“Pero yo he puesto mi esperanza en el Señor; yo espero en el Dios de mi salvación. ¡Mi Dios me escuchará!” (Miqueas 7:7).
Recuerdo el día en que caminaba por los predios del Sanatorio Adventista del Plata, Argentina, mirando hacia el letrero que me guiaba a la librería. Se trataba de la librería de esa institución y era muy especial para mí, ya que una vez al mes la visitaba para conocer el material nuevo que les llegaba. Mi interés siempre estaba en los libros, sobre todo en los que se relacionaban de alguna manera con la carrera que estaba estudiando: Psicología.
Mirando las repisas de la tienda, hubo un título que me llamó mucho la atención: Terapia de la esperanza: cómo abrir los horizontes del futuro, del Dr. Mario Pereyra. Inmediatamente comencé a mirar a través de sus páginas, y no tuve más remedio que comprarlo. Desde ese momento, la esperanza se convirtió en una de mis temáticas más investigadas.
La palabra esperanza se deriva de la palabra esperar. ¡Esperar! ¡Qué palabra tan significativa en estos tiempos!, ¿no te parece? Esperar a que tu ser querido salga de terapia intensiva por la COVID-19, esperar a que puedas tener suficientes fuerzas como para levantarte de la cama a pesar de sufrir una depresión, esperar a que abran las fronteras para poder abrazar a ese ser querido que tanto extrañas y presentarle a tu hijo que nació en pandemia. Esperar en medio de la incertidumbre. Esperar…
La esperanza implica la generación de creencias y expectativas, las cuales hacen que el cerebro libere neuroquímicos llamados endorfinas y encefalinas, que imitan los efectos de la morfina. Específicamente, el saber esperar estimula el lóbulo prefrontal asociado a la toma de decisiones y la resolución de problemas. La esperanza también estimula el cíngulo anterior, una de las estructuras asociadas al control de tu estado de ánimo, y ayuda a mejorar la conciencia social, la compasión y el amor propio. Este estado mental también nos ayuda a disminuir la actividad de la amígdala cerebral, estructura que está ubicada en nuestro sistema límbico y que se encarga de activar procesos de estrés, preocupación, etc.
Los tiempos que estamos viviendo son muy difíciles y, muchas veces (con la mejor de las intenciones), caemos en esta postura de positividad tóxica en donde “no pasa nada, todo está bien”. Sin embargo, el tener esperanza nos da una perspectiva diferente y es tan vital para el cerebro como el oxígeno que respiramos.
Entonces, ¿por dónde comienzo? ¿qué debo hacer para comenzar a saber esperar?
Comienza por tener estos aspectos en cuenta:
-Mira hacia atrás. Haz un recuento de todo lo que has vivido y de cómo Dios te ha acompañado a través de todos los procesos… los más alegres y los más dolorosos.
-Cuida lo que dices, porque tu cerebro te escucha. Si pasas todo el día quejándote, difícilmente verás la vida con otros ojos y de alguna manera transmitirás a otros ese mismo sentimiento de inconformidad constante.
-Sé agradecido. Este aspecto lo hemos trabajado anteriormente; sin embargo, es tan importante y tan transversal a nuestra vida que no podemos dejarlo de lado.
-Recuerda que no estás solo. Toma acción y pon tu esperanza en el Dios que sabe, en el Dios que oye y en el Dios que todo lo ve.
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