[toggler title=»Reformadores Españoles» ]Además de los nombres mencionados en el texto (como Julián Hernández, y los hermanos Juan y Alfonso de Valdés), hubo otros grandes hombres de Dios que dieron lo mejor que tenían (y hasta su vida) por predicar y difundir lo que enseñaba Lutero.
Eran grandes oradores, intelectuales y escritores. Por eso, la Reforma llegó a muchos nobles de clase alta. No obstante, los reformadores españoles tuvieron que soportar la implacable persecución de la Inquisición católica. Debido a estos, muchos se transformaron en mártires y otros lograron escapar a lugares distantes.
Así, es posible mencionar a Francisco San Román, encarcelado, torturado y condenado a la hoguera en 1544. Domingo de Rojas siguió el mismo camino. Constantino Ponce de la Fuente, también condenado, no soportó la cárcel y murió en su celda.
Por otra parte, no podemos dejar de nombrar a Agustín Cazalla, Rodrigo de Valero, Juan Egidio, Francisco de Enzinas, y a los monjes Casiodoro de Reina (1520-1594) y Cipriano de Valera (1531-1602), quienes nos legaron la primera traducción de la Biblia al castellano.[/toggler]
Con la invención de la imprenta se difundió la Biblia en los hogares del pueblo y, como muchos aprendieran a leer para sí la Palabra de Dios, la luz de la verdad disipó las tinieblas de la superstición como por obra de una nueva revelación. Era evidente que había habido un alejamiento de las enseñanzas de los fundadores de la iglesia primitiva […].
Otras muchas personas relacionadas con la iglesia se asemejaban muy poco a Jesús y a sus apóstoles. Los católicos sinceros, que amaban y honraban la antigua religión, se horrorizaban ante el espectáculo que se les ofrecía por doquier. Entre todas las clases sociales se notaba una viva percepción de las corrupciones que se habían introducido en la iglesia, y un profundo y general anhelo por la reforma.
Muchos católicos cristianos, nobles y serios, entre los que se contaban no pocos del clero español e italiano, se unieron a dicho movimiento, que rápidamente iba extendiéndose por Alemania y Francia. Como lo declaró el sabio arzobispo de Toledo Bartolomé de Carranza, en sus Comentarios del Catecismo, aquellos piadosos prelados querían ver “revivir en su sencillez y pureza el antiguo espíritu de nuestros antepasados y de la iglesia primitiva”.
El clero de España era competente para tomar parte directiva en este retorno al cristianismo primitivo. Siempre amante de la libertad, el pueblo español, durante los primeros siglos de la Era Cristiana, se había negado resueltamente a reconocer la supremacía de los obispos de Roma; y solo después de transcurridos ocho siglos le reconocieron al fin a Roma el derecho de entremeterse con autoridad en sus asuntos internos. Fue precisamente con el fin de aniquilar ese espíritu de libertad, característico del pueblo español hasta en los siglos posteriores en que había reconocido ya la supremacía papal, que, en 1483, Fernando e Isabel, en hora fatal para España, permitieron el establecimiento de la Inquisición como tribunal permanente en Castilla y su restablecimiento en Aragón, con Tomás de Torquemada como inquisidor general […].
El pueblo español… se había negado resueltamente a reconocer la supremacía de los obispos de Roma”.
Así, en España se propagó un movimiento análogo al de la revolución religiosa que se desarrollaba en otros países. Al paso que los descubrimientos que se realizaban en un mundo nuevo prometían al soldado y al mercader territorios sin límites y riquezas fabulosas, muchos miembros de entre las familias más nobles fijaron resueltamente sus miradas en las conquistas más vastas y riquezas más duraderas del evangelio. Las enseñanzas de las Sagradas Escrituras estaban abriéndose paso silenciosamente en los corazones de hombres como el erudito Alfonso de Valdés, secretario de Carlos V; su hermano, Juan de Valdés, secretario del virrey de Nápoles; y el elocuente Constantino Ponce de la Fuente, capellán y confesor de Carlos V, de quien Felipe II dijo que era muy gran filósofo y profundo teólogo, y de los más señalados hombres en el púlpito y elocuencia que ha habido de tiempos acá […]. Valiéndose de la imprenta para esparcir el conocimiento de la verdad bíblica, sus obras se caracterizaban por un amor a la libertad digno del más alto encarecimiento. Escritas con gran maestría y agudeza, en estilo ameno y con pensamientos muy originales, contribuyeron grandemente a echar los cimientos del protestantismo en España.
Ya en 1519 empezaron a aparecer, en forma de pequeños folletos en latín, los escritos de los reformadores de otros países, a los que siguieron, meses después, obras de mayor aliento, escritas casi todas en castellano. En ellas se ponderaba la Biblia como piedra de toque que debía servir para probar cualquier doctrina, se exponía sabiamente la necesidad que había de reformas y se explicaban con claridad las grandes verdades relativas a la justificación por la fe […].
Entretanto, la Inquisición trataba de impedir con redoblada vigilancia que dichos libros llegasen a manos del pueblo. Ediciones enteras de libros fueron confiscadas; y no obstante, ejemplares de obras importantes, incluso muchos Nuevos Testamentos y porciones del Antiguo, llegaban a los hogares del pueblo, merced a los esfuerzos de los comerciantes y los colportores. Esto sucedía así especialmente en las provincias del norte, en Cataluña, Aragón y Castilla la Vieja, donde los valdenses habían sembrado pacientemente la semilla que empezaba a brotar y que prometía abundante cosecha.
Uno de los colportores más tesoneros y afortunados en la empresa fue Julián Hernández, que disfrazado a menudo de buhonero o de arriero, hizo muchos viajes a España, ya cruzando los Pirineos, ya entrando por alguno de los puertos del sur de España. Según testimonio del escritor jesuita fray Santibáñez, era Julián un español que “salió de Alemania con designio de infestar toda España y corrió gran parte de ella, repartiendo muchos libros de perversa doctrina por varias partes y sembrando las herejías de Lutero en hombres y mujeres; y especialmente en Sevilla. Era sobremanera astuto y mañoso (condición propia de herejes). Hizo gran daño en toda Castilla y Andalucía. Entraba y salía por todas partes con mucha seguridad con sus trazas y embustes, pegando fuego en donde ponía los pies”. […]
Respecto del carácter y la posición social de los que se unieron al movimiento reformador en España, se expresa así un historiador: “Tal vez no hubo nunca en país alguno tan gran proporción de personas ilustres, por su cuna o por su saber, entre los convertidos a una religión nueva y proscrita. Esta circunstancia ayuda a explicar el hecho singular de que un grupo de disidentes, que no bajaría de dos mil personas, diseminadas en tan vasto país, y débilmente relacionadas unas con otras, hubiese logrado comunicar sus ideas y tener sus reuniones privadas durante cierto número de años, sin ser descubierto por un tribunal tan celoso como lo fue el de la Inquisición” […].
Los esfuerzos combinados de la Iglesia Católica Romana no habían logrado contrarrestar el avance secreto del movimiento, y año tras año la causa del protestantismo se había robustecido, hasta contarse por miles los adherentes a la nueva fe. De cuando en cuando se iban algunos a otros países para gozar de la libertad religiosa. Otros salían de su tierra para colaborar en la obra de crear toda una literatura especialmente adecuada para fomentar la causa que amaban más que la misma vida […].
A través de los siglos, este testimonio hizo resaltar la constancia de los que prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres; y subsiste hoy día para inspirar aliento a quienes decidan mantenerse firmes, en la hora de prueba, en defensa de las verdades de la Palabra de Dios, y para que con su constancia y fe inquebrantable sean testimonios vivos del poder transformador de la gracia redentora. RA
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