“Y el Espíritu de Dios vino sobre él (Saúl) con poder, y profetizó entre ellos (los profetas)” (1 Sam. 10:10).
El período intertestamentario (entre los siglos IV a.C. y I d.C.) fue de gran actividad literaria entre los judíos, tanto en Palestina como fuera de ella. La ausencia de mensajes proféticos directos de parte de Dios (véase 1 Macabeos 9:27) fue suplida por escribas piadosos que, deseosos de dar respuesta a los desafíos y las inquietudes del pueblo judío desde una perspectiva bíblica, imitaron el estilo, el vocabulario y el contenido de algunos libros canónicos, atribuyendo la autoría de los suyos a personajes famosos del Antiguo Testamento, algo que se conoce como pseudoepigrafía.
Entre esas obras, figuran algunos libros de “Apocalipsis” atribuidos a Enoc, Baruc, Esdras y otros. Este tipo de literatura se caracteriza –además de la pseudonimia y el lenguaje simbólico– porque el personaje central recibe en el cielo una revelación divina acerca del fin catastrófico de la historia, cuando Dios interviene destruyendo a los poderes que hostigan a su pueblo en el presente.
¿Es el de Juan un “Apocalipsis” como los de Enoc, Baruc y Esdras?
Las diferencias entre el Apocalipsis de Juan y los del judaísmo posexílico o intertestamentario son más numerosas y significativas que lo que tienen en común. Por ejemplo, el autor del Apocalipsis no recurre a la pseudonimia, sino que se presenta simplemente como “Juan, vuestro hermano” (1:7, 9; 22:8). Tampoco hay una demonización del poder político en el último libro de la Biblia. Faltaban aún dos siglos para que Roma, a diferencia de la Grecia seléucida del siglo II a.C., se convirtiera en un poder sistemáticamente perseguidor del pueblo de Dios.
Por otra parte, la mayoría de los símbolos, las imágenes y el vocabulario compartidos por Juan y la apocalíptica judía provienen del Antiguo Testamento, principal fuente literaria de ambos. En el Apocalipsis, Juan demuestra tanta familiaridad con el Antiguo Testamento que no necesitó depender literariamente de los apocalipsis judíos. En tal sentido, si hay una obra “apocalíptica” previa con la que el Apocalipsis mantiene una relación literaria y temática muy estrecha, es el libro de Daniel.
Otra diferencia significativa entre el Apocalipsis de Juan y los apocalipsis del judaísmo posexílico, es que aquel representa una singular fusión de diversos géneros literarios; una carta circular profético-pastoral de contenido visionario, antes que simplemente una serie de visiones (Apoc. 1:3, 4, 11; caps. 2 y 3; 22:16, 18, 19).
A diferencia de la apocalíptica judía, Juan no cree que el presente esté en manos del mal, ni separado de un futuro dorado ajeno a la historia. Él no sostiene que la esfera del poder político es demoníaca por naturaleza, o el foco principal de la contienda entre el bien y el mal. Para él, así como para Daniel, los poderes del mundo pueden estar tanto en manos de las tinieblas como de la luz. Aun en el primer caso, su obra destructora es contrarrestada y encauzada en última instancia para el triunfo de los designios divinos y el bien de los hijos fieles de Dios.
El Apocalipsis es, pues, a diferencia de sus congéneres extracanónicos, un mensaje de esperanza y un llamado al protagonismo en favor del bien, que ya ha vencido al mal merced a la intervención pasada, presente y futura de Dios en la historia humana en la Persona de Cristo, de quien su pueblo es instado a ser testigo fiel en el mundo.
A diferencia de la apocalíptica judía, Juan no cree en la predestinación de la historia humana por parte de Dios. De allí que cada persona es confrontada en el Apocalipsis con la solemne advertencia divina: “Si alguno tiene oído, oiga” (Apoc. 13:9), y con la exhortación a la fidelidad y a la perseverancia, con la vista puesta en el fin de la historia humana (3:10).
La periodización de una historia humana predeterminada divinamente y consignada en los cielos ha sido señalada como una de las marcas distintivas de la apocalíptica intertestamentaria (e.g., Jubileos, 1 Enoc). Las especulaciones acerca del cuándo de la irrupción del eón escatológico se nutrieron durante dicho período, precisamente, de ese fijismo cronológico, indagable vía revelación visionaria.
Por cuanto dicho elemento predeterminista está ausente en Juan, la génesis y el sustrato de los cálculos proféticos que han jalonado incesantemente la historia del cristianismo, sobre todo en su periferia, han de verse como dependientes –conscientemente o no– de la apocalíptica judía intertestamentaria, antes que de la escatología bíblica representada por Daniel en el Antiguo Testamento y Juan, en el Nuevo Testamento. RA
¡Brillante!