Que este fin de año sea el (re)inicio de la fe.
Desde esta columna, y a lo largo de todos los meses de este año, nos hemos propuesto ocuparnos en desarrollar alguna virtud del carácter. Elena de White dijo enfáticamente que lo único que llevaremos al Cielo será nuestro carácter (Mensajes selectos, t. 3, p. 225); es decir, los valores que hayamos incorporado a nuestra vida, para modelar el ser que cada uno es y espera ser.
Así, hemos sugerido ser agradecidos, compasivos, sabios, perseverantes y cultivar el dominio propio, entre otras virtudes. Al concluir este año, nos parece propicio que reforcemos una fortaleza del carácter clave que jamás debemos olvidar ni abandonar: la esperanza, la esencia misma que nos caracteriza como cristianos adventistas.
El apóstol Pablo exhortaba a los hermanos de la iglesia de Colosas a que no abandonaran la esperanza del evangelio, ya que es la fuerza motriz del plan de salvación. Por supuesto, se refería a la esperanza suprema, la segunda venida de Jesucristo. Pero también podríamos agregar que es bueno no abandonar las esperanzas humanas, los planes y los propósitos que podamos cultivar, ya que si lo hiciéramos correríamos el peligro de sucumbir en la desesperanza.
Cuando la desesperanza invade al ser humano, se produce un colapso de toda la personalidad, ya que la esperanza es lo que cimienta el bienestar y concede estabilidad emocional y mental. Cuando el fundamento cede, toda la estructura se derrumba.
La forma más frecuente de desmoronamiento de la organización psicológica es la depresión. Aaron Beck, el psicólogo más prominente de la escuela cognitiva, declaró enfáticamente que la desesperanza es el núcleo central de la depresión. Por supuesto, esto no significa que todo aquel que “abandona la esperanza” caiga en depresión, pero puede padecer de cierta propensión o tendencia a sufrirla. Las causas de la depresión son múltiples, pero una vida sin esperanza promueve cierta predisposición a sumergirse en los abismos del sufrimiento anímico. Abandonar la esperanza, tanto en el nivel humano como en el ámbito trascendente, es fatal.
El teólogo alemán Jürgen Moltmann afirmó:
Actualmente buscamos una esperanza que no defraude, ni limite al hombre en su libertad, sino que le ofrezca nuevos horizontes a su futuro: una esperanza capaz de inocular en el hombre alegría del futuro, valor por la libertad y pasión por lo posible, y que, por consiguiente, supere la tristeza que le produce la situación actual de su existencia y de la sociedad en que vive.
Nosotros pretendemos superar a Sísifo y su mundo absurdo, siguiendo las huellas de Abraham, que abandonó su patria, su familia y su herencia, a fin de encontrar, gracias a su esperanza en Dios, la tierra prometida de la libertad”.
El experimento esperanza (Salamanca: Sígueme, 1977), p. 29.
Por eso, al terminar este año, creemos oportuno dedicarlo a cultivar la esperanza, mirando con optimismo los nuevos horizontes del nuevo año, renovando los desafíos de mejorar, alentando a nuestra familia y a aquellos que nos rodean a confiar en las promesas de Dios.
Así que, sigamos el consejo del apóstol: “Cristo los ha reconciliado […] por medio de la muerte, para presentarlos santos, sin mancha e irreprensibles ante él, si permanecen fundados y firmes en la fe, sin moverse de la esperanza del evangelio” (Col. 1:22, 23).
Este es un tiempo para reforzar la fe y las creencias que nos sostienen; mirando con optimismo las luces de un mañana mejor, ya que avanzamos hacia la redención eterna. Esa seguridad nos mantendrá seguros y estables mental y espiritualmente.
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