La gran misión del Pastor y la de los pastores.
“Me serán testigos” fueron las palabras de despedida de nuestro Salvador a sus discípulos, antes de que la nube lo ocultara de su vista. En su ausencia, serían sus representantes en el mundo. Su vida de abnegación por la causa de su Maestro atestigua cuán fielmente cumplieron su alta comisión.
Estas palabras de Jesús no han perdido fuerza con el paso de los siglos. Nuestro Salvador pide testigos fieles en estos días de hipocresía y formalismo religioso. Pero cuán pocos, incluso entre los profesos embajadores de Cristo, están dispuestos a dar un testimonio fiel y personal de su Maestro. Muchos pueden decir lo que los grandes y buenos hombres de generaciones pasadas han hecho, se han atrevido, han sufrido y han disfrutado. Se vuelven elocuentes al exponer el poder del evangelio que ha permitido a otros regocijarse en los conflictos difíciles y mantenerse firmes contra las tentaciones feroces.
Pero, aunque son tan fervientes en presentar a otros cristianos como testigos de Jesús, parecen no tener ninguna experiencia propia nueva y oportuna que relatar.
Un ministro puede ganar reputación por su habilidad y astucia y, sin embargo, no ser un testigo reconocido de Cristo. Puede hablar de la verdad y jactarse de la verdad, aunque su corazón aún no haya sentido su poder santificador. El yo es exaltado; y la gloria de Dios, olvidada. Si faltan la verdadera piedad y la influencia del Espíritu Santo, las labores de un ministro serán un daño para el pueblo y para la causa de la verdad. No predica a Cristo basándose en un conocimiento experimental de él, sino que, como un loro, repite lo que ha aprendido de otros.
El Señor dirige a esta clase la pregunta: “¿Qué tienes tú que hablar de mis leyes?” (Sal. 50:16). Eleven a Jesús, elévenlo delante del pueblo; mediten en su amor incomparable.
Pero el corazón debe primero estar imbuido de ese amor para poder hablarlo, predicarlo, orarlo, vivirlo. Debemos tener comunión personal con Cristo, para poder revelarlo al pueblo. Las gracias de su Espíritu, la hermosura de su carácter, deben brillar en el carácter de sus testigos.
Cuántos se aferran con tenacidad a su autodenominada dignidad, que no es más que orgullo. Estos buscan honrarse a sí mismos, en lugar de esperar con humildad de corazón que Cristo los honre. En la conversación, se dedica más tiempo a hablar de uno mismo que a exaltar las riquezas de la gracia de Cristo. Estas personas enseñan a otros cómo perfeccionar un carácter cristiano, pero ellos mismos no hacen estas cosas.No han aprendido de aquel que dice: “Soy manso y humilde de corazón” (Mat. 11:29).
La verdadera santidad y la humildad son inseparables. Cuanto más se acerca el alma a Dios, más completamente se humilla y se somete. Hay una triste falta de ternura y simpatía entre los siervos de Cristo. No aman como hermanos. Son duros y dictatoriales. Especialmente su conducta hacia los que yerran carece de piedad o compasión.
Jesús nos ha dado en su vida un ejemplo de piedad y amor por los que yerran. Mientras reprendía valientemente el pecado, miraba al pecador con compasión. Pero, si bien el siervo de Cristo debe buscar con toda paciencia y amor salvar a los pecadores, de ninguna manera debe dar licencia para pecar. Al excusar y paliar el pecado, perdemos el sentido de su carácter atroz. La compasión por los que yerran no debe degenerar en indulgencia por la transgresión.
El buen Pastor dio su vida por las ovejas. Los subpastores deben velar por las almas como quienes deben dar cuenta, recordando que deben ser “ejemplos para el rebaño”. El que asume la responsabilidad de instruir a otros en las cosas de Dios debe ser un aprendiz constante en la escuela de Cristo. Dios aceptará las labores de todos los que obedezcan el llamado del Salvador: “Sígueme”.
A medida que continúen siguiendo a Jesús, su carácter se parecerá más a él. El amor a Dios y al hombre impregnará la vida. Los pensamientos se detendrán naturalmente en las cosas celestiales. El tema de conversación será el de mayor interés, la esperanza del cristiano. El mismo rostro expresará la paz que supera todo entendimiento. Una vida así es el mejor testimonio que se puede dar de Cristo.
*Texto extraído de la Review and Herald del 20 de diciembre de 1881.
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