Comentario lección 7 – Segundo trimestre 2016
La lección de esta semana abarca varios episodios de la vida de Jesús, y sería forzado tratar de encontrar un hilo conductor, un tema común a todos ellos. Cada uno de estos episodios contiene su propia riqueza, sin necesidad de querer encuadrarlos a todos dentro del tema indicado por el título general de la lección (“Señor de judíos y gentiles”; en este sentido, quizá sería más apropiado el título de “Salvador de judíos y gentiles”). Sin embargo, siempre en la vida de Jesús hay un gran tema dominante: la revelación de cómo es Dios. Cada acto de Jesús, cada milagro o cada enseñanza, cada conversación con amigos o con enemigos, era una revelación de lo que hay en el corazón de Dios, sus más entrañables sentimientos por nosotros, y de su poder infinito, lo que Dios es capaz de hacer por nosotros.
Durante el estudio de esta semana mayormente encontramos milagros de Jesús, en los que despliega no solo su poder divino sino también –y lo que es más importante– el sentir de Dios hacia nosotros, su deseo de sanarnos, bendecirnos, auxiliarnos, hacernos el bien. Pero también encontramos un par de situaciones dramáticas, como la muerte de Juan el Bautista y la controversia entre los fariseos y Jesús por causa de las tradiciones.
MUERTE DE JUAN EL BAUTISTA (Mat. 14:1-12)
Aunque ya hemos dedicado espacio para comentar sobre Juan el Bautista, aquí encontramos el momento dramático en que, por causa de su fidelidad en reprender el pecado, Juan el Bautista es encarcelado, y luego decapitado por el lascivo y pusilánime Herodes. Como ya hemos señalado anteriormente, Juan el Bautista no era movido por el deseo de recibir aprobación humana o aplausos de los hombres, ni se dejaba intimidar por la presión social y ni siquiera por las presiones del poder. No era, como dijo Jesús, “una caña sacudida por el viento”, sino un hombre entero, “de granito”, valiente y osado, que no temía “dar al pecado el nombre que le corresponde” (White). Su fidelidad en advertir a Herodes de su pecado con la esposa de su hermano le granjeó la cárcel y, finalmente, la muerte.
Cuánto deberíamos aprender los cristianos de hoy de esta valentía y “reciedumbre” cristiana, para vivir el evangelio hasta sus últimas consecuencias, y para alzar nuestra voz, cuando sea necesario, para indicar qué es el bien y qué es el mal. Pensemos que el cristianismo es el último bastión de la moralidad en este mundo. Mucha gente, en algunos aspectos de su vida, no tendrá oportunidad de escuchar una voz clara en defensa del bien y en contra del pecado, a no ser que la escuche de parte de un cristiano. Los medios de comunicación y las instituciones del saber, si bien en algunas cuestiones transmiten valores correctos, en otras se encuentran muy en tinieblas, y se llama a lo malo como si fuera algo bueno, y al bien como si fuera algo malo. Los cristianos estamos para ser la luz del mundo y para levantarnos en defensa del bien donde nos encontremos: en el trabajo, en el ámbito de estudios, en el vecindario, en la familia, con los amigos. Pero, en un mundo que en gran medida va a contrapelo de los principios cristianos, para lograr iluminarlo se necesita actitudes valientes, resueltas, firmes y claras. Que el mismo Espíritu que alentó y sostuvo la vida del Bautista sea el que nos inspire, fortalezca y utilice en el servicio de Dios.
ALIMENTACIÓN DE LOS CINCO MIL (Mat. 14:13-21)
Cuando Jesús oye de la muerte de Juan el Bautista, aunque con dolor, se retira del lugar, porque no era cuestión de, en nombre de la valentía y la indignación por la muerte del fiel siervo de Dios, Juan el Bautista, exponerse a que se acorte su obra sobre la Tierra. Jesús sabía perfectamente que el mismo destino le esperaba a él mismo (solo que con proporciones infinitamente mayores). Y él vino para ir decididamente al encuentro de ese destino, no para huir del él. Sin embargo, todo tenía su tiempo, y había una obra que debía concluir antes de entregar su vida en la Cruz. Se retira, entonces, a un lugar desierto, lejos de las multitudes.
Pero, su retiro se ve interrumpido por gente que, en su gran necesidad, acude a Jesús en busca de la solución de sus problemas. Jesús se podría haber impacientado ante el hecho de que sus planes de retiro y descanso se viesen interrumpidos, pero el relato del Evangelio nos dice, hermosamente, que “saliendo Jesús, vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos” (Mat. 14:14).
Este es el sentir de Dios hacia nosotros: compasión. Incluso sabiendo que los motivos por los cuales lo buscamos no son del todo puros, desinteresados. Es que vivimos en un mundo difícil, con problemas económicos, laborales, de salud, y de tantos otros tipos. Y si bien es cierto Dios tiene una solución final para todos ellos, cuando inaugure la vida eterna en ocasión de la venida en gloria de Jesús, el aquí y ahora se hace muy duro, lacerante. Y, entonces, porque “conoce nuestra condición, se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103:14), tiene compasión de nosotros, y anhela ayudarnos. Le importa no solo lo que tiene que ver con nuestra vida eterna, sino también lo que nos sucede durante nuestro peregrinaje terrenal, nuestros problemas temporales.
Este milagro nos muestra que en manos de Jesús siempre hay provisión para nuestras necesidades. Él puede multiplicar nuestros escasos recursos, satisfacer más que plenamente lo que necesitamos para vivir. Tiene dominio sobre la naturaleza, y maneja las leyes de la física de acuerdo con su soberana voluntad. No está limitado a ellas. Es Señor de ellas. Por eso, siempre tenemos que confiar en el Dios de los recursos infinitos, y dejar de preocuparnos por nuestro sustento, aun cuando nunca debemos, irresponsable y místicamente, dejar de ocuparnos para conseguirlo.
JESÚS ANDA SOBRE EL MAR (Mat. 14:22-33)
Este episodio de la relación de Jesús con Pedro está cargado de enseñanzas espirituales, relacionadas muy íntimamente con nuestra experiencia personal como cristianos.
Jesús, luego de despedir a la multitud, les pide a los discípulos que se adelanten hasta la otra orilla, mientras él se queda orando. Pero, en medio de la travesía de los discípulos, la frágil embarcación en la que navegaban los discípulos se ve azotada por las amenazadoras olas, porque “el viento era contrario” (vers. 24). Un símbolo muy adecuado de cuando nuestras vidas se ponen difíciles, y la frágil embarcación de nuestra existencia corre el riesgo de hundirse en la desesperación que nos producen los problemas económicos, laborales, familiares, de salud, psicológicos, espirituales, y de tantos otros tipos. Cuando sentimos que la vida nos juega en contra.
Pero, en medio de este cuadro, sorpresiva e increíblemente, aparece Jesús en la escena, caminando sobre el mar. Y la reacción de los discípulos bien puede representar la reacción que muchos de nosotros tenemos cuando Dios se nos acerca en medio de nuestros problemas: el miedo. Lo confundimos, y no sabemos reconocer el rostro de Dios dirigiendo nuestra vida en medio de la tempestad. Nos parece que es un enemigo que nos quiere hacer daño. No sabemos distinguirlo en medio del dolor.
Y la respuesta de Jesús es la misma que tantas veces aparece a lo largo de toda la Revelación bíblica, desde el mismo inicio del Texto Sagrado, en los encuentros entre el mundo celestial y el mundo de los humanos: “Tened ánimo, yo soy, no temáis” (vers. 27). Es que desde ese día fatídico en que luego de caer en pecado e inaugurar el mal y el dolor en nuestro planeta Adán y Eva se escondieron de la presencia de Dios, porque tuvieron miedo (Gén. 3:10), este sentimiento (miedo a Dios, a la vida, al futuro) se instaló en nuestra condición humana. Y lo primero que suelen hacer los ángeles o Dios mismo, y en este caso Jesús, al encontrarse con nosotros, es darnos confianza, calmar nuestros temores, hacernos saber que con Dios estamos seguros: “No temas”.
Pedro, siempre impetuoso y hasta casi un poco chiquilín (como lo notamos al tener un pantallazo de sus reacciones a lo largo de los evangelios), queda tan impactado por la experiencia de ver a su Maestro realizar un milagro tan maravilloso como caminar sobre el agua que quiere él también tener esa experiencia, y le pide a Jesús que ordene que él también participe del milagro. Jesús, como en tantas otras ocasiones (recordemos la historia de Gedeón y el vellón de lana), condesciende con la debilidad humana y accede a su petición, siempre con un propósito didáctico-espiritual de por medio (sabía muy bien lo que sucedería a continuación, y la lección que Pedro tendría que extraer de esta experiencia). Pedro, increíblemente, empieza a caminar sobre el agua (el episodio nos hace acordar a lo que sucede con Bruce Nolan, en la película Todopoderoso, con Jim Carrey y Morgan Freeman), confiado en el poder de Jesús para sostenerlo sin hundirse.
Un símbolo muy poderoso de cuando, en medio de nuestras luchas, logramos percibir la presencia de Dios, tomamos confianza en él y, fortalecidos mediante la fe en él, nos sentimos de acero, capaces de enfrentar cualquier desafío que nos presente la vida. Un símbolo de los momentos de triunfo espiritual, en los que hemos visto en forma muy señalada la intervención de Dios en nuestra vida. Los problemas pueden estar presentes, pero nuestro corazón está enfocado en Jesús.
No obstante, el problema sobreviene cuando cambiamos el foco: “Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse […]” (vers. 30). No era novedad para Pedro que él estaba en medio del mar, en medio de una tormenta. Aun en medio de ella, al fijar sus ojos en Jesús, pudo caminar sobre las aguas con seguridad. Pero en un momento desvió el foco de su atención. Volvió a reparar en el fuerte viento, en la tempestad, en las olas. Se empezó a concentrar en el problema, en vez de mantener su vista fija en Jesús. Y el resultado fue el mismo que nos sucede a nosotros: comenzó a hundirse, como empezamos a hundirnos nosotros, en la ansiedad, la angustia, la depresión, la desesperación.
Sin embargo, en medio de la situación desesperante en la que, de cierto modo, se había colocado a sí mismo (nadie le mandó que se le ocurriera caminar sobre el agua; quizá quedándose en la barca hubiese evitado el riesgo), tuvo una reacción lúcida, que es la misma que todos nosotros necesitamos tener en esos momentos angustiantes: “dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame!” (vers. 30). Esta es la oración más sencilla, directa y, sin embargo, abarcadora que hoy y siempre podemos y necesitamos hacer a Jesús, porque incluye toda la gama de nuestras necesidades, problemas, crisis y angustias: “¡Señor, sálvame!” No se requiere gran elocuencia para pronunciarla, ni gran sabiduría, ni estudios teológicos. Solo clamar a Jesús desde lo profundo de nuestro corazón y de nuestra gran necesidad que intervenga en nuestra vida, que se manifieste como lo que es: nuestro Salvador.
Y lo hermoso del pasaje es la respuesta inmediata de Jesús, tan llena de seguridad y de fortaleza: “Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él” (vers. 31). Jesús nunca se demora en responder a la oración por salvación. Al instante, él está extendiendo su mano todopoderosa para salvarnos, para auxiliarnos. Es cierto, no siempre vemos inmediatamente la respuesta visible a nuestras oraciones, pero eso no significa que apenas las pronunciemos él no esté empezando a actuar, a “mover los hilos” para salvarnos, rescatarnos del peligro y aun de nosotros mismos.
Y, finalmente, como también hemos visto en nuestra experiencia, “se calmó el viento” (vers. 32). Creo que todos podemos dar testimonio de cómo, aun cuando Jesús ha permitido que nuestra vida pase por tormentas que amenazaron con hundirnos, hemos sido librados una y otra vez de ellas, y se han calmado los vientos de las estrecheces, las amenazas, los peligros.
No obstante, nuestro transcurrir por esta vida terrenal sucede en un mar frecuentemente agitado, porque estamos en un mundo caído, de este lado de la Eternidad, nuestro verdadero Hogar. Pero pronto Jesús calmará para siempre todas las tormentas, los vientos, y llegaremos al puerto de paz, ya fuera de todo peligro. Mientras tanto, que aprendamos la lección de fe que Pedro debería haber aprendido esa noche: nuestra seguridad y nuestra paz consisten en mantener la mirada fija en Jesús y en confiar en él, en vez de concentrarnos en nuestros problemas, como si ellos determinaran nuestro destino.
JESÚS SANA A LOS ENFERMOS EN GENESARET (Mat. 14:34-36)
Escueto como es este pasaje, nuevamente es una revelación del amor compasivo de Jesús y de su poder sanador: “Cuando le conocieron los hombres de aquel lugar, enviaron noticia por toda aquella tierra alrededor, y trajeron a él todos los enfermos; y le rogaban que les dejase tocar solamente el borde de su manto; y todos los que lo tocaron, quedaron sanos” (vers. 35, 36).
Que, por la gracia de Dios, podamos tan solo “tocar el borde de su manto”, simbólicamente hablando, mediante la fe, para aferrarnos de su amor y su poder. El resultado también será, para nosotros, que quedaremos sanos, si bien no siempre físicamente, sí en nuestro interior, por la gracia de su Espíritu Santo, que puede sanar todas nuestras heridas y tortuosidades del alma.
LO QUE CONTAMINA AL HOMBRE (Mat. 15:1-20)
En este pasaje dramático, que muestra a Jesús en conflicto con los dirigentes religiosos de sus días, encontramos al Señor denunciando dos cosas: la hipocresía religiosa y la fuerza opresora de las tradiciones humanas, aunque estas sean religiosas.
El rabinismo de los días de Jesús, en su afán de asegurarse de estar “cumpliendo” la voluntad de Dios y serle fieles, habían inventado una serie de ideas y prácticas religiosas de origen puramente humano (plantas que no plantó el Padre celestial [vers. 13]), y que llevaban incluso a obrar como legitimación de la falta de armonía con los verdaderos mandatos de origen divino (como honrar al padre y la madre) y, sobre todo, con el espíritu y el sentido de estos mandatos de origen celestial.
En nombre de un celo por Dios, por su causa, por su servicio, por el Templo, muchos judíos incurrían en la práctica del Corbán; es decir, consagraban sus bienes al servicio de la iglesia (para ponerlo en los términos actuales), para que post mortem la iglesia pudiera disponer de ellos (como un testamento a nombre de la iglesia). Mientras tanto, quizá su propia familia (padres ancianos y enfermos, por ejemplo) pudiera necesitar su ayuda económica, pero estas personas se excusaban de brindar tal ayuda alegando que sus bienes estaban puestos al servicio de la causa de Dios.
¿No suena esto parecido a lo que a veces sucede en la actualidad, cuando algunos dirigentes religiosos, aun con buena intención (y otros con no tanta), convencen a algunos creyentes para que apoyen la causa de Dios con sus bienes económicos (lo cual es muy loable en sí mismo), pero sin tener en cuenta las responsabilidades morales y de amor que estas personas tienen de ayudar a sus seres queridos necesitados? Personas crédulas e ingenuas son convencidas de que como su dinero y sus bienes no les pertenecen, sino que son propiedad de Dios que él da como préstamo, deben entregarlo todo a la iglesia, a sus planes misioneros o a la compra de propiedades eclesiásticas, aun cuando hay familiares cercanos “dignos” (es decir, no aprovechadores) que padecen necesidad y necesitarían su ayuda (incluso llegan al punto de no dejar sus bienes en herencia a sus hijos, para entregarlos a la iglesia).
Pero Jesús invierte el orden de los valores de los fariseos (en realidad, establece el orden verdadero), y enseña que las responsabilidades de amor hacia nuestros seres queridos (sobre todo, los que nos dieron la vida y la sustentaron hasta que fuimos mayores) están en primer lugar, incluso por encima de nuestras responsabilidades eclesiásticas. Atender a nuestros padres ancianos y/o enfermos, a nuestros hijos pequeños, a nuestro cónyuge, siempre que nos necesiten de verdad, parece ser más prioritario a la vista de Cielo que desvivirnos por dar estudios bíblicos, hacer obra misionera, participar en todos los programas de la iglesia o incluso nuestro apoyo económico a ella. Cuántos incurren en el descuido de sus responsabilidades familiares, bajo el pretexto de que están haciendo la “obra de Dios” al participar activamente en la iglesia. Uno se pregunta si en el fondo esto no esconde, como sucedía con los fariseos del tiempo de Cristo, el deseo inconsciente de expiar sus pecados mediante un despliegue de obras eclesiásticas, de ganar méritos delante de Dios. Pero Jesús siempre pone el amor al prójimo –y especialmente a los más cercanos y hacia quienes tenemos un mayor grado de responsabilidad– como el valor supremo en su Reino.
Y también hay una advertencia, en este pasaje, en contra de los peligros de la tradición: de ideas, costumbres y normas eclesiásticas de origen puramente humano, no avaladas por la Palabra de Dios. Es indudable que la iglesia (cualquiera que sea) es un fenómeno no solo divino sino también humano (más humano, en el mal sentido de la palabra, de lo que muchos quisiéramos). Como tal, contiene elementos no solo religiosos, de origen divino, sino también sociológicos, de origen en las interacciones humanas. Y, en este sentido, es casi imposible que, en medio de nuestros principios y normas divinos, no se “cuelen” ideas y prescripciones meramente humanas.
¿Puede ser que en nuestra cultura adventista, en nuestro “estilo de vida adventista”, sigamos sosteniendo normas que, en realidad, tienen poco o ningún sustento en la Palabra de Dios, pero a las cuales nos aferramos con dientes y uñas, y lo que es peor, que las usemos para medir “cuán buenos adventistas” son nuestros hermanos?
Recordemos la advertencia de Jesús, basada en una profecía de Isaías: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (vers. 8, 9). Y “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada” (vers. 13). Asegurémonos que dentro de la iglesia solo haya plantas que haya plantado nuestro Padre celestial, y no nosotros mismos, con nuestras estrechas y egoístas visiones humanas.
LA FE DE LA MUJER CANANEA (Mat. 15:21-28)
Aquí encontramos un pasaje raro. Jesús actúa, inicialmente, en forma extraña, al realizar un “acting” delante de la mujer sirofenicia y de sus propios discípulos, con una actitud de aparente menosprecio de esta mujer pagana.
No es el Jesús al que estamos acostumbrados y al que idealizamos.
Pero el final del relato nos muestra lo que había realmente en su corazón: el deseo de bendecir a esa mujer y liberar a su hija del dominio del enemigo. Y, por contraste, enseñar una lección a sus discípulos en contra del exclusivismo judaizante, y los prejuicios étnicos y religiosos.
Jesús, en su omnisapiencia, parece mostrarnos que en sus designios hacia esa mujer estaba el probar su fe. La lleva al punto de que su fe no es una fe cómoda sino una fe que lucha por conseguir la bendición de Dios, incluso si eso implica humillarse delante de ese judío considerándose a sí misma como un “perrillo”, que tan solo quiere comer de las migajas que caen del plato de los hijos. No le importa ser considerada como un animal (aunque sea un entrañable animal doméstico). Nada le importa, con tal de lograr que su hija sea liberada. No reclama nada. No se cree MERECEDORA de la bendición de Dios, pero sí NECESITADA de ella. Y, como tal, se aferra con dientes y uñas de Jesús.
Jesús ha probado su fe, su empeño, su lucha espiritual por salvar a su hija. Y responde honrando la fe de esta madre desesperada: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora” (vers. 28).
Y esta es la actitud que necesitamos tener ante Dios para obtener su bendición: ser conscientes de nuestra indignidad. No merecemos, por nosotros mismos, su bendición. No tenemos méritos. No podemos reclamarle nada a Dios ni exigirle. Solo podemos presentarle nuestra gran necesidad, o la de un ser querido. Pero, si con la misma humildad de la mujer sirofenicia nos aferramos de Jesús y “porfiamos” para obtener su bendición, él, que está deseoso de concedérnosla, lo hará, porque sabe que el proceso de subyugación de nuestro corazón ante él y su voluntad se ha producido en nosotros, y estamos preparados para recibir y saber valorar su bendición. De lo contrario, el orgullo nos puede hacer sentir que merecemos sus bendiciones, y que es “natural” que seamos favorecidos por Dios, porque él está en deuda con nosotros.
Además, Jesús mostró con este milagro la universalidad del amor divino, contrariamente al sentir y el pensar del pueblo judío de sus días: Dios ama a todos los pueblos, y quiere bendecirlos a todos, como de hecho lo hace cada día al hacer salir su sol sobre todo ser humano, independientemente de su raza o religión (Mat. 5:45).
JESÚS SANA A MUCHOS (Mat. 15:29-31)
Nuevamente encontramos a Jesús en plena actividad misericordiosa, para aliviar la carga de los seres humanos. La gente acudía en multitudes, con una variedad de casos desesperantes de necesidad humana. Y el relato, muy escuetamente, pero significativamente, nos dice que “los pusieron a los pies de Jesús, y los sanó” (vers. 30). ¡Qué despliegue del amor divino!
ALIMENTACIÓN DE LOS CUATRO MIL (Mat. 15:32-39)
Nuevamente, aquí se repite el milagro de la alimentación de una multitud. Lo destacable del pasaje es que aun cuando los discípulos habían presenciado el primer milagro de alimentación hacía poco tiempo, otra vez Jesús tiene que hacerles ver que con él todo es posible, que no hay límites para su poder sustentador. A veces pensamos que si tan solo tuviésemos un encuentro personal con Jesús, cara a cara, si tan solo pudiésemos presenciar un milagro concreto, real, irrefutable, tendríamos una fe gigantesca que nos acompañaría toda la vida. Sin embargo, los discípulos estaban “cansados” de ver milagros obrados por Jesús, y ni siquiera así parecen haber aprendido la lección. Esto nos habla de que la fe tiene que ver con algo más que con manifestaciones sensacionales. Es el cultivo de una relación con Jesús que lleva tiempo, experiencia, e incluso el aprender a lidiar con la duda y las decepciones.
También nos enseña que sus bendiciones son para todos, no solo para los que pertenecen a la “iglesia verdadera”, sino para todo hijo de Dios por creación, que habita sobre la faz de la Tierra. Esto nos debería ayudar a salir de nuestro naturalmente humano exclusivismo religioso y tendencia al sectarismo, que nos hace sentir que somos el “ombligo” del mundo, y que tenemos el monopolio de Dios y sus bendiciones. Jesús está empeñado en ayudar y bendecir a todos los pueblos, y nosotros, como sus hijos y representantes, deberíamos hacer lo mismo, sin distinciones de ningún tipo.
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