Por Erton Köhler
Imagínate a alguien que sale retrasado de su casa para ir a una entrevista de trabajo, después de todo un año sin empleo. El despertador se quedó sin pilas en la noche, y esta persona siguió durmiendo hasta más tarde. Tras despertarse, desesperado, piensa: “¡Qué mala suerte! ¿Tenía que suceder justo hoy?” Pero, si bien pasa por grandes apuros al salir de casa, el autobús llega pronto. En ese momento, cuando este se está aproximando, le viene este pensamiento: “¡Qué buena suerte, encontrarme con este autobús justo ahora!” Luego, ya con el contrato de trabajo concretado, se encuentra con un amigo, que le pregunta si fue tomado. Sin vacilar, responde: “Tuve la suerte de ser el único candidato que cumplía con todos los requisitos de la empresa”.
Si bien esto no es una historia real, la escena es bastante común. ¿Has notado cuántas veces atribuimos a la suerte o al azar las cosas positivas o negativas que nos ocurren? ¿Realmente crees que estas son producto de la casualidad? ¿Sucedieron porque estabas justo en el lugar y la hora correctos? O ¿salieron mal porque no era “tu día”? ¿Crees en las coincidencias o en la providencia; en la suerte o en las bendiciones? Estas preguntas pueden parecer obvias para un cristiano, pero tienen que hacernos reflexionar en el contraste entre lo que realmente creemos, cómo nos expresamos, y en qué medida esto termina demostrando ingratitud y una falta de respeto hacia el Señor.
La Biblia no deja márgenes para las “casualidades”. Jesús mismo fue claro, al mencionar que nada sucede sin que el Padre lo note: “Aun vuestros cabellos están todos contados” (Mat. 10:30). Así que, ¿por qué denominar “buena suerte” a las bendiciones de Dios, y “mala suerte” a los desafíos que él nos permite enfrentar? Recuerda: “A los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Rom. 8:28). Entonces, ¿por qué denominar mala suerte a lo negativo que nos sucede y buena suerte a las cosas positivas, cuando todas son acciones divinas para moldear el carácter, procurarnos felicidad y brindarnos salvación?
Elena de White profundiza en esta idea, al resaltar que “los hombres a menudo oran y lloran debido a las perplejidades y los obstáculos que deben arrostrar. Pero es el propósito de Dios que enfrenten perplejidades y obstáculos; y si mantienen firmemente hasta el fin su confianza […] tendrán éxito, y con el éxito vendrá también el más grande gozo” (Alza tus ojos, p. 114).
Ella va aún más lejos: “La aflicción y la adversidad pueden ocasionar pesar; pero es la prosperidad la que resulta más peligrosa para la vida espiritual” (Profetas y reyes, p. 43). Lo que parece pérdida puede convertirse en ganancia, y lo que parece ganancia puede terminar siendo pérdida, porque “nuestra fe no está en las bendiciones de Dios, sino en el Dios de las bendiciones. […] Lo poco es mucho cuando lo da Dios” (Roosevelt Marsden).
Necesitamos dejar de poner nuestra atención en la suerte y concentrarla en las bendiciones. De esta manera, aprenderemos a depender del Señor en cada paso, y podremos alcanzar la misma visión y confianza que tuvo H. G. Spafford, que a pesar de haber perdido su casa en un incendio y a sus dos hijas en un naufragio, compuso las emocionantes palabras del himno “Tengo paz” (HA, Nº 426):
“Si paz como un río inunda mi ser,
O pruebas azotan mi fe;
No importa mi suerte, seguro estaré,
Pues mi alma está en paz con mi Dios”.
Vive cada día con la certeza de que “cuando los hombres van a su trabajo diario o están orando, cuando descansan a la noche o se levantan por la mañana; cuando el rico se banquetea en su palacio o el pobre reúne a sus hijos alrededor de su escasa mesa, el Padre celestial vigila tiernamente a cada uno. No se derraman lágrimas sin que él lo note. No hay sonrisa que para él pase inadvertida” (El camino a Cristo, p. 73).
Deja de lado la suerte o el azar, y entrega tu vida en las manos del Señor. “Si temes a Dios, no necesitas temer nada más” (John Mason).RA
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