“Conozco tus sufrimientos y tu pobreza […]. Sé cómo te calumnian los que dicen ser judíos pero que, en realidad, no son más que una sinagoga de Satanás”.
Apocalipsis 2:9
Apocalipsis 2:9 y 3:9 han dividido aguas desde hace años entre quienes acusan a Juan de antijudaísmo y quienes dicen, en su defensa, que los allí censurados eran en realidad cristianos que se decían judíos para disfrutar de la tolerancia religiosa concedida por el imperio al judaísmo, y evitar así la hostilidad de las autoridades contra la joven iglesia. En última instancia, el factor común subyacente en ambas posiciones es un desdén hacia la fiabilidad histórica del registro bíblico. ¿Acaso se puede confiar en la objetividad de alguien con prejuicios antijudíos? Claro que no. Mucho menos en la presunta inspiración divina de sus escritos y, por carácter transitivo, en la del resto del Nuevo Testamento. ¿Qué, acerca de la otra postura? Ciertamente, exonera a Juan de antijudaísmo y hasta lo califica como precursor de un ecumenismo cuyo precio, en algunos círculos teológicos, han sido las reinterpretaciones políticamente correctas del texto bíblico.
Una mirada cuidadosa a esos dos textos reporta valiosas pistas acerca de qué quiso decir Juan realmente allí. Para empezar, la palabra “sinagoga” aparece 56 veces en el Nuevo Testamento, siempre como designación del lugar de reunión y de instrucción religiosa del judaísmo, y muchas veces como fuente de hostilidad y violencia contra la naciente iglesia, tanto en Palestina como en la diáspora (Hech. 4:1-3, 15-18; 5:17, 18, 27-33, 40; 6:8-15; 7:51-60; 9:23, 29; 13:10, 45-50; 14:2-5, 19; 17:5-8, 13; 18:6, 12, 13, 17; 19:9; 20:3; 21:10-36; 22:22, 23; 23:12, 20, 21; 24:1-9, 27; 25:2, 3, 7; 26:21; 28:17-29). No obstante, es evidente que Juan no se refiere al judaísmo en general. El hecho mismo de que Juan los calificara como presuntos judíos implica un reconocimiento tácito de los verdaderos judíos, los que hacían honor a su identidad religiosa con su conducta ejemplar.
Una evidencia adicional del carácter local, no generalizado, del fenómeno al que Juan se refiere es que solo aparece en sus mensajes a las comunidades cristianas de Esmirna y Filadelfia, aun cuando la mayor concentración judía y cristiana se encontraba sin duda en la populosa Éfeso. En otras palabras, parece que, a diferencia de Esmirna y Filadelfia, no había conflictos entre la iglesia y la sinagoga en la gran metrópoli o en la provincia de Asia en general, al menos, cuando Juan escribió.
El Nuevo Testamento, protagonizado y escrito casi exclusivamente por judíos, es crítico particularmente con el sector del judaísmo encarnizadamente hostil al movimiento cristiano. Se muestra, además, autocrítico con el propio cristianismo. Esos tres hechos deberían bastar para eximirlo de cualquier sospecha de tendenciosidad antijudía o de falta de objetividad. Hablar de antisemitismo en el Nuevo Testamento significaría proyectar el escenario del cristianismo europeo medieval retrospectivamente al siglo I. Por el contrario, la iglesia del siglo I parece haber sido consciente de la pluralidad del judaísmo de sus días.
Negar la hostilidad anticristiana de esos sectores durante los primeros siglos de nuestra era equivaldría a desconocer el antisemitismo de la Europa cristiana en general y de algunas naciones europeas en particular; algo que asombrosamente algunos pretenden hacer, por ejemplo, con respecto a los holocaustos armenio y judío de principios y mediados del siglo XX respectivamente. El negacionismo, la relativización del pasado, el silenciamiento o la tergiversación del testimonio histórico independiente y coincidente es un precio demasiado elevado por la concordia interconfesional.
Confundir revisionismo con reversionismo histórico en nombre de lo políticamente correcto o conveniente, renegando así de la verosimilitud histórica de las fuentes judeocristianas como sacrificio sobre el altar de la paz religiosa, equivale a ser generoso con lo ajeno. Es ir del extremo de la denigración cristiana antisemita medieval a la autodenigración cristiana posmoderna, en nombre de la unidad, en aras de una convivencia comprada al excesivo precio de la verdad.
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