Enfrentando la viudez con la confianza y la esperanza puestas en Dios y sus promesas.
Por Alicia Mangold de Zibecchi
Tenía que realizar un viaje sola en mi automóvil. Un sentimiento de soledad me embargaba, pues mi compañero había ido al descanso hacía poco tiempo.
Ese amanecer, pedí al Señor que tomara el volante y fuera él quien condujera mi vehículo a destino. Muy temprano, puse en contacto el automóvil. Como me gusta escuchar himnos mientras viajo, oprimí el botón que me daría la música del himnario, que acompañé con una mezcla de cantos y emociones.
Así, empezó el recorrido.
Tenía por delante varias horas de viaje. Mientras disfrutaba de la música, comencé a pensar en un corto párrafo que había leído en El Deseado de todas las gentes la semana anterior, y que me había impresionado profundamente. Lo había leído antes, pero ahora su impresión fue diferente.
Refiriéndose a María, decía: “La muerte la había separado de José, quien había compartido con ella el conocimiento del misterio del nacimiento de Jesús. Ahora no había nadie a quien pudiese confiar sus esperanzas y temores” (pp. 118, 119).
Era ella, María, la que había transitado hacía mucho, mucho tiempo, por una experiencia similar a la que me tocaba vivir ahora a mí.
Mi mente siguió recorriendo la experiencia de otras viudas de la Biblia: la viuda de Sarepta, a quien Dios alimentó; Rut, la moabita que, al colocarse bajo las alas del Omnipotente, llegó a formar parte del pueblo de Dios, a tener una familia y a pertenecer a la genealogía de Jesús; la viuda de Naín, que recibió el regalo de la compasión de Jesús y la vida de su único hijo. Jesús, el mismo Jesús, se compadece de cada mujer que llora en soledad.
Al llegar a casa, anhelé saber si Elena de White había escrito algo de su propia experiencia, porque ella también quedó viuda.
Fui al libro Mujer de visión, que contiene su historia. Avanzando en las páginas, encontré que ella había escrito un párrafo con el cual me identifiqué:
“Extraño a papá más y más. Especialmente siento su pérdida mientras estoy aquí, en las montañas. Encuentro que es algo muy diferente estar en las montañas con mi esposo y en las montañas sin él. Creo entrañablemente que mi vida estaba tan entretejida o entrelazada con la de mi esposo que me es casi imposible ser de algún gran valor sin él” (Carta 17, 1881).
No hay duda de que todos los que pasamos por esta experiencia de la viudez compartimos sentimientos semejantes: una sentida ausencia, un vacío irreemplazable, pero también una preciosa esperanza que se aferra de las promesas que quedaron registradas en la Palabra de Dios:
“Busqué a Jehová, y él me oyó, y me libró de todos mis temores” (Sal. 34:4).
“Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará Jehová” (Sal. 34:19).
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones” (Sal. 46:1).
Y tantas promesas más, que nos sostienen en la hora de aflicción.
Al continuar este camino difícil, he encontrado sostén en mi querida familia; en muchos excelentes amigos; en hermanos de iglesia que fueron y son un apoyo para seguir transitando por la vida en soledad.
He encontrado que un espíritu de gratitud me anima; que los momentos de oración y de lectura de la Palabra de Dios me fortalecen; que la compañía del amante Salvador es inmejorable; que al ayudar a otros me siento útil; que los planes de Dios son los mejores… Y que el reencuentro está cerca y la Eternidad nos espera.
Soy viuda hace 5 años ya, y esta reflexión me interpreta plenamente. Me llama la atención que yo también busque escritos de Elena de White para saber que había escrito desde su viudez. Es un proceso doloroso extremadamente, sin embargo mi amado Señor ha sido misericordioso y en la eternidad comprenderé lo que ahora no entiendo
El Señor Jesús nunca nos abandonará, pues Él se compadece de nuestras aflicciones. Bendito sea por siempre el nombre de Jehová, justicia nuestra. Amén..