Comentario lección 4 – Segundo trimestre 2016
Esta lección es muy alentadora, luminosa. Relata distintos milagros de curación y uno de liberación, obrados por el poder y el amor de Jesús.
Los milagros que Jesús realizó en la Tierra no parecen haber tenido como propósito último paliar todos los dolores de la humanidad de sus días. De hecho, en comparación con los millones de personas que habrán estado vivas durante los años de su ministerio, Jesús sanó a una cantidad ínfima de seres humanos. Lo mismo sucede con los casos de curación milagrosa modernos, de los cuales nos enteramos. Parecen ser la excepción, no la regla.
¿Cuál es el sentido y el propósito, entonces, de estos milagros realizados por Jesús? Los milagros, nos dicen los teólogos, son por sobre todas las cosas SEÑALES, signos del poder y el amor de Dios. Revelaciones maravillosas de él:
1) Descorren el velo que separa el mundo visible del invisible, y nos muestran los fulgores del poder divino, los alcances de las posibilidades que siempre hay con Dios. No hay problema de salud, laboral, de recursos económicos, emocional, o de cualquier otra índole, que se resista al poder de Dios, cuando el Creador, en su sabiduría infinita, considere que debe intervenir de manera milagrosa.
2) Nos revelan lo que hay en el corazón de Dios, “pensamientos de paz, y no de mal” (Jer. 29:11). Solo buenas intenciones hacia nosotros, solo deseos de hacernos el bien, de ayudarnos, de sanarnos, de que seamos libres y felices. Es cierto que no siempre “puede” darnos esas bendiciones que él desea, por motivos que no llegamos a entender del todo, pero que tienen que ver con las cuestiones en juego en el Gran Conflicto. Pero, cuando él considera que es bueno para algunas personas hacerlo, su poder se manifiesta para sanar, para proteger, para liberar, y es una muestra de su amor y su deseo de bendecirnos. Son una revelación de su carácter, de su compasión por todos nosotros.
3) Son manifestaciones visibles, concretas, en el mundo material, de lo que Dios es capaz de hacer en el mundo invisible, espiritual, en nuestros corazones. El mismo poder sin límites que creó el casi infinito universo, que puede revertir una enfermedad e incluso la muerte, es el que puede obrar milagros de transformación en nuestros corazones y de sanidad en nuestras mentes.
Teniendo en cuenta este sentido “teológico” de los milagros de Jesús, vamos a solazarnos al reflexionar en los episodios milagrosos del ministerio de Jesús que presenta nuestra lección: la curación del leproso, del siervo del centurión, la liberación de los endemoniados gadarenos y la sanación del paralítico bajado del techo por sus amigos.
EL LEPROSO (Mat. 8:1-4)
Este episodio es conmovedor, no solo por la manifestación del maravilloso poder de Jesús para restaurar, sino sobre todo la forma en que Jesús realizó la curación, el diálogo entre el leproso y Jesús.
El hombre estaba padeciendo una de las más terribles enfermedades de sus días (hoy totalmente controlable), que no solo desfiguraba el aspecto físico de quienes la sufrían, al punto de darles una apariencia monstruosa, sino también conducía inevitablemente a la muerte. Además, por su alta capacidad de contagio y, en el caso de la legislación israelita, ser considerado ritualmente contaminante el contacto con las personas que la padecían, que eran consideradas “inmundas”, obligaba a los leprosos a aislarse de la sociedad, de sus afectos más entrañables, de su familia más íntima. Eran “muertos en vida”, que debían despedirse de sus seres más queridos sabiendo que su destino inexorable, en más o menos poco tiempo, sería la muerte. Sumado a este drama, y debido a la teología de la época relativa a la relación entre el pecado y el sufrimiento, el leproso era considerado una persona que estaba padeciendo bajo el castigo directo de Dios por causa de sus pecados, estaba sufriendo bajo el “dedo de Dios”, el “azote de Dios”, lo cual lo dejaba totalmente sin esperanza, no solo con respecto a esta vida terrenal, sino también, y sobre todo, en cuanto a la eternidad.
En ese estado físico, emocional, social y religioso, este hombre se acerca a Cristo, contraviniendo todas las precauciones impuestas por el clero y la sociedad, y con suma humildad, pero con un atisbo de confianza en el poder de Jesús, clama desde lo más profundo de su necesidad: “Si quieres, puedes limpiarme”. No exige nada. Se remite a la buena voluntad de Jesús, si la hubiera. No parece conocer del todo esa buena voluntad, aunque lo suficiente de ella para haberse abierto paso hasta la presencia de Jesús para rogar por su misericordia. Se somete a lo que haya en el corazón de Jesús: “Si quieres”. La fe que sana y salva, en este caso, no parece consistir en una confianza absoluta en el resultado de la petición, sino en la humildad de someterse humildemente a lo que la voluntad divina determine: “Si quieres”.
Y la respuesta de Jesús es llena de ternura, compasión y esperanza: “Quiero”.
Es la misma respuesta que nos da Jesús cuando le pedimos, angustiados y hasta desesperados a veces, que por favor intervenga en nuestra vida, cuando estamos pasando por momentos difíciles: “Quiero”. “Quiero sanarte, quiero protegerte, quiero sostenerte, quiero ayudarte, quiero liberarte”. Es cierto, el misterio del dolor y de por qué Dios lo permite (el más difícil de la teología) hace que no siempre esta expresión de los sentimientos de Jesús hacia nosotros se materialice en milagros visibles y reconocibles por nosotros. En la eternidad nos revelará por qué en algunos casos pudimos ver las manifestaciones de su poder sanador y liberador, y en otras no. Pero cuán consolador es saber que lo que hay en su corazón hacia nosotros es un gran “Quiero”.
Y uno de los hechos más hermosos de este pasaje es que Jesús acompañó esta revelación de lo que había en su corazón hacia el leproso con un acto físico, que no siempre realizaba con otros enfermos y sufrientes: “lo tocó”. Hacía mucho que nadie lo consideraba ya como un ser humano. Era un monstruo del que había que huir y rehuir todo tipo de contacto contaminante. Había perdido su dignidad como persona. Ya no sabía lo que era el contacto físico con otro ser humano, tan terapéutico como es, según nos revelan la medicina y la psicología modernas. Jesús es el primero que le manifiesta un gesto de amor físico, en mucho tiempo. Jesús podría haberse abstenido de tocarlo y haber realizado el milagro con su sola palabra, y de esa manera evitar la contaminación ritual censurada por la dirigencia religiosa de sus días, además del peligro del contagio de la enfermedad. Pero nuestro Salvador era rebelde por naturaleza: rebelde a los prejuicios humanos y la dureza de corazón humana, y rebelde a las amenazas de la enfermedad. Y prefiere jugarse por este hombre, correr riesgos por él, con tal de manifestarle su amor, no solo en el milagro que a continuación sucederá sino también en la forma en que lo trata.
Y entonces sucede la maravilla. Jesús no solo dice “Quiero” (que es otra forma de decir “TE quiero”), sino también despliega su poder divino, omnipotente, y “al instante”, la lepra desapareció del hombre. Hay un milagro de recreación; es decir, de CREACIÓN de nuevas células, el mismo milagro que hizo Jesús cuando al principio de la historia del universo creó “ex nihilo” (de la nada) el mundo en que vivimos. El que está frente a este hombre, humilde y vestido con ropas de campesino, no es otro que el mismo Creador omnipotente del universo, que ahora velado por la humanidad se revela ante este humilde y necesitado ser humano.
Todo un símbolo de lo que Jesús QUIERE y PUEDE hacer con nuestra condición pecaminosa. Quiere perdonarnos de la lepra monstruosa de pecado que nos habita por dentro, y de la cual los que nos rodean solo pueden ver la “punta del iceberg”. Quiere y puede limpiarnos de nuestras culpas, de nuestro sentimiento de autocondenación y de nuestra conciencia de condenación ante el Padre. Quiere y puede limpiarnos de la perversidad misma del pecado, y devolvernos un corazón puro, limpio, sano de todo lo tortuoso que nos habita. ¡Qué Salvador maravilloso tenemos! Solo tenemos que clamar, como el leproso, con humildad pero con fe: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.
EL SIERVO DEL CENTURIÓN (Mat. 8:5-13)
Qué conmovedores son la fe y el amor de este “pagano”. En una época en que los siervos, o esclavos, eran considerados como cosas, como objetos, de los cuales se podía disponer para oprimirlos, maltratarlos, y hasta asesinarlos de la manera más natural y aun legalmente legítima, este soldado (aparentemente un hombre de formación y estilo de vida rudos), va hasta Jesús “rogándole” por su siervo.
La respuesta verbal de Jesús es parecida, en un sentido, a la respuesta que le dio al leproso, según vimos recién. Su respuesta revela, una vez más, lo que hay en su corazón: “Yo iré y le sanaré”. En otras palabras: “Quiero”. “Estoy dispuesto a ayudar, quiero hacerlo; y me tomo la molestia de ir hasta tu casa con tal de terminar con el sufrimiento de tu siervo y sanarlo”.
Y aquí, nuevamente, entra en juego la humildad del que ruega. El centurión era un hombre acostumbrado a mandar, y más con un judío, una persona despreciada y oprimida por el Gobierno romano. Podría haber tratado a Jesús con altivez, con prepotencia. Pero en cuanto Jesús le responde que irá a su casa a sanar al siervo, el centurión le dice: “No te molestes, no soy digno de que entres bajo mi techo”. Se reconocía pecador, ante la presencia de la Pureza infinita.
Pero, junto con esta manifestación de humildad, hay una manifestación extraordinaria de fe, que no se hallaba en general ni en el propio pueblo elegido: este pagano es capaz de reconocer en Jesús al Señor del universo, aquel que MANDA en la Creación. Le dice que él sabe lo que es mandar, lo que es tener poder sobre otras vidas. Sus soldados y sus siervos le obedecen, porque tiene autoridad. Y reconoce que Jesús tiene poder y autoridad incluso sobre el mundo natural, sobre la enfermedad y la muerte. Confía absolutamente en que Jesús es tan poderoso que ni siquiera hace falta su presencia física para que se realice el milagro. Basta con su palabra. Esa palabra que dio origen al universo, que “dijo, y fue hecho”, que “mandó, y existió” (Sal. 33:9).
Jesús, aun con su omnisapiencia contenida por causa de su encarnación, se maravilla ante tanta fe, y pronuncia las animadoras palabras, para los oídos del centurión: “De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe” (vers. 10).
Y entonces pronuncia unas palabras esperanzadoras para todo el mundo pagano, y que deberían ser aleccionadoras para nosotros, los cristianos, y especialmente los adventistas, que a veces somos inclinados a pensar y sentir que somos el “ombligo del mundo”, que tenemos el monopolio de Dios: “Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (vers. 11). Hay muchísimos paganos que, dentro de sus posibilidades y limitaciones de conocimiento religioso, reciben rayos de Jesús, la “Luz de mundo” (Juan 8:12), que “alumbra a todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1:9), sin distinción de raza, credo o ideología.
El relato termina con la nota maravillosa de que “su criado fue sanado en aquella misma hora” (vers. 13).
Hoy, Jesús puede seguir haciendo en nuestras vidas las maravillas que su sabiduría infinita le dicte que debe hacer para ayudarnos en nuestro peregrinaje hasta el Reino de los cielos. Nuestra parte es, con humildad, rogarle a Jesús su auxilio (no imponerle que intervenga), y confiar plenamente en que si es su voluntad tan solo basta que él dé la orden desde el cielo, y el milagro que NECESITEMOS se realizará. Y también este pasaje nos muestra la importancia de la oración intercesora, de amar tanto a los que nos rodean como para preocuparnos por ellos y rogarle a Jesús que dé sobre sus vidas su palabra de bendición.
LOS ENDEMONIADOS GADARENOS (Mat. 8:28-34)
Este es un caso que, si bien puede implicar enfermedad física, por sobre todo apunta a la enfermedad espiritual, y nos muestra que en este terreno también, y especialmente, Jesús tiene suficiente buena voluntad y poder para sanar.
No podemos saber a ciencia cierta qué conductas, relaciones y prácticas pudieron llevar a estas dos personas al extremo de enfermedad espiritual de ser habitados por legiones de demonios. Algunos teólogos y pastores que han reflexionado sobre el tema y que han tenido la terrible experiencia de haberse confrontado cara a cara con el enemigo, siendo instrumentos de Dios para liberar a posesos demoníacos, nos dan cuenta de que algunos de los factores que pueden conducir a la posesión son: una entrega muy marcada al mal, a una vida de desenfreno en el pecado, y el coqueteo, el contacto y la inmersión en prácticas esotéricas, ocultistas, satánicas.
Pero, sin llegar a estos extremos, cuántos de nosotros, aunque en formas más “leves” y sutiles, quizá seamos juguetes de la voluntad diabólica, que maneja nuestra vida en forma “indirecta”, apartándonos de la confianza en Dios, de la entrega a él, de la voluntad santa y buena de nuestro Creador; hundiéndonos en la culpa, en la angustia, en el temor, en la depresión. Y de todo esto nos quiere librar Jesús, como lo hizo con estos endemoniados. Y tiene suficiente poder para hacerlo, a tal punto que aun estos seres diabólicos, que por definición son rebeldes a la voluntad de Dios, cuando Jesús les ordena que se retiren de una vida humana, NO TIENEN OTRA OPCIÓN QUE OBEDECER. Jesús no solo tiene poder físico para echar demonios (dúnamis/δύναμις, en griego), sino sobre todo autoridad absoluta (exousía/ἐξουσἰα) sobre el universo, incluso sobre sus archienemigos, los demonios.
Clamemos hoy por la liberación que Jesús puede producir en nosotros. Que nos dé sabiduría y fuerzas para cortar todo posible lazo con el enemigo; toda práctica, recreación, idea, relación que nos ponga en contacto directo o indirecto con las fuerzas satánicas. Pidámosle ser solo de él, lavados por su sangre, consagrados a su amor, su voluntad y su servicio. Que solo él sea el Señor de nuestras vidas, porque de lo contrario no es que lo seremos nosotros, sino el enemigo de las almas.
EL PARALÍTICO BAJADO DEL TECHO (Mat. 9:1-8)
Este es quizá, teológicamente hablando, uno de los pasajes en los que más explícitamente se revela la relación entre los milagros físicos de Jesús y los milagros espirituales.
Jesús está predicando en una casa atiborrada de gente, no solo en su interior, sino también llena de personas que se agolpaban en la puerta y en las ventanas para poder oír su maravillosa palabra.
De repente, empieza a caer material del techo, se abre un boquete, y sostenido por cuatro cuerdas pendientes de las fuerzas de sus amigos (Mar. 2:4), un hombre paralítico es bajado ante la misma presencia de Jesús, con el objeto obvio de recibir sanidad.
Lo notable es que lo primero que hace Jesús no es brindarle seguridad respecto de su sanación física, ni hacer el milagro. El Salvador atiende primero la necesidad más acuciante de llevar paz, la paz del perdón de Dios, al corazón de este hombre atribulado: “Ten ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados” (vers. 2). No sabemos si la parálisis del hombre respondía a un accidente, a alguna enfermedad neurológica, a una posible enfermedad venérea como la sífilis (que ataca el sistema nervioso en estados avanzados), o era una “simple” conversión histérica; es decir, un problema psicosomático (según demostrara Freud su posibilidad en sus primeros casos famosos documentados, como el de Ana O.).
Pero, sea como fuere, es evidente, por la actitud de Jesús, que la mayor necesidad de este hombre era la de estar en paz con Dios. Quizás una vida de pecado lo había llevado a ese estado, o estando en este estado habría llegado a separarse, resentido, de Dios, y entregarse al mal.
Jesús, con plena autoridad divina, le asegura el perdón de Dios, lo que suscita la indignación de los dirigentes religiosos: “¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?” Consideraban que estaba diciendo una blasfemia. Pero entonces, Jesús demuestra tanto su autoridad para perdonar como su poder para dar sanidad física y espiritual a este hombre: “Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa”. En otras palabras, su poder para sanar el cuerpo del hombre es evidencia y símbolo de su poder para perdonar el pecado, sanar de la culpa y la condenación al alma humana, y restaurar corazones paralizados por el pecado.
Hoy, quizá muchos de nosotros nos sintamos y estemos paralizados interiormente. Quizás haya hábitos malsanos, pensamientos obsesivos, limitaciones psicológicas, frustraciones personales, impotencia para realizar el bien y para evitar el mal; y todo tipo de sentimientos, pensamientos y conductas que nos esclavizan y nos impiden vivir con plenitud. De todo esto nos quiere librar Jesús, y tiene suficiente poder para hacerlo, el mismo poder omnipotente que utilizó al crear el universo.
Y lo que se requiere de nosotros para que se haga posible el milagro es la misma fe que tuvieron los amigos del paralítico y el paralítico mismo. Una fe que, si bien es una actitud muy interna, personal, que se manifiesta en lo más íntimo de nuestra mente y conciencia, “se ve”: “al ver Jesús la fe de ellos” (vers. 6). La conducta humana, externa, demuestra la existencia y la calidad de la fe que nos habita interiormente. La fe verdadera siempre lleva a ACTUAR: es un motor que se enciende por la gracia de Dios y NOS MOVILIZA, para hacer incluso cosas impensadas, y hasta aparentemente ridículas, como lo que hicieron los amigos del paralítico. Nos lleva a jugarnos por los que queremos y por lo que queremos, para que ocurra el milagro.
Que, por la gracia de Dios, podamos tener la humildad y la fe del leproso y el centurión romano, para someternos mansamente a la voluntad divina, confiando en la buena voluntad de Jesús y en su poder, y que como los amigos del paralítico podamos llevar hasta la presencia de Jesús a nuestros seres amados que necesitan el milagro divino para sus vidas (sobre todo el milagro de la conversión, el mayor milagro), y que también nosotros podamos experimentar el milagro del perdón y la liberación de los poderes de las tinieblas, para una vida de paz, luz y victoria tomados de la mano de Jesús.
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