Lección 7 – Segundo trimestre 2017
1 Pedro 5:1-10.
Cuenta una historia que un misionero que trabajaba en el Oriente fue invitado a participar de una reunión con dirigentes de distintas religiones, tanto cristianas como no cristianas. A todos se les pidió que trajeran alguna imagen que de alguna manera representara, como síntesis, al Dios al que adoraban. El misionero, entonces, cuando llegó su turno, presentó un cuadro de Jesús lavando los pies de los discípulos, la misma imagen que aparece en la lección del sábado de nuestra Guía de Estudio de la Biblia.
¡Qué maravillosa imagen de cómo es nuestro Dios y cómo es el liderazgo que ejerce sobre nosotros: un liderazgo de amor, humildad y servicio! Y es el mismo tipo de liderazgo que nos invita a adoptar, como discípulos suyos; es decir, como imitadores de su carácter y trato con la gente.
LOS PRINCIPIOS DE LA HUMILDAD Y LA MANSEDUMBRE CRISTIANAS
“Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada: Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey. Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria. Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo” (1 Ped. 5:1-6).
Este pasaje principia con una exhortación para los dirigentes de la iglesia, específicamente para los ancianos, pero luego se extiende a las relaciones de todos los miembros de iglesia entre sí: a los jóvenes, y unos con otros. Y destaca dos de los grandes principios cristianos que señalan la semejanza con Cristo: la humildad y la mansedumbre.
En ciertos liderazgos seculares, podríamos pensar, hasta cierto punto, que es legítimo el uso de la fuerza o la autoridad, como por ejemplo en los liderazgos de las fuerzas de seguridad (policías, militares), o el liderazgo político. Pero, aun así, aquellos líderes que realmente han marcado la historia y dejado huella en sus seguidores y en la humanidad se han destacado más bien por un liderazgo de inspiración que de imposición. No podemos dejar de pensar, en este sentido, en grandes líderes de la historia reciente como Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela, y tantos otros, que han suscitado la lealtad de tanta gente no imponiendo su autoridad sino por la fuerza irresistible de su ejemplo inspirador, por el respaldo moral que sus hechos les daban a sus palabras. Por supuesto, el ejemplo máximo en este sentido es el del manso y humilde Jesús.
Por el contrario, solo los individuos neuróticos, cuyo complejo de inferioridad les hace sentir que deben imponerse por la fuerza a otros, dominándolos, necesitan hacer valer su autoridad.
Estos consejos y exhortaciones de Pedro se dirigen inicialmente a los líderes eclesiásticos: los ancianos. Y, en relación con esto, no encontramos en el Nuevo Testamento una distinción como la que hacemos hoy entre pastores y ancianos de iglesia. Pedro mismo lo dice: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos” (el énfasis es mío). En el esquema del Nuevo Testamento, los ancianos de iglesia son los pastores de la iglesia, con las mismas responsabilidades y prerrogativas de lo que hoy llamamos pastores. Quizás algún día debamos rever, como iglesia, estas funciones y prerrogativas de los ancianos de iglesia, no meramente para darles el honor que les corresponde, sino también para que puedan brindar un servicio más amplio (bautizar, por ejemplo) y a su vez tener ellos una mayor conciencia de la responsabilidad sagrada que pesa sobre sus hombros al aceptar el llamado divino a pastorear la grey de Dios. Su función no es simplemente ser un buen maestro de ceremonias, al dirigir los cultos, y ser consejeros de algún departamento de la iglesia. Su función real es cuidar del rebaño de Dios, alimentarlo, visitarlo, consolarlo, estimularlo, guiarlo por sendas seguras.
Pero, como suele suceder con toda actividad humana en la que hay algún pequeño o gran “poder”, nuestra naturaleza caída tiende a que se nos “suban a la cabeza” los cargos, la autoridad conferida por la iglesia. Por tal motivo, Pedro exhorta a los ancianos a que sirvan a la iglesia a la manera de Cristo, “cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey”. Su función no es adueñarse de la iglesia sino servirla buscando su mayor interés: la salvación de su alma, su desarrollo espiritual y sostenerla en medio de las luchas propias de vivir en este mundo de pecado. Y hoy esta exhortación no se aplica solamente a los ancianos de iglesia sino también a los pastores ordenados. Solo Cristo es el Señor de la iglesia; los demás somos solamente siervos cuya autoridad y prerrogativas están únicamente al servicio del bienestar de la iglesia.
Esto significa que tenemos que orientar más bien que imponer nuestras opiniones; sugerir en vez de presionar; animar en vez de manipular; exhortar en vez de usar la coerción. Y, sobre todo, contagiar a otros, mediante nuestro ejemplo, el entusiasmo por vivir como cristianos.
Estos principios se aplican a toda relación en la que de alguna manera tengamos una posición de liderazgo: a los padres, en relación con sus hijos; a los docentes, en relación con sus alumnos; a los jefes laborales, en relación con sus subordinados. Porque, sobre todo, tenemos que tener un respeto supremo –especialmente en la vida de iglesia– por la libertad y la personalidad de aquellos que nos rodean, pues solo en un clima de libertad y voluntario se puede ser genuinamente persona y desarrollarse plenamente. De lo contrario, siempre estaremos generando gente con mentalidad y actitudes de esclavo, serviles, no genuinas.
Y hay una recompensa para este verdadero liderazgo amoroso que nos propone el ejemplo de Cristo: “Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria”. Recompensa inmerecida, pero que el gran corazón de amor de Jesús se digna a concedernos, porque en su generosidad de espíritu sabe valorar nuestros pequeños o grandes esfuerzos por ser de bendición para los demás.
HUMILLARSE Y RENDIRSE ANTE DIOS MEDIANTE LA ORACIÓN
Pero, para lograr esta mansedumbre y esta humildad, debemos primero anonadarnos frente a la grandeza de Dios: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo”. Debemos reconocer que solo Dios es Dios; es decir, el único Ser supremo, digno de adoración y reverencia, infinito en poder, sabiduría y amor, atributos que lo califican para ser el único Señor de nuestra vida, y para rendir nuestra ignorante y débil voluntad ante la suya, que es santa, justa y buena, agradable y perfecta (Rom. 7:12; 12:2).
“Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7).
Una de las más hermosas promesas de la Biblia, así como una de las grandes recetas para la vida espiritual y para la paz mental: teniendo la confianza de que Dios realmente nos ama y que tiene cuidado de nosotros, que vela por nuestro bienestar, podemos descargarnos totalmente con él. Ante cualquier situación de la vida o condición interna (angustia, tristeza, depresión, conflictos internos, etc.), debemos volcarle a Dios todo lo que hay en nuestro corazón, “echar” nuestra ansiedad, nuestras preocupaciones sobre él. Pero, para poder hacer esto, es necesario que dediquemos tiempo a la oración, una oración real, que no consista meramente en pedir cosas de Dios sino en realmente conversar con él, contándole lo que nos pasa, relatándole nuestras situaciones difíciles, los pensamientos y sentimientos más íntimos de nuestro corazón; la oración conversacional. No porque él no conozca cada una de estas cosas (Sal. 139), sino porque somos nosotros los que necesitamos –psicológica y espiritualmente– poner en palabras lo que nos abruma y agobia, ante el mejor psicólogo del universo, nuestro Padre celestial (lo que no implica que no podamos recurrir a algún consejero profesional, en caso de necesidad, confiando en que Dios obrará a través de él).
En este sentido, cuán bellas y fortalecedoras son las palabras de la famosa cita de El camino a Cristo:
“Presenta ante Dios tus necesidades, gozos, tristezas, cuidados y temores. No puedes agobiarlo, no puedes cansarlo. El que tiene contados los cabellos de tu cabeza no es indiferente a las necesidades de sus hijos. ‘El Señor es muy misericordioso y compasivo’. Su amoroso corazón se conmueve por nuestras tristezas y aun por nuestra presentación de ellas. Llévale todo lo que deje perpleja tu mente. Ninguna cosa es demasiado grande como para que él no la pueda soportar, porque él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo. Nada que de alguna manera afecte nuestra paz es demasiado pequeño como para que él no lo note. No hay en nuestra experiencia capítulo demasiado oscuro que él no pueda leer; ni perplejidad demasiado difícil que él no pueda desenredar. Ninguna calamidad puede acaecer al más pequeño de sus hijos, ninguna ansiedad puede asaltar al alma, ningún gozo alegrar, ninguna oración sincera escapar de los labios, sin que nuestro Padre celestial esté al tanto de ello, sin que tome en ello un interés inmediato. Él ‘sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas’. Las relaciones entre Dios y cada alma son tan claras y plenas como si no hubiera otra persona sobre la Tierra a quien brindar su cuidado, ninguna otra alma por quien haber dado a su Hijo amado” (pp. 85, 86; edición ACES 2014).
LA DIMENSIÓN CÓSMICA DE NUESTRAS LUCHAS
“Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al cual resistid firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo” (vers. 8, 9).
Aquí Pedro, al igual que Pablo (Efe. 6), nos invita a adoptar la perspectiva cósmica de nuestros padecimientos; es decir, a verlos a la luz del Gran Conflicto. Aun cuando en la actualidad la figura del diablo sea considerada como un resabio de una era arcaica de pensamiento mitológico y mágico, la realidad que nos presenta la Palabra de Dios es que estamos en medio de una guerra espiritual, objeto de la saña de un ser sobrehumano, diabólico; y que, así como Dios tiene un plan para nuestra vida, el enemigo también lo tiene. Está al asecho, buscando cómo “hurtar, y matar y destruir” (Juan 10:10).
Si creemos en la revelación de la Palabra de Dios acerca de la presencia del mal en el mundo no solo como condiciones morales de la humanidad y situaciones dolorosas por las que nos toca atravesar en este mundo, sino también como encarnada en una persona sobrehumana altamente inteligente, sagaz, poderosa y maligna, sabremos dimensionar los problemas humanos. Sabremos que nuestros problemas reales no son meramente políticos, económicos, sociales, familiares o psicológicos. Hay fuerzas mayores detrás de ellos. Y la cuestión no es volvernos paranoicos y armar toda una teoría conspirativa cósmica detrás de cada dificultad que nos sobreviene, sino tener los ojos abiertos. Pedro habla de, frente a esta realidad, ser “sobrios” (es decir, estar despiertos espiritualmente, y no dormidos ni distraídos), y resistir a los avances del enemigo, haciéndoles frente y no claudicando de nuestra confianza en Dios, “firmes en la fe”, ya que no hay otra forma de enfrentarlo, pues no hay ni sabiduría ni poder suficientes en nosotros mismos como para ganar la batalla contra él.
Y el hecho de que “los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo” nos fortalece y anima, al saber que no somos los únicos que padecemos esta lucha espiritual; somos compañeros de miles y millones de hijos de Dios que luchan al igual que nosotros, y que estamos unidos al mismo Dios y Salvador, tratando de vivir la vida cristiana lo mejor posible, animándonos y fortaleciéndonos unos a otros. Este sentido de solidaridad y pertenencia a la gran familia espiritual de Dios (la inmediata, de la iglesia local, y la más extensa, de todo el mundo y todas las épocas) nos aporta también un sentido glorioso de destino final, que compartiremos en el Hogar celestial cuando Jesús regrese a buscarnos.
EL CARÁCTER TEMPORAL DEL DOLOR
“Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca. A él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén” (vers. 10, 11).
Como lo señalamos anteriormente, una y otra vez Pedro hace alusión, en su epístola, a los padecimientos de los cristianos. Es que el contexto en el que vivían los destinatarios de su carta era ciertamente muy problemático. No tenían que vivir su vida cristiana en la asepsia y seguridad de un castillo, un palacio o un monasterio, y ni siquiera en el ambiente de relativa libertad, tolerancia y paz en la que la mayoría de nosotros hoy vive su cristianismo, sino en medio del fragor de la persecución (ideológica, psicológica y física) de la que eran objeto por parte de los romanos.
Pedro, inspirado por el Espíritu Santo, al igual que lo hace Pablo (ver Rom. 8:18; 2 Cor. 4:17), nos invita a tener en cuenta el carácter temporal, provisorio, limitado, del dolor: “después que hayáis padecido un poco de tiempo” (énfasis agregado). Contra el trasfondo de la eternidad, de una vida sin límites temporales, exenta de todo tipo de dolor, donde solo reinará la eterna dicha sin fin, ¿qué son unos pocos noventa o cien años de vida en los que tengamos que padecer algunas cosas, por dolorosas que hoy las sintamos así? Es esta la perspectiva con la cual debemos ver nuestra vida terrenal, especialmente nuestros dolores. Hay un límite para ellos, puesto por el Dios todopoderoso y Soberano de la historia. Y él nos llama a no sentir que nuestra existencia tiene como único y último horizonte una tumba fría, sino la “gloria eterna en Jesucristo”. Ese es nuestro horizonte y nuestro destino definitivo.
Y Dios mismo ha tomado en sus manos la responsabilidad de prepararnos para esa Eternidad, usando incluso el dolor (no provocándolo) como herramienta en sus manos para realizar sus maravillosas obras de transformación y preparación para el cielo. Él mismo, si se lo permitimos, se encarga de perfeccionarnos, afirmarnos, fortalecernos y establecernos. La obra de la salvación es suya de principio al fin, y nuestra parte es rendirnos para que él pueda hacer sus maravillas en nosotros. Por eso es que “la gloria y el imperio, por los siglos de los siglos” son para Dios, el Redentor, porque jamás podríamos salvarnos a nosotros mismos.
Que por la gracia de Dios podamos ser una bendición para los que nos rodean, en la iglesia, en casa, en el vecindario, y en todo tipo de relaciones, ejerciendo un liderazgo realmente espiritual, humilde y manso como el de Jesús, viviendo unidos a Dios, mediante la oración, lo que nos reste de nuestro peregrinaje hacia el Hogar celestial.
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