Comentario lección 5 – Cuarto trimestre 2016
Con la lección de esta semana, nos introducimos de lleno en la sección poética del libro de Job y, con ella, en las desgarradoras expresiones de dolor por parte de Job y en los conflictivos diálogos con sus amigos.
UNA ACLARACIÓN TEOLÓGICA
Antes de comentar específicamente la sección de esta semana, conviene hacer una aclaración sobre la inspiración de los contenidos del libro de Job. Frecuentemente, en nuestros estudios bíblicos y en nuestra apologética, solemos citar las declaraciones de Job o de sus amigos para fundamentar la doctrina que sostenemos, como iglesia, acerca del estado de los muertos (p. ej.: Job 14:10-12, 14, y varios versículos de los capítulos que hemos visto esta semana). Sin embargo, este es un error teológico, porque ni Job ni sus amigos eran profetas. Eran creyentes en Dios, pero eran seres falibles, finitos, e incluso ignorantes de algunas cuestiones teológicas (solo tenían la transmisión oral; todavía no existía la Revelación escrita, que vino con Moisés, probablemente siglos después de la existencia del patriarca Job). Lo inspirado del libro de Job es EL LIBRO MISMO; es decir, el relato fidedigno que hace Moisés, inspirado por Dios, de la experiencia de Job (de paso, es imposible que Moisés supiera con tanto detalle los diálogos que sostuvieron Job y sus amigos, simplemente por transmisión oral. Evidentemente, Dios probablemente no solo inspiró a Moisés sino también, en este caso, dictó a Moisés estos diálogos; en nuestra teología acerca de la Revelación, distinguimos entre inspiración mecánica [o dictacional] –en la cual no creemos en general–, e inspiración verbal [o dinámica, del pensamiento o de las ideas] –que es la que sostenemos mayoritariamente como iglesia).
De modo que, así como tanto Job como sus amigos erraron teológicamente acerca de algunas cuestiones sobre la relación de Dios con el pecado y el sufrimiento (pensar que el sufrimiento es un castigo directo por pecados propios o de los ancestros, por ejemplo), también podrían haber errado en su concepto sobre el estado de los muertos. Que en este caso las expresiones de Job coincidan con la enseñanza general de la Biblia sobre el estado de los muertos no convierte necesariamente a las palabras de Job sobre este tema en un buen fundamento teológico. Él no era un profeta inspirado por Dios, sino un creyente que sostenía la enseñanza correcta (seguramente por transmisión oral desde sus ancestros). Pero también podría haber estado contaminado, en este sentido, por los errores teológicos que sin duda circulaban en su cultura, desde la primera gran mentira que dijo Satanás en el Edén, acerca de la supuesta inmortalidad natural del alma.
EL SUICIDIO: ¿VALE LA PENA LA VIDA?
Los textos seleccionados para estudiar, analizar y, sobre todo, reflexionar en esta semana (capítulos 3, 6 y 7 de Job) constituyen expresiones que implican problemas teológicos (todos los creyentes hacemos una teología, no en el sentido de que seamos teólogos profesionales ni grandes lectores de producciones teológicas, sino que todos tenemos un CONCEPTO de Dios y de su relación con nosotros, y eso es de lo que trata, en definitiva, la teología). Y también son un tremendo testimonio de psicología humana: nos revelan lo que puede pensar y sentir una persona que está llevada a los límites del dolor y la capacidad de soportar el sufrimiento. Y nos confrontan con un tema que aparece no explícito, pero sí latente en el libro de Job: el suicidio. ¿Vale la pena vivir en este mundo? Sobre todo, cuando uno está sufriendo mucho, demasiado, ¿vale la pena seguir viviendo? Estas son algunas de las desgarradoras expresiones del patriarca Job al respecto:
“Después de esto abrió Job su boca, y maldijo su día. Y exclamó Job, y dijo: Perezca el día en que yo nací, y la noche en que se dijo: Varón es concebido. […] Por cuanto no cerró las puertas del vientre donde yo estaba, ni escondió de mis ojos la miseria. ¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre? ¿Por qué me recibieron las rodillas? ¿Y a qué los pechos para que mamase? Pues ahora estaría yo muerto, y reposaría; dormiría, y entonces tendría descanso. […] ¿Por qué se da luz al trabajado, y vida a los de ánimo amargado, que esperan la muerte, y ella no llega, aunque la buscan más que tesoros?” (Job 3:1-3, 10-13, 20, 21).
“¡Quién me diera que viniese mi petición, y que me otorgase Dios lo que anhelo, y que agradara a Dios quebrantarme; que soltara su mano, y acabara conmigo!” (Job 6:8, 9).
El gran escritor y filósofo argelino-francés Albert Camus (1913-1960), premio Nobel de Literatura (1957), en su obra El mito de Sísifo (1942), ha declarado que “Solo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el problema del suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.
Este es el problema con el cual se han enfrentado millones de personas a lo largo de la historia, cuando los grados de sufrimiento que padecieron (físicos, o económicos, o familiares o emocionales, etc.) parecieron llegar a tales extremos que la vida ya les parecía insoportable.
Es cierto que en ningún momento Job habla de suicidio, no parece haber ideaciones suicidas. Quizá porque es tan fuerte su concepto de Dios que entiende y tiene asumido como valor muy fuerte en él que el único que tiene derecho a dar o quitar la vida es el Creador; quizá porque, sin saberlo ni darse cuenta en un nivel consciente, en el fondo, y aun a pesar de todas sus desgracias, sigue aferrándose a la vida, lo que implica que en realidad, en su fuero íntimo, considera que vale la pena seguir viviendo.
Quien ha tratado también de manera muy profusa el tema del suicidio ha sido el gran psicólogo Viktor Frankl (1905-1997), a quienes ustedes me han visto citar muy frecuentemente. Y es que el Dr. Frankl tiene una doble autoridad para hablar sobre el tema: en primer lugar, por haber sido médico neurólogo y psiquiatra, y fundador de la escuela de psicología denominada Logoterapia, y por lo tanto con gran experiencia en tratar con pacientes víctimas de extremos de sufrimiento psicológico, muchos de ellos con verdaderas ideaciones suicidas. Y, en segundo lugar (y quizás esto sea más importante todavía que su acreditación académica y profesional), porque él mismo atravesó por lo que él ha llegado a denominar “el infierno sobre la Tierra”: haber sido prisionero en distintos campos de concentración (incluyendo los terribles Auschwitz y Dachau) durante la dominación nazi sobre Europa en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). En esa oportunidad, Frankl perdió a toda su familia (padre, madre, su flamante esposa), y él mismo estuvo sometido a las condiciones infrahumanas de los campos de concentración, y en más de una oportunidad al borde de la muerte. Sin embargo, él ha dado testimonio, con su vida y su obra, que la vida merece ser vivida, aun bajo las peores circunstancias.
Durante esos años en que estuvo recluso (1942-1945), él pudo observar cómo compañeros de esa desgracia, cansados de tanto dolor y ya sin esperanza ni sintiendo que tenían una razón para vivir, optaban por lanzarse contra las alambradas electrificadas con las que estaban cercados los campos de exterminio, la forma más común de suicidio. Sin embargo, muchos otros (la mayoría, en realidad), seguían apostando a la vida, a pesar de todo. Sea por cobardía (no atreverse a suicidarse) o por motivos superiores, seguían luchando por sobrevivir, seguramente sostenidos por la esperanza de que algún día llegaría la liberación o –en los espíritus más selectos– por sentir que aun en medio del infierno, y aun cuando nunca salieran de ese lugar y situación, tenían una razón para vivir, que su vida tenía todavía un sentido, que hasta podían darles un sentido a sus sufrimientos, y que tenían una misión que cumplir aun allí. (En este sentido, hay un autotestimonio muy inspirador del propio Viktor Frankl, quien en una ocasión tuvo la oportunidad de fugarse del campo en el que estaba prisionero, pero cuando estaba a punto de hacerlo prefirió quedarse a cuidar a sus enfermos, como médico que era, para acompañarlos hasta el momento de su muerte. Prefirió quedarse en el “infierno”, con tal de cumplir su misión, que en esas circunstancias era lo que le daba una razón para vivir, un sentido a su vida.)
Y este es el tema que está en juego, según Frankl, en la vida misma y frente al suicidio: el sentido de la vida. ¿Qué es aquello que hace que la vida tenga sentido, aun en las peores condiciones? Frankl dice que cada uno debe descubrir el sentido de su propia existencia, que no es algo que nos es dado sino que cada uno debe descubrir. No solo un sentido general de la existencia sino también el sentido particular que tiene la vida de cada uno en cada situación particular que nos toca vivir, incluso en la situación terrible de vivir en un campo de concentración. No obstante, Frankl extrae dos comunes denominadores de este sentido existencial, que en cierto modo son las dos caras de una misma moneda: tener alguien a quien amar (“a cuyo encuentro vamos con amor”, diría literalmente) y tener una tarea (o misión, diríamos los cristianos) que cumplir en el mundo, mayormente cuando está orientada a beneficiar y bendecir a otros. En otras palabras, mientras haya alguien a quien amar, que necesite nuestro amor, y haya una misión que cumplir en el mundo, nuestra vida siempre tendrá sentido, una fuerte razón para vivir. Frankl suele citar una frase muy importante de Nietzsche: “Quien tiene un porqué para vivir encontrará casi siempre el cómo”.
LA PSICOLOGÍA DEL SUFRIENTE
Sin embargo, la persona que sufre (sobre todo si son sufrimientos extremos) está “tomada” por su dolor; parecen mandar las emociones, que suelen ofuscar nuestro intelecto, y nuestra percepción de la realidad y sus posibilidades. Job reconoce que algunas de sus expresiones no son del todo racionales, sino producto de su dolor extremo:
“Respondió entonces Job, y dijo: ¡Oh, que pesasen justamente mi queja y mi tormento, y se alzasen igualmente en balanza! Porque pesarían ahora más que la arena del mar; por eso mis palabras han sido precipitadas” (Job 6:2, 3; énfasis añadido).
“Enseñadme, y yo callaré; hacedme entender en qué he errado. ¡Cuán eficaces son las palabras rectas! Pero ¿qué reprende la censura vuestra? ¿Pensáis censurar palabras, y los discursos de un desesperado, que son como el viento?” (Job 6:24-26; énfasis añadido).
“Por tanto, no refrenaré mi boca; hablaré en la angustia de mi espíritu, y me quejaré con la amargura de mi alma” (Job 7:11; énfasis añadido).
“¿Cuál es mi fuerza para esperar aún? ¿Y cuál mi fin para que tenga aún paciencia? ¿Es mi fuerza la de las piedras, es mi carne de bronce?” (Job 6:11, 12; énfasis añadido). (Aquí Job parece haber perdido su razón para vivir, ya no ve esperanza, una “luz al final del túnel”; nada que lo sostenga.)
Sus palabras son, entonces, no expresiones de un apóstata, de un incrédulo, de un rebelde contra Dios, sino de un “desesperado”; de un hombre lleno de “angustia” de espíritu, de un hombre lleno de “amargura”. Bajo esas circunstancias, no solemos pensar y sentir como nos es habitual. Como declara Frankl: “Fue Lessing quien dijo en una ocasión: ‘Hay cosas que deben haceros perder la razón, o entonces es que no tenéis ninguna razón que perder’. Ante una situación anormal, la reacción anormal constituye una conducta normal. Aun nosotros, los psiquiatras, esperamos que los recursos de un hombre ante una situación anormal, como la de estar internado en un asilo, sean anormales en proporción a su grado de normalidad. La reacción de un hombre tras su internamiento en un campo de concentración representa igualmente un estado de ánimo anormal, pero juzgada objetivamente es normal y, como más tarde demostraré, una reacción típica dadas las circunstancias” (“¿Lanzarse contra la alambrada?”, en El hombre en busca de sentido).
Del mismo modo, el mayor Sufriente de la historia, Jesús, aun cuando racionalmente sabía por qué estaba sufriendo en la Cruz, no pudo dejar de exclamar movido por sus emociones: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mat. 27:46). Si nada menos que Jesús fue capaz de expresar así su tremendo dolor, ¿qué nos queda a nosotros?
El hecho de que estas expresiones de angustia e incomprensión estén registradas en la Revelación divina de la Santa Biblia es, es en sí mismo, un testimonio elocuente de que a Dios no lo escandalizan nuestras dudas, nuestros cuestionamientos. Porque “como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103:13, 14).
Este dolor de Job se ve agravado porque, al buscar apoyo y contención humana para atravesar por esta terrible experiencia, se ve defraudado por sus amigos, que parecen “tirarle un salvavidas de plomo”, en vez de ser de real ayuda (también Jesús fue abandonado por sus amigos cuando más los necesitaba, y a pesar de haberles pedido, en Getsemaní, que lo ayudaran velando con él en oración):
“¿No es así que ni aun a mí mismo me puedo valer, y que todo auxilio me ha faltado? El atribulado es consolado por su compañero; aun aquel que abandona el temor del Omnipotente. Pero mis hermanos me traicionaron como un torrente; pasan como corrientes impetuosas” (Job 6:13-15).
CUANDO LOS TEMORES SE CONVIERTEN EN REALIDAD
Hay una perspectiva muy interesante en las expresiones de Job, que nos habla de una característica muy humana por vivir en este mundo caído, en el que todo es posible: Job, como tantos de nosotros, al contemplar el mal y el dolor en el mundo, tenía el temor incluso consciente de que en algún momento podría ser alcanzado por alguna desgracia. Después de todo, es sensato, frente al dolor, no solo preguntarse “¿Por qué a mí?” sino también “¿Por qué no a mí?” Es una pregunta terrible, pero sensata y valiente. Si hay tanta gente que sufre accidentes, crímenes, enfermedades terribles e incluso terminales, ¿por qué no podría sucederme a mí, que formo parte de este mundo caído y enfermo, al igual que el resto de la humanidad?
“Porque el temor que me espantaba me ha venido, y me ha acontecido lo que yo temía. No he tenido paz, no me aseguré, ni estuve reposado; no obstante, me vino turbación” (Job 3:25, 26).
“Las cosas que mi alma no quería tocar, son ahora mi alimento” (Job 6:7).
UNA TEOLOGÍA FALSA SOBRE DIOS Y EL DOLOR
Como decíamos al principio de nuestro comentario de esta semana, Job no era un profeta inspirado por Dios; sus declaraciones no son infalibles. Hasta cierto punto, pareciera que Job participa de la teología corriente en su cultura acerca de la relación que sostiene Dios con el sufrimiento y la pecaminosidad humana. Esta teología consideraba que Dios, EN ESTA VIDA, castiga nuestros pecados, o los de nuestros ancestros, o del grupo familiar (había un concepto muy fuerte de solidaridad grupal, para el bien y para el mal), haciéndonos sufrir; que el dolor revela que “algo habrá hecho” el sufriente, porque de lo contrario contaría con la bendición y la protección de Dios permanentes (en un sentido, la Teología de la Prosperidad, sin quererlo, se aproxima a esta idea teológica ancestral).
Es tan fuerte el concepto de la soberanía de Dios en la mentalidad semítica de la época que ellos entendían que TODO lo que sucede en este mundo, en términos de circunstancias buenas o malas, es producido por la intervención de Dios. Entienden que Dios PROACTIVAMENTE Y VOLUNTARIAMENTE envía el bienestar o el dolor, que todo es obra de él. No parece haber conciencia de la realidad del Gran Conflicto cósmico entre Dios y Satanás, el bien y el mal. Parecen creer que hay un solo Ser que interviene sobrenaturalmente en la historia humana: Dios, y que no hay otra explicación alternativa para nuestras desgracias.
Pareciera que Job también tiene este concepto, como podemos ver por las siguientes expresiones:
“Porque las saetas del Todopoderoso están en mí, cuyo veneno bebe mi espíritu; y terrores de Dios me combaten” (Job 6:4, 5).
“¿Soy yo el mar, o un monstruo marino, para que me pongas guarda? Cuando digo: Me consolará mi lecho, mi cama atenuará mis quejas; entonces me asustas con sueños, y me aterras con visiones” (Job 7:12-14).
“Y así mi alma tuvo por mejor la estrangulación, y quiso la muerte más que mis huesos. Abomino de mi vida; no he de vivir para siempre; déjame, pues, porque mis días son vanidad. ¿Hasta cuándo no apartarás de mí tu mirada, y no me soltarás siquiera hasta que trague mi saliva? Si he pecado, ¿qué puedo hacerte a ti, oh Guarda de los hombres? ¿Por qué me pones por blanco tuyo, hasta convertirme en una carga para mí mismo? ¿Y por qué no quitas mi rebelión, y perdonas mi iniquidad? Porque ahora dormiré en el polvo, y si me buscares de mañana, ya no existiré” (Job 7:15-21).
La diferencia entre Job y sus amigos (como veremos a partir de la lección siguiente) no parece ser en cuanto a la teología del dolor, que relaciona el pecado con el castigo de Dios aquí y ahora, sino en cuanto a la JUSTICIA DE DIOS: como veremos, si Job hubiese considerado que estaba sufriendo justamente por causa de sus pecados, quizás habría aceptado esto con sumisión. El conflicto de Job con Dios es que él TIENE LA CONCIENCIA LIMPIA, se sabe inocente, y entonces no entiende por qué Dios lo está castigando con tanto dolor. Por eso, como veremos más adelante, él quiere llegar hasta la presencia de Dios, discutir con él si fuese necesario, alegar en su propio favor, defender su causa (y, maravillosamente, expresa su confianza en que sería escuchado por Dios).
Que la lección de esta semana nos ayude a comprender al sufriente. Que podamos entender que no siempre obrará con racionalidad en sus expresiones, que seguramente estará enojado con Dios y, por carácter transitivo, con sus representantes (los cristianos que tratamos de consolarlo). Y, seguramente, nos usará como chivo expiatorio para descargar su dolor, su frustración, su resentimiento. No tomemos en cuenta sus palabras amargas, ni contra Dios ni quizá contra nosotros. Entendamos que su reacción “anormal” es normal ante sus desgracias. Y, contrariamente a los amigos de Job, que podamos ser un bálsamo para su corazón, en vez de pasar sobre él como un torrente, llenos de palabras impetuosas en defensa de Dios y de la fe, solo para hacerlo sentirse más culpable y desgraciado.
Y que también recordemos, si estamos sufriendo, que por la gracia de Dios, por la acción todopoderosa y suavizadora del Espíritu Santo –el Santo Consolador (Juan 14:26; 15:26; 16:7)–, podemos seguir viendo, por fe, que hay una esperanza final que ilumina nuestra senda terrenal con la promesa de la vida eterna, y que aun aquí la vida sigue teniendo sentido y propósito mientras haya alguien que necesite nuestro amor y tengamos una misión que cumplir en el mundo.
Muy buen comentario! Muy esclarecedor. Bendiciones.
el libro de job nos muestra que nadie es inmune al mal en este mundo aunque seamos fieles a DIOS el señor confia en job y es por eso que le permite al diablo actuar contra sus hijos ,para demostrarle que sus hijos lo aman sin ningun interes y no como piensa satanas que amamos a DIOS por algun interes el libro nos muestra la fidelidad de sus hijos a pesar de cualquier cosa