“Considera al íntegro, y mira al justo” (Sal. 37:37).
Una de mis tareas durante mi servicio voluntario en el colegio adventista de Francia, era cuidar niños. Los alumnos de la escuela primaria que vivían lejos podían quedarse a comer en el comedor del predio, y mi responsabilidad era buscarlos, almorzar con ellos y guiarlos en actividades recreativas, hasta que recomenzaban las clases por la tarde.
Una de las niñas se llamaba Vanessa; seis años tenía la pequeñita. Sonrisa de oreja a oreja todo el tiempo, y cabello bien cortito. ¡Un verdadero primor! Pero hablaba muy rápido, y hasta por los codos. ¡Me hablaba muy rápido y hasta por los codos! En ese momento, mi francés era muy básico, y no entendía mucho de lo que me decía. Un día, le dije: “Vanessa, me hablas todo el tiempo, pero ¡no te entiendo!” Ella, muy desenvuelta, me respondió: “No te preocupes, ¡así vas a aprender francés más rápido!” Su teoría pedagógica no produjo resultados, lamentablemente… Aunque nunca voy a olvidar su cariño y su sonrisa.
Todos conocemos a gente que habla, y habla y habla, y no siempre dice mucho, en realidad. Y también conocemos a gente que observa y escucha, más bien; y cuando abren la boca, lo hacen para decir algo pertinente. Por lo que leemos en los evangelios, Jesús pertenecía a este último tipo de personas.
“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra” (Juan 8:4-8).
“Y le enviaron algunos de los fariseos y de los herodianos, para que le sorprendiesen en alguna palabra. Viniendo ellos, le dijeron: Maestro, sabemos que eres hombre veraz, y que no te cuidas de nadie; porque no miras la apariencia de los hombres, sino que con verdad enseñas el camino de Dios. ¿Es lícito dar tributo a César, o no? ¿Daremos, o no daremos? Mas él, percibiendo la hipocresía de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis? Traedme la moneda, para que la vea. Ellos se la trajeron; y les dijo: ¿De quién es esta imagen y la inscripción? Ellos le respondieron: De César. Respondiendo Jesús, les dijo: Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios. Y se maravillaron de él” (Mar. 12:13-17).
Una y otra vez, los enemigos de Jesús buscaban “sorprenderlo en alguna palabra”, hacer que dijera algo digno de reprensión, algún traspié. Pero Jesús era mucho más inteligente de lo que ellos pensaban. Jesús terminó maravillándolos con su genialidad. Una genialidad que nace de la observación. Jesús debió de haber observado detenidamente las monedas de César. Debió de haber observado los gestos y las costumbres de aquellos que condenaban a la mujer, allá, en el patio del Templo. Jesús observaba, y se tomaba el tiempo para pensar en aquello que observaba.
Jesús nos estaba enseñando cómo usar nuestra comunicación con los demás y a convertirla en una buena influencia. Con pocas palabras positivas y pertinentes, podemos ir lejos en la relación con aquellos que no conocen a Jesús. Y, al observarlos y escucharlos, podremos descubrir cuáles son sus necesidades, para luego darles una mano.
Observando se aprende. Y cuando, como hijos de Dios, nos tomamos el tiempo para observar y considerar lo que sucede a nuestro alrededor, el Espíritu Santo puede ejercer una influencia mucho más profunda en nuestra mente. Dejemos que él hable, y moldee nuestros pensamientos.
Y, a las “Vanessas” de nuestro entorno, démosles un buen libro para leer; así descubren los beneficios del silencio, de vez en cuando (¡Qué egoísta…!). RA
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