencia verbal y física entre los padres, que los aturde emocionalmente, los deprime y les quita las ganas de vivir.
Por otro lado, no solo tenemos niños y adolescentes desvinculados de su propio núcleo familiar, sino también menos conectados con la familia extendida formada por abuelos, tíos, primos, que suelen ser de gran contención para las emociones en zozobra. Son los mismos adolescentes que en el ambiente escolar tienen que enfrentar los frutos de la realidad de los hogares en forma de bullying.
En definitiva, tenemos violencia en el hogar, violencia en el ambiente escolar, violencia en la calle y violencia en la sociedad. No es de extrañar que tantos jóvenes a edades cada vez más tempranas estén perdiendo las ganas de vivir.
La indiferencia mata
“Da igual, Lore, si saco un 10 o un 3 en mis materias; es lo mismo. Si me porto bien o me porto mal, es lo mismo. A nadie le importa”. Con los ojos llenos de lágrimas, los hombros caídos y la cabeza inclinada con expresión de pesadez y abandono, esta adolescente de quince años (pulcramente vestida con ropa y calzado de marca y cuya autoexigencia la llevaba a no conformarse con menos que lo mejor) me expresaba el dolor de sentirse invisible para sus padres, profesionales que trabajaban incansablemente para brindarle todo lo que creían que ella necesitaba.
Sin embargo, no estaban presentes en las reuniones de padres, ni en los eventos del colegio ni en las presentaciones del coro. El “a nadie le importa” de la adolescente era en realidad su forma de decir: “A quienes más amo no les importa (o pareciera no importarles) lo que yo haga o no haga; por lo tanto, es como si a nadie le importara. Quienes quisiera que estén no están; por lo tanto, es como si nadie estuviera”.
La situación muestra que muchos padres –con las mejores intenciones– lo dan todo para que a sus hijos no les falte nada. Y en ese dar todo los privan de su tiempo, que es lo que los hijos más necesitan y valoran. Esa ausencia es interpretada como indiferencia. Y, sin importar lo buenas que sean las intenciones, ellos sienten que “a nadie le importa”.
La indiferencia mata la autoestima y genera un sufrimiento que la inmadurez adolescente no siempre logra soportar y superar. Por eso muchos sucumben en las drogas, los videojuegos, la delincuencia, la promiscuidad sexual; o en el mejor de los casos usan su tiempo completo para lograr algo que les aporte reconocimiento, y lo encuentran en los estudios, en los deportes o en las redes sociales.
Estadísticas alarmantes
Si bien el flagelo del suicidio siempre existió, son cada vez más tempranas las edades a las que se llega a ello. Esto es altamente preocupante.
Las cifras de suicidio en el ámbito mundial son altas. Debemos tener en cuenta que, por cada suicidio consumado, hay unas veinte personas que lo están considerando, y hay otros casos cuyo deceso se registra por otras causas. Por esto, los datos que conocemos son apenas la punta de un iceberg del que no conocemos la magnitud real.
Las estadísticas mundiales de suicidio en todas las edades han aumentado drásticamente durante y luego de la Pandemia. La adolescencia no es la excepción. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicados el 17 de junio de 2021, cada año se suicidan cerca de 700.000 personas en el mundo y cada 40 segundos una persona se quita la vida en el mundo. El suicidio es la cuarta causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 29 años.1
Por otro lado, según el estudio “Suicidio en la adolescencia. Situación en la Argentina” presentado por UNICEF Argentina el 30 de junio de 2019, los casos de suicidio en la adolescencia se triplicaron en los últimos 30 años. La cifra ascendió a 12,7 cada 100.000 adolescentes entre 15 y 19 años, y hoy constituye la segunda causa de muerte en la franja de 10 a 19 años.2
Mitos y realidades acerca del suicidio
1-Quien avisa no lo hace. FALSO. La mayoría de las personas da varias señales de alarma de alguna forma implícita o explícita. Solo hay que estar atentos y saber captar esas señales.
2-Quien intenta suicidarse quiere dejar de vivir. FALSO. Aunque esta declaración suene más que obvia, no es verdad. La verdad es que nadie desea terminar con su vida porque no quiera seguir viviendo, sino porque no quiere seguir sufriendo. Es el sufrimiento (físico o emocional) con lo que se pretende terminar.
3-Quien dice que quiere morir solo quiere llamar la atención. FALSO. Este tipo de comportamientos es un pedido de auxilio a gritos que sí debiera llamar nuestra atención; pero no para ignorarlo, sino para atender una necesidad real y genuina de atención, afecto y contención.
4-Quien intenta suicidarse o lo hace es un enfermo mental. FALSO. Hay suicidios, o intentos de suicidio, totalmente impulsivos que nada tienen que ver con una enfermedad mental.
5-Hablar de suicidio incrementa la posibilidad de cometerlo. FALSO. Hablar del tema puede ser de tremendo alivio para quien está sufriendo, y puede dar pie para compartir sentimientos y vivencias en busca de soluciones.
6-Quien lo intentó una vez lo va a volver a intentar hasta lograrlo. FALSO. Si bien cada caso es diferente, con un adecuado tratamiento profesional y contención familiar hay buenas perspectivas de recuperación de la alegría de vivir, de la motivación, y de salir adelante.
La adolescencia, una etapa vulnerable
Caracterizada por un desarrollo físico rápido y constante (acompañado de una gradual maduración psicoemocional), la adolescencia es esa edad promedio de la vida entre los 10 y los 19 años.
Esta es una de las etapas más sensibles y vulnerables. ¿Por qué ocurre esto? Recuerdo a un profesor de Biología de mi etapa de colegio secundario que decía, en la clase de Educación para la Salud: “El adolescente es como un trozo de tela que para vestido queda chico y para falda queda grande”. Esta es una forma simpática de expresar que, cuando se espera de ellos que actúen con la responsabilidad y la seriedad de los adultos, demuestran que aún son como niños; y cuando se espera que se sujeten y obedezcan a la autoridad de la casa o del colegio porque son menores, alegan que son lo suficientemente grandes como para hacer lo que quieren. En definitiva, la realidad es que por un tiempo ellos oscilarán entre la inmadurez y la adultez, entre ser niños y ser grandes, hasta lograr el equilibrio.
¿Qué características peculiares tiene la adolescencia? Veamos:
1-Autoestima delicada y frágil. El amor propio no es aún independiente de la opinión de los demás hacia su persona y del trato que reciban, en especial de su círculo íntimo y de las personas que más admiran.
2-Autoconcepto altamente dependiente de la validación externa. Aún no tienen definido cuáles son sus talentos y sus características. Para formar ese concepto, se toman de las devoluciones que reciben externamente.
3-Necesidad de estímulo constante. Esto se debe a la falta de fe en ellos mismos y en sus propias capacidades.
4-Transición del vínculo primario de sus padres a sus pares. Con los padres, el afecto es estable e incondicional, pero con sus pares tienen que ganarse un lugar enfrentando una realidad que suele no ser tan amable como la del hogar.
5-Emociones a flor de piel debido al gran flujo de hormonas propio de la pubertad. Esto se manifiesta mayormente con llanto espontáneo y frecuentemente sin motivos en las chicas, y agresividad e impulsividad en los varones.
6-Necesidad constante de contención. Siguen necesitando a sus padres a su lado con esa firmeza y estabilidad adulta que los hace sentir seguros, aunque demuestren y hagan sentir lo contrario. Y también necesitan y buscan la contención de sus pares.
7-Adaptación a los rápidos cambios físicos de la pubertad. Por lo general no están conformes y a gusto, y lo manifiestan con inseguridad, pudor y vergüenza.
8-Inmadurez psicoemocional. Son típicas las manifestaciones de timidez, introversión, dificultad de hacer amigos y crear vínculos estables.
9-Prejuicios acerca de esta etapa. Ellos saben que la adolescencia es vista por parte de los adultos como una edad problemática y –por lo tanto– ven a los adolescentes como un problema. Esto no colabora para lograr comprensión y buen trato de ambas partes.
La psicóloga y escritora Celia Antonini explica claramente: “Todas las funciones ejecutivas que tiene el cerebro, que nos hacen ser quienes somos, terminan de desarrollarse a los 25 años. Entonces las emociones en los adolescentes siempre ganan, porque no hay un sistema que las frene. Un chico de 14 tiene más riesgos y es más impulsivo que uno de 18 o 19. La adolescencia es como un puente que une la niñez con la adultez. Cuanto más te acercas evolutivamente al final del puente, más posibilidades de control tienes”.3
Está claro que no todos los adolescentes que intentan suicidarse tienen un trastorno mental como la depresión o la esquizofrenia. No todos son adictos a las drogas o al alcoholismo. Muchas veces es un arrebato impulsivo lo que lleva a una decisión de esa naturaleza, como mencionamos antes. En verdad, es muy amplia la gama de factores detonantes, como una ruptura amorosa, una enfermedad crónica, problemas familiares, violencia intrafamiliar, bullying, abuso sexual y retos en las redes, entre otros factores.
¿Señal de alerta o llamada de atención?
En la pubertad y la adolescencia son frecuentes los comportamientos inadaptados para llamar la atención, razón por la cual muchos adultos deliberadamente deciden ser indiferentes a lo que podrían ser en verdad gritos de auxilio. Hemos de tener en cuenta que, la mayoría de las veces, quien está considerando quitarse la vida da señales de alarma. Lo que llamamos inmadurez o capricho puede ser la forma que el adolescente encuentra de expresar su necesidad de ayuda. Por esto, nunca debemos ser indiferentes a este tipo de señales de alarma:
Cambio drástico de comportamiento.
Aislamiento social.
Ausentismo escolar.
Apatía.
Desgano.
Tristeza o irritabilidad constantes.
Dificultad para comunicarse y expresar emociones.
Autolesiones, como cortes en brazos y piernas.
Conductas de riesgo como uso de alcohol y drogas.
Trastornos de la alimentación.
Promiscuidad sexual.
Quebrantamiento de normas sociales.
Mensajes verbales como: “Ya se librarán de mí” o “no los molestaré más”.
Regalar pertenencias con importante valor emocional.
Desesperanza.
Falta de proyectos o planes a futuro.
¿Qué podemos hacer para prevenir este flagelo?
En primer lugar, debemos considerar que nuestros hijos tengan aptitudes socioemocionales correctas. Y estas se aprenden en el hogar más que en ningún otro lado. Son parte de la formación integral que debemos brindarles.
Por lo tanto, la prevención primaria comienza en casa, y no depende de políticas gubernamentales, ni de la escuela o la iglesia. Aunque –claramente– todo aporte es bienvenido y tiene su lugar de importancia.
Ahora bien, ¿qué podemos entender por aptitudes socioemocionales para la vida? Es nada más y nada menos que preparar hijos desde que nacen para la vida adulta, equipándolos con una serie de competencias que les permitirán enfrentar la vida seguros de sí mismos, sin necesidad de que nosotros estemos a su lado protegiéndolos y defendiéndolos continuamente. Dicho de otro modo, son herramientas para valerse por sí mismos, teniendo como objetivo la autonomía responsable.
Para lograr esto, es necesario:
Reforzar vínculos familiares y sentido de pertenencia en el hogar. Cuanto más firmes sean esos lazos familiares, menos vulnerables serán a la influencia del entorno, y menos impacto tendrán los pares y la presión de grupo en nuestros adolescentes.
Expresar amor incondicional en palabras, gestos y actos. Nuestros hijos necesitan saber que nuestro amor se mantendrá firme y no dependerá de lo que ellos hagan, ni de lo que decidan ni de lo que logren (o no logren).
Mostrar límites claros. Los límites son una expresión de amor. Pero muchas veces nos mostramos ambivalentes, con lo que generamos confusión en nuestros hijos.
Dedicar tiempo de calidad a la familia. Por bonito y cómodo que nos quede el postulado de que es mejor calidad que cantidad de tiempo, la verdad es que no hay calidad sin cantidad de tiempo.
Prodigar la dosis diaria de abrazos largos en la familia. Estos abrazos liberan oxitocina, más conocida como hormona del amor. Los abrazos alivian el estrés y nos hacen sentir seguros. Son muy necesarios para las emociones como lo es el alimento para el cuerpo.
Validar las emociones de nuestros hijos. Esto significa hacerles saber que está bien estar enojados, tristes o frustrados, porque las emociones son parte de la vida y todas son válidas.
Enseñarles a expresar lo que sienten y a gestionar sus emociones. Es muy importante no solo que valoren todas las emociones como condimento de la vida, sino además que aprendan desde pequeños a reconocerlas y a expresarlas correctamente con palabras y a gestionarlas.
Enseñar tolerancia a la frustración. En el mundo digitalizado en el que vivimos, todo está prácticamente al alcance de la mano y la recompensa es inmediata. Así, se ha perdido la paciencia y la tolerancia a la frustración. No sabemos esperar, ni respetar turnos ni seguir un proceso o secuencia de pasos para lograr algo.
Escucharlos atentamente sin interrumpir. Esto implica dejar de hacer lo que estábamos haciendo, y mirarlos a los ojos. Es una de las prácticas que genera empatía, nos hace sentir personas y personas valiosas, lo cual mantiene una autoestima sana.
Validar sus opiniones. Un niño y un adolescente que se sienten escuchados con respeto y validados en su opinión, aun cuando difiera de la de los demás, es un niño o adolescente que se siente amado y valorado, y el día de mañana no temerá enfrentar oposición al defender sus principios.
Educar en valores y principios sólidos. Estas enseñanzas constituyen la base de nuestra conducta en sociedad y son para los niños y los adolescentes un muro de protección de hábitos y conductas prejudiciales.
Hacerlos participar de las responsabilidades del hogar. Esto genera un sentido de pertenencia y eficiencia, y la satisfacción del deber cumplido. Fortalece la autoestima, la motivación y la responsabilidad.
Sin duda, además de todos los puntos anteriores, debemos siempre estar atentos a las conductas y las actitudes que ellos tengan, a fin de captar a tiempo las señales de alarma. Si esto ocurre, debemos buscar inmediatamente ayuda de un profesional competente. Cuanto más cerca estemos de nuestros hijos, conociéndolos y compartiendo sus luchas diarias en diálogo abierto y empático, estaremos en mejores condiciones de captar a tiempo cualquier señal de alarma y buscar ayuda.
¿Qué harías tú?
Piensa por un momento en cómo reaccionarías si tu hijo, tu alumno o algún nieto o sobrino te dijera o sugiriera de alguna manera que ha perdido el deseo de vivir. ¿Qué le dirías? Normalmente, lo primero que hacemos es hablarles de lo hermosa que es la vida, de cuánto Dios los ama, y hasta pensamos en textos bíblicos para compartir con ellos y levantarles el ánimo, ¿cierto?
Desde luego, todo esto no está mal y puede hacerse. Sin embargo, lo primero que necesita un adolescente angustiado, deprimido y desencantado con la vida es que alguien se tome el tiempo de escucharlo con atención plena, sin interrupciones ni discusiones. Necesita que alguien deje de hacer lo que sea que esté haciendo y valide su sentir, sus emociones y sus experiencias. Todo esto, sin hacerle sentir que es una mala persona por lo que está pasado, o peor aún, que es un mal cristiano.
Probablemente ese adolescente ya sepa que la vida es hermosa; pero él no logra disfrutarla. Seguramente ya sepa que hay muchas cosas lindas por hacer; pero no tiene motivación para hacerlas. Sin duda ya sabe que hay muchos logros que alcanzar, pero no tiene energías para trabajar en eso. Puede ser que sepa que Dios lo ama, pero no lo siente; sabe que Dios está, pero se siente solo. Y, ante esas experiencias, no hay mucho para cuestionar, porque son personales.
La muerte por suicidio es un problema de todos. Su impacto se esparce como efecto dominó y perdura en el tiempo. Apaga no solo la vida de quien decide irse antes de tiempo, sino también la vida de toda una familia y su entorno social. Los costos de cada pérdida son invaluables no solo para el núcleo familiar sino para toda la sociedad. Y no hablo solo de costo económico…
Creo que el primer paso para comenzar a revertir esta situación es involucrarse y entender que YO PUEDO APORTAR ALGO. Porque entre todos podemos crear una sociedad mucho más humana, más cálida, más alegre, más empática y más saludable.
No cuesta tanto aprendernos el nombre de las personas que nos rodean, prestarles atención, sonreírles, mirarlas a los ojos, saludarlas, abrazarlas, brindarles un oído atento y dedicarles tiempo de calidad. Porque pequeños detalles pueden salvar vidas. Y con esto no quiero minimizar el tema planteado en absoluto. Es simplemente ser “la luz del mundo”, como decía el Maestro (Mat. 5:14), y dejar que nuestra lucecita brille e ilumine otras vidas. No es tan difícil, ¿verdad? RA
Referencias:
1 https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/suicide
2 https://www.unicef.org/argentina/comunicados-prensa/suicicio-adolescencia
3 https://www.infobae.com/tendencias/2017/08/04/suicidio-adolescente-tres-expertos-debaten-sobre-las-razones-que-angustian-hoy-a-los-jovenes/
Lorena Burgos, psicóloga y madre de cuatro hijas. Junto a su esposo, que es pastor, ha servido a la iglesia en Paraguay y Uruguay. Actualmente pastorean el distrito de Centenario, Neuquén, Argentina.
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