LA VIDA CRISTIANA

27/12/2017

Lección 13 – Cuarto trimestre 2017 

Romanos 14-16.

Queridos amigos:

Llegamos al final de nuestro trimestre de reflexiones sobre el libro de Romanos, un trimestre que deseo que haya sido de gran bendición para ustedes. También debo comentar que hemos llegado al fin de este ciclo de comentarios sobre las lecciones de la Escuela Sabática en la Revista Adventista online. Gracias por el tiempo que nos acompañaron.

Continuamos con esta última sección de la Epístola a los Romanos dedicada a la ética cristiana; es decir, a la forma en que Dios instruye a los redimidos y los exhorta sobre el tipo de conducta que espera de ellos, bajo la acción santificadora del Espíritu Santo. Y, aunque esta sección abarca tres capítulos, muchos de cuyos versículos tienen que ver con cuestiones personales entre Pablo y los cristianos de Roma, vamos a centrarnos en un tema que se destaca desde el principio, que es un eco de una de las enseñanzas principales de Jesús en el Sermón del Monte, como varias de las exhortaciones de Pablo en esta sección ética, desde el capítulo 12: el no juzgar ni criticar a nuestros hermanos en la fe.

Es importante entender que este tema de abandonar el juzgar a los demás, medirlos, criticarlos y condenarlos tiene relación con el tema central de la Epístola: la justificación mediante la fe. ¿Por qué? Porque cuando comprendemos y llegamos a aceptar que somos realmente pecadores, que no tenemos nada bueno en nosotros por lo cual Dios deba aceptarnos, justificarnos y salvarnos aun cuando llevemos mucho tiempo dentro de la iglesia, sino que dependemos absolutamente de la justicia de Otro (foránea, la de Cristo), nos damos cuenta de que no somos mejores que nadie, que no tenemos derecho a juzgar a nuestro prójimo y que el único Justo es Cristo. Como consecuencia, ya no nos quedan ganas de erigirnos en jueces de los demás. Dejaremos que ellos se arreglen con Dios, el único Juez justo, y a lo sumo lo que siempre querremos hacer es convertirnos en instrumentos amorosos y misericordiosos en manos de Dios para escuchar, comprender, ayudar y animar a nuestros hermanos en sus luchas con el pecado y con el dolor, mientras transitamos por este mundo.

“Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones” (Rom. 14:1).

La expresión “recibid” es equivalente a “aceptad”. Dios nos llama a ser una comunidad aceptadora, donde el clima que reine sea de libertad y de aceptación mutua.

Luego veremos quién es el “débil en la fe”, en este contexto, pero lo importante es que enfaticemos que Pablo nos anima a no ser una comunidad contenciosa, a la que le gusta discutir. Es notable cómo muchos religiosos, especialmente los más ortodoxos, tienen una tendencia a ser polemistas, a hacer de la religión un asunto de discusión. Esto suele suceder cuando nuestro foco está más puesto en lo doctrinal y en lo normativo que en la obra redentora de Cristo, que en la fe y el amor, y nuestra religiosidad no ha logrado descender del plano meramente intelectual al plano realmente espiritual, el del corazón.

También es importante que Pablo hable del problema de contender sobre “opiniones”. La revelación de Dios es una, la Biblia. Y hay cuestiones que son claramente doctrinales, que no admiten discusión (por ejemplo, que Jesús es nuestro Salvador, que nos ama, que va a regresar a buscarnos, etc.). Pero hay muchas cuestiones de APLICACIÓN de los principios bíblicos que dependen de la conciencia de cada uno y de su situación de vida particular. No estamos llamados, entonces, a querer convertirnos en legisladores de la conciencia del otro para andar diciéndole qué tiene que hacer o dejar de hacer. Dios no nos llama a ser ni legisladores ni jueces de nuestros hermanos:

“Hermanos, no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley; pero si tú juzgas a la ley, no eres hacedor de la ley, sino juez. Uno solo es el dador de la ley, que puede salvar y perder; pero tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?” (Sant. 4:11, 12).

Es cierto que hay ciertas cuestiones demasiado claras y pecaminosas sobre las cuales aun Pablo, el gran apóstol de la justificación por la fe y el amor, nos pide que juzguemos y tomemos medidas dentro de la iglesia, como sucedió en relación con la iglesia de Corinto, que tenía entre ellos a un hermano que mantenía relaciones inmorales con la mujer de su padre (1 Cor. 5:1-13) y había entre ellos algunos hermanos que tenían litigios ante los incrédulos (1 Cor. 6:1-8). En tales casos, Pablo mismo dice:

“¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas muy pequeñas? ¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? ¿Cuánto más las cosas de esta vida?” (1 Cor. 6:2, 3).

Pero esto no nos autoriza a convertirnos en “espías despreciables” de las faltas ajenas (El discurso maestro de Jesucristo, p. 114), y mucho menos en jueces que están midiendo a nuestros hermanos para ver “cuán bien” cumplen con lo que nosotros consideramos que son las normas de la iglesia o el “estilo de vida adventista”.

“Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come legumbres” (Rom. 14:2).

¿Está el apóstol aquí hablando de la reforma pro salud, del vegetarianismo o incluso el veganismo contra la dieta omnívora? Difícilmente. Todavía la reforma pro salud no era un asunto que estuviera sobre el tapete en esa comunidad cristiana emergente del primer siglo del cristianismo. Creemos que el apóstol está hablando de lo mismo a lo que se refiere en 1 Corintios 8, de comer carne sacrificada a los ídolos. Había hermanos que iban al mercado, y compraban lo que allí se vendía, dentro de lo cual algunas carnes habían sido ofrecidas como holocausto previamente a los ídolos, y lo que sobraba se lo vendía en la carnicería. Algunos hermanos tenían muchos escrúpulos al respecto, y antes de comprar averiguaban si este era el caso o la carne que allí se vendía no había participado de estos cultos idólatras. En cambio otros consideraban que el uso previo que se le hubiera dado a esa carne en nada la afectaba en sí misma (su composición química), y que comer de ella no los convertía en idólatras, porque ellos le daban otro sentido a ese alimento. Como podemos ver, es una cuestión no doctrinal sino de “opiniones”. Pero, este hecho tan aparentemente trivial provocaba división dentro de la iglesia. Quienes eran demasiado escrupulosos (a quienes el apóstol llama hermanos “débiles”) juzgaban a los que comían de estas carnes considerándolos “liberales”. Y aquellos que sí las comían consideraban a los otros como “fanáticos”, “legalistas”; los menospreciaban.

Ante esto, el apóstol exhorta:

“El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido” (Rom. 14:3).

Ni menospreciar ni juzgar, porque Dios, que es el Juez supremo, en realidad el único juez suficientemente competente para juzgar a los hombres, “le ha recibido”; es decir, acepta a los dos grupos.

“¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (vers. 4).

Estas palabras de Pablo parecen ser un eco de aquellas que Jesús dirigiera a Pedro, cuando este le preguntó a orillas del Mar de Galilea, poco antes de que Jesús, resucitado, ascendiera al cielo, sobre qué sería de la vida de Juan:

“[…] ¿Qué a ti? Sígueme tú” (Juan 21:22).

En otras palabras, en términos modernos, diríamos: “¿Qué te importa lo que yo disponga para su vida? Ocúpate de tus asuntos. No estés metiendo la nariz en los asuntos de los demás. Yo tengo una relación personal con Juan, y no tienes derecho a entrometerte en ella”.

Del mismo modo, Dios tiene una relación personal con cada alma, y él vela por ella. Jesús “se las entiende” con cada uno de nosotros, con nuestras particularidades, nuestro contexto, nuestras situaciones, nuestras características, nuestras luchas, y debemos tener un respeto supremo por la relación particular que nuestros hermanos tienen con Dios.

Nosotros podemos predicar, enseñar, instruir, sobre los principios cristianos en sermones, charlas, seminarios, clases de Escuela Sabática, etc. Lo que no podemos es tomar la Revelación bíblica o, en el caso de los adventistas, los escritos de Elena de White, y usarlos como un “garrote” para dar con él en la cabeza de los demás, que “opinamos” que no hacen tan bien las cosas como nosotros pensamos que deberían hacerlas.

“Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente. El que hace caso del día, lo hace para el Señor; y el que no hace caso del día, para el Señor no lo hace. El que come, para el Señor come, porque da gracias a Dios; y el que no come, para el Señor no come, y da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Rom. 14:5-9).

Aquí no está hablando –como algunos creen– de la observancia del sábado o la observancia del domingo o de ningún otro día religioso. Ese no era un tema de discusión en la iglesia del primer siglo del cristianismo. Seguramente, Pablo está hablando de los días de ayuno que los cristianos de origen judío seguían guardando (ver Luc. 18:12) y que probablemente querían imponer a sus hermanos de origen gentil. No olvidemos que este era uno de los temas emergentes que provocaron que Pablo escribiera tanto Romanos como Gálatas: la influencia de los maestros judaizantes, que querían imponer sobre los nuevos conversos prácticas propias del judaísmo rabínico.

Lo importante es que “cada uno esté convencido en su propia mente”; es decir, que sea fiel a su conciencia. No tenemos derecho a tratar de ser conciencia de otros; que otros vean las cosas como nosotros las vemos, que seamos nosotros los que definamos los criterios de los demás sobre sus deberes cristianos. Como adventistas, creemos en el principio luterano del “libre examen”; es decir, que cada uno debe y puede interpretar la Biblia por sí mismo, bajo la unción del Espíritu Santo, sin tener que pasar por filtros ajenos. Creemos en la libertad de conciencia como algo sagrado, y no debemos vulnerarla tratando de ser conciencia de los demás. Somos “del Señor”. Le pertenecemos a Cristo, y él es el que dispone de nuestra alma, no ningún ser humano. Vivimos “para el Señor”, y no para los hombres; no les pertenecemos a ellos, ni aun dentro de la iglesia. Jesús pagó un precio muy alto para tener el “derecho” a ser nuestro “Señor”. Ningún otro ser –pastor, anciano, hermano de iglesia– tiene este derecho, tan solo por el simple hecho de que ninguno de ellos “murió y resucitó, y volvió a vivir”, como sí lo hizo Cristo por nosotros.

“Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo. Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua confesará a Dios. De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí. Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano” (Rom. 14:10-13).

Cada uno tendrá que responder personalmente ante Cristo por sus actos y por sus motivos, no ante los hombres. Le rendiremos cuenta a aquel que conoce lo más profundo del corazón, los motivos y los dolores más subterráneos, que puede compadecerse de nuestras debilidades como ninguno, y que por eso está calificado –él solo– para ser nuestro Juez. Por tal motivo, puesto que no nos corresponde esa tarea ni somos competentes para realizarla, “ya no nos juzguemos más los unos a los otros” ni hagamos nada para desanimarnos mutuamente.

“Decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano”. Es notable que cuando conversamos con gente que abandonó la iglesia encontramos que muchos de ellos se sintieron de tal manera espiados, juzgados, criticados, condenados, por no “cumplir tan bien” con lo que se espera de un adventista, que decidieron distanciarse de ese clima espiritual tóxico, porque los asfixiaba. Que nunca Dios nos encuentre siendo tropiezo para nuestros hermanos, motivo de desánimo espiritual. Estamos solo para edificar y animar.

“Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; mas para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es. Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor. No hagas que por la comida tuya se pierda aquel por quien Cristo murió. No sea, pues, vituperado vuestro bien; porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (vers. 14-17).

Nuevamente, difícilmente Pablo esté hablando aquí de la distinción entre carnes inmundas y limpias (Lev. 11). Lo más probable es que se esté refiriendo a estas carnes sacrificadas a los ídolos. Pero, fuere como fuere, lo que es importante destacar aquí es el papel que una y otra vez Pablo le adjudica a la conciencia individual. Lo importante es que cada uno se asegure de ser fiel a su conciencia. Si mi conciencia me dice que algo es malo para mí, y aun así lo hago o participo de eso, entonces la estoy violentando, acallando, y eso sí que es un juego espiritual peligroso.

Mi conciencia me puede decir que tal o cual actividad, o práctica o hábito no son correctos, que los cristianos no deberían participar de ellos. Pero, cuando yo pretendo imponer lo que me dice mi conciencia sobre otros, y convertirme en la conciencia de ellos, entonces el resultado es que mi hermano es “contristado”, entristecido, desanimado, y no ando “conforme al amor”. El amor siempre es respetuoso de la conciencia y la libertad ajenas, no admite el egotismo de creer que uno es el legislador y juez de los demás, no tiene esa petulancia espiritual y esa soberbia. A tal punto puede llegar el desánimo espiritual que provoquemos en los demás con estas actitudes farisaicas que podemos ser en gran medida causantes de que “se pierda aquel por quien Cristo murió”. No es un asunto de poca monta, entonces, esta actitud de juzgar, criticar y condenar a nuestros hermanos. Es, quizás, el mayor tropiezo que existe dentro de la iglesia.

“Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. Todo tiene su lugar en la vida cristiana, pero hay una jerarquía de valores; y en los valores celestiales lo más importante es la justicia, la paz y el gozo que nos proporciona el Espíritu Santo al realizar su obra transformadora en nosotros y derramar su amor en nuestros corazones (Rom. 5:5).

Jesús lo dijo con expresiones parecidas, en su denuncia a los fariseos y los escribas de sus días:

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (Mat. 23:23).

No está mal diezmar, pero cuando soy puntilloso en esto e incluso trato de imponerlo rígidamente a mi hermano sin tomar en cuenta su situación particular, y minimizo los valores más importantes, “lo más importante de la ley”, que es la justicia, la misericordia y la fe, entonces mi religiosidad es una religiosidad tóxica.

En términos modernos, y particularmente referidos a nuestra cultura religiosa adventista, como iglesia tenemos algunas normas acerca del atavío de los cristianos (específicamente de las damas), de la alimentación, de la recreación, etc. Normas que, como dice el gran teólogo y escritor adventista Roberto Badenas, deberíamos verlas más como un IDEARIO (ideales que nos proponemos) que como un CORPUS DE LEYES rígidas para cumplir y mediante las cuales andar midiendo la “calidad” de la vida espiritual de nuestros hermanos.

Por ejemplo, como iglesia enseñamos que nuestras damas deben abstenerse de todo uso de joyas o adornos (aritos, pulseras, collares, cadenitas, etc.). Es un ideal cristiano que sostenemos. Sin embargo, si este ideal lo convertimos en una norma inflexible, una especie de “prueba de discipulado” para nuestras hermanas, y juzgamos y criticamos a aquellas damas de nuestra iglesia que se permiten usar algunos adornos, estamos convirtiéndonos en fariseos, en tropiezo para ellas, desanimándolas en la fe al concentrarnos en cosas que son de importancia secundaria frente a las grandes cuestiones de la vida cristiana. Es notable cómo algunas damas que son afectas a este tipo de adornos pueden tener un corazón mucho más humilde, cálido y amoroso que aquellas que, aun con el rostro limpio y una presentación externa austera, poseen un corazón frío, soberbio, rígido, juzgador y condenador.

También, como iglesia, sostenemos el ideal de la reforma pro salud, de la abstinencia total del consumo de animales inmundos (cerdo, liebre, etc.) y aun del consumo mismo de la carne como alimento. Incluso, los más avanzados en estas cuestiones sostienen la importancia de un régimen vegano, con abstinencia total del consumo de todo producto de origen animal. Y todo esto porque hemos llegado a entender que es la mejor forma de cuidar de nuestra salud y aun de nuestra espiritualidad, debido a la relación indisoluble entre mente y cuerpo.

Este ideal está muy bien, y la verdad es que los adventistas deberíamos estar a la cabeza de la sociedad en estas cuestiones, que también son una preocupación moderna de determinados grupos sociales y aun religiosos con otras orientaciones que la nuestra. Pero, cuando nos obsesionamos con este tema, y lo convertimos en “el tema” de nuestra vida cristiana, y empezamos a medirnos entre nosotros y a compararnos, y a juzgar y criticar a aquellos adventistas a los que todavía no se les “hizo la luz” en estas cuestiones, estamos entrando en este terreno de tropiezo para nuestros hermanos del que habla Pablo. Y, de paso, esta obsesión con el cuidado del cuerpo puede convertirse en una forma muy sutil de egocentrismo, de estar demasiado preocupado por uno mismo bajo una legitimación religiosa. Hay motivos mucho más elevados y abnegados para abstenerse de los productos de origen animal, como lo son el amor y la misericordia hacia los pobres e inocentes animales que sufren ya sea por la muerte brutal de la cual son objeto en los mataderos como por la explotación industrial que se hace de ellos (a través de la industria lechera y de producción de huevos), sometiéndolos a condiciones deplorables de vida, abusándose así de seres sensibles que no pueden defenderse y que, ciertamente, ante la vista de Dios, tienen “derechos”.

Lo mismo sucede en relación con la música, el cine, la asistencia a espectáculos teatrales, etc.

No importa cuál sea el tema que involucre algún tipo de norma o ideal cristiano, Pablo señala que nada debe convertirse en un motivo para el juicio, para andar midiendo la espiritualidad de nuestros hermanos y para andar persiguiéndolos y, de esa manera, ser tropiezo para ellos, espantándolos así de la iglesia.

Cada uno tiene una relación particular con Dios, y un ritmo de crecimiento espiritual personal. A no todos se les “hace la luz” al mismo tiempo en este tipo de cuestiones, que aunque puedan tener su importancia, son de importancia secundaria en comparación con el centro y núcleo de la experiencia cristiana, que es la salvación en Cristo. Es notable cómo hemos visto en nuestra experiencia particular y en la de otros cómo a veces hemos tardado años en captar la importancia de ciertas cosas mientras que otros las han captado en poco tiempo, pero no perciben todavía otras cuestiones que quizá nosotros ya hemos incorporado en nuestra experiencia hace rato. De allí que no tenemos que juzgar ni presionar a nuestros hermanos en ningún aspecto de su experiencia cristiana.

“Así que, sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación. No destruyas la obra de Dios por causa de la comida. Todas las cosas a la verdad son limpias; pero es malo que el hombre haga tropezar a otros con lo que come. Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda, o se debilite” (Rom. 14:19-21).

Hay lugar para la enseñanza pública de estos ideales, para instruir amorosamente a la iglesia acerca del estilo de vida más conveniente para nuestra espiritualidad. Pero es motivo de tropiezo, ofensa y debilitamiento espiritual cuando queremos imponer estos ideales como si fuesen prueba de discipulado, cuando convertimos a nuestra fe, en relación con estas cuestiones, en algo persecutorio y asfixiante.

Por el contrario, Pablo nos anima a que “sigamos lo que contribuye a la paz y la mutua edificación”. Para eso estamos.

“¿Tienes tú fe? Tenla para contigo delante de Dios. Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba” (vers. 22).

¿Tienes convicciones acerca de ciertos ideales cristianos relacionados con la vestimenta, los adornos, la alimentación, la recreación? Está muy bien. Pero es lo que te dicta tu conciencia, que no necesariamente debe convertirse en norma para los demás. Guárdate, entonces, las convicciones de tu conciencia para ti mismo, y no trates de imponerlas a otros. Puedes dialogar sobre estas cuestiones con tus hermanos, compartir ideas, razonar y reflexionar juntos, pero no convertirlas en normas universales, para la iglesia. Lo importante es que si tienes esas convicciones seas coherente con lo que te dicte tu conciencia, al aplicarlas para ti, siendo fiel a ellas. Lo peor sería que encima de todo prediques una cosa y hagas otra, que de esa manera te condenes a ti mismo en lo que apruebes.

“Pero el que duda sobre lo que come, es condenado, porque no lo hace con fe; y todo lo que no proviene de fe, es pecado” (vers. 23).

El dicho popular reza: “Ante la duda, abstinencia”. Si tu conciencia tiene dudas sobre si tal o cual cosa son buenas o malas, lo mejor es que te abstengas. Si, después de estudiar la Biblia, hay cuestiones en las que la Palabra de Dios presenta principios generales pero no declara explícitamente en qué casos específicos se aplican, no te queda otro remedio que acudir, en oración dependiente de Dios, de tu propia conciencia moral. Lo importante, en este caso, es que seas fiel a ella. Si tu conciencia no te reprende, adelante con fe, con convicción, sabiendo que Dios está contigo, aun cuando te equivoques. Él no condena nuestros errores de juicio sino de intención. Porque “como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Sal. 103:13, 14).

Lo que resta de la Epístola a los Romanos tiene muchos textos preciosos que podríamos analizar, pero creemos que hasta aquí hemos comentado lo más importante. Quisiéramos despedirnos de estas lecciones con el siguiente deseo de Pablo, que es también el de quien esto escribe, como una bendición para todos nosotros, que nos acompañe durante nuestro peregrinaje hasta la Patria celestial, siempre basados en la fe como el gran componente de nuestra relación con Dios, a través del cual nos llega toda bendición salvadora que necesitamos y toda bendición para enfrentar lo que nos depare nuestra vida.

¡Que Dios los bendiga grandemente a todos!

“Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Rom. 15:13).

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1 Comentario

  1. carlos a ramirez

    buenas tardes como estan mis hermanos en Cristo que ha pasado que no ha vuelto a salir este estudio de escuela sabatica desde enero hasta estA fecha DE su revista , espero que sea pronto me gusta este link y perdonen que me tenga que valer de este medio,
    saludos Dios les de muchas bendiciones

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