¿Puede un cristiano portar armas?
Desde esta columna, centrada en los tiempos proféticos en que vivimos, hemos llamado más de una vez la atención al hecho de que Jesús comparara la sociedad del tiempo del fin con dos sociedades del pasado en que Dios intervino para interrumpir el curso del mal; interrupción necesaria para el plan de salvación. Así, Jesús dijo que la sociedad del tiempo del fin “será como en los días de Lot” (Luc. 17:28), refiriéndose al pecado de inmoralidad sexual de Sodoma y Gomorra.
También Jesús afirmó que las condiciones del mundo en el tiempo del fin serán “como en los días de Noé” (Mat. 24:37). ¿Cuál fue el pecado de la sociedad antediluviana? Más allá de que “todo lo que la gente pensaba o imaginaba era siempre y totalmente malo” (Gén. 6:5), lo que se destaca es que “estaba llena de violencia” (Gén. 6:11), y nuevamente acusa a los seres humanos de haber “llenado la tierra de violencia” (6:13).
No es de extrañar, entonces, que una de las señales del fin sea el aumento “de guerras y amenazas de guerras” (Mat. 24:6); y nuevamente se refuerza con la idea de que “una nación entrará en guerra con otra, y un reino con otro reino” (Mat. 24:7).
Nadie duda de que estamos viviendo tiempos tumultuosos. Con una guerra en curso que mantiene en vilo a gran parte de Europa, junto con la realidad de que uno de los bandos en guerra tiene el segundo arsenal bélico y nuclear más grande del mundo (capaz de hacer volar por los aires gran parte del planeta), el rompecabezas profético sigue colocando fichas en su lugar, que van completando el escenario del tiempo del fin.
Además de que veamos esta realidad mundial como el cumplimiento de las señales del tiempo del fin, debemos también recordar la posición histórica adventista ante los conflictos armados. Hace más de 150 años, durante el tercer Congreso Anual de la Asociación General, se resolvió que, a pesar de nuestra “lealtad a César”, “estamos obligados a declinar toda participación en actos de guerra y derramamiento de sangre por ser incompatibles con los deberes ordenados sobre nosotros por nuestro divino Maestro hacia nuestros enemigos y hacia toda la humanidad”. Dos años más tarde, también se resolvió: “El portar armas, o participar en la guerra, es una violación directa de las enseñanzas de nuestro Salvador y del espíritu y la letra de la Ley de Dios”. Y al año siguiente, se votó esto: “La guerra nunca fue justificable sino bajo la dirección inmediata de Dios, quien de derecho tiene en su mano la vida de todas las criaturas; y que al no presentarse ahora tal circunstancia, no podemos creer que sea justo que los siervos de Cristo tomen las armas para destruir la vida de sus semejantes”.[1]
Sí, desde los mismos comienzos la Iglesia Adventista sentó su posición contra la portación de armas, contra la guerra y contra toda ocasión en que un hijo de Dios se vea en la situación de quitarle la vida a otro hijo de Dios. Sí, tenemos responsabilidades hacia los Estados nacionales, pero esas responsabilidades no deben llevarnos a transgredir el principio de preservación de la vida de nuestros semejantes. Sería una aberración que, por “dar a César lo que es de César”, quitemos a otros el mayor tesoro que Dios le ha dado: la vida. Hemos sido llamados a ser embajadores de paz, a compartir la vida eterna, no a suprimir la vida.
En medio de un mundo lleno de violencia, debemos compartir el evangelio, y así poder estar cada día más cerca de ese Cielo Nuevo y esa Tierra Nueva, donde “no habrá más muerte ni tristeza ni llanto ni dolor. Todas esas cosas ya no existirán más” (Apoc. 21:1-4).
[1] Estas tres citas son de las actas del Congreso de la Asociación General, 17 de mayo de 1865; 14 de mayo de 1867; y 14 de mayo de 1868.
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