LA ORACIÓN DE JACOB

18/10/2016

Por Aarón A. Menares Pavez

Con seguridad, la historia de Jacob nos conduce a una variedad de pensamientos sobre la vida de cada uno de nosotros. Jacob tiene el privilegio de ser uno de los patriarcas del Antiguo Testamento. Genealógicamente, es parte del plan de salvación; es decir, formó parte de ese nexo consanguíneo que llega hasta Cristo.

Los propósitos divinos lo incluían con un plan maravilloso que tal vez él ni siquiera lo soñaba. Con certeza, hizo todo lo posible por conseguir sus sueños, aunque si hubiese esperado en Jehová se habría evitado una cantidad de problemas. Soy de aquellos que creen que Dios tiene un plan ideal para cada hijo suyo. No es determinismo; es un plan al que puedo acceder, si le permito a Dios actuar como él desea hacerlo. Supongo que este fue el problema de Jacob. Normalmente, cuando intentamos hacer las cosas con nuestras fuerzas, o bien desde nuestra trinchera, lo estropeamos todo. Por las malas decisiones, Jacob tuvo que padecer humillaciones y soledad, que bien pudo haber evitado.

Es de suponer que la rivalidad que tenía con Esaú, su hermano, en gran manera fue creada y fortalecida por sus padres: Jacob hacía labores más livianas que Esaú, por ejemplo.

La historia sagrada nos relata que, al nacer, el segundo hijo sería mayor que el primero. El asunto es que legalmente la bendición de la primogenitura solo le correspondía al primer hijo; es decir, Esaú. Sin embargo, Dios haría “algo” para que las promesas fuesen recibidas por Jacob; posiblemente lo mismo que hizo cuando Jacob bendijo a los hijos de José.

Un aspecto que se evidenció notoriamente en la vida de este patriarca, durante gran parte de ella, fue el engaño. ¡Ah! Qué difícil se hace para algunos vivir con la verdad. Sobre todo, en estos días. Parece que es más fácil y sencillo mentir y engañar. Algunos al engañar ganan mucho más dinero que aquellos que trabajan arduamente. Otros utilizan el engaño al igual que Jacob para posicionarse en la sociedad o en sus trabajos. La pregunta que debemos hacernos es: ¿se alcanza la plena felicidad al engañar? Dicho de otra manera, ¿vale la pena condicionar la conciencia a todo el bienestar recibido? Este es el caso de Jacob.

No tengo dudas de las buenas intenciones de Rebeca al estimular a su hijo en el engaño a su padre, pero eso no justifica el error. Algunos señalan que las circunstancias justifican los hechos, pero ¿no cree usted que siempre hay otras opciones? Yo creo que sí las hay; es más, siempre las hay. El problema es que, cuando estamos metidos en el problema, estamos tan absortos en ello que no somos capaces de mirar las otras opciones que Dios nos da.

Jacob engañó a Isaac, su padre. Se adelantó a su hermano y fingió ser él. Recibió la bendición que solo le correspondía a Esaú, su hermano. Tal vez usted piense que de una u otra manera lo logró. En realidad, usted tiene razón: Jacob lo logró. El asunto es cómo lo logró. He conocido personas a quienes no les importa por quién y por dónde pasar con tal de lograr sus objetivos. Creo que tampoco es una buena opción. No se olvide, Dios tiene un plan hermoso y maravilloso, pleno y exacto, para usted y para mí. Este plan se ajusta total y absolutamente a nuestras necesidades; es la proyección concreta de la felicidad. Por lo tanto, es mejor esperar los tiempos divinos, por sobre los nuestros.

Jacob decidió no esperar en Jehová, decidió darle una ayuda a Dios. ¿Necesita ayuda Dios? Creo que no; él es total y autosuficiente para lograrlo todo. A fin de cuentas, es el único Dios que existe, y entre sus virtudes está la de ser Todopoderoso.

Este acto de engañar a su padre y a su hermano le costó salir exiliado de la casa de sus padres. Cuando regresó Esaú y tomó conocimiento de lo ocurrido, se enojó con su hermano y decidió matarlo. A partir de ese incidente, entonces, la vida de Jacob sería marcada por la persecución de su hermano. La presencia de su hermano en la tierra de Isaac sería el limitante para Jacob. El patriarca iniciaría un recorrido que tendría un final esperanzador, contrastado con su actitud.

Al llegar a la tierra de su tío Labán, Jacob se enamoró de una de sus hijas. Raquel fue para Jacob la mujer de su vida, por lo que hizo un trato con su tío para poder casarse con ella. El trato fue siete años de trabajo. Siete años de trabajo son mucho tiempo, tiempo en el que se podía conseguir una buena fortuna. Jacob cumplió el tiempo. Sin embargo, su tío lo engañó, entregándole como mujer a Lea, su hija mayor. Este fue el primer golpe fuerte que sufrió Jacob. Era similar a lo que él había hecho con su padre y su hermano; ahora lo experimentaba en su propia vida. La historia nos señala que debió trabajar otros siete años por su amada Raquel.

El patriarca comenzó a formar su familia, que llegó a ser la base del pueblo de Israel, el pueblo de Dios. Jacob se dio cuenta de que todo su trabajo era para su tío. Por lo que hizo un pacto de salario con él para poder hacer fortuna. Dios lo bendijo, como fue toda su vida, y multiplica sus animales, mucho más de lo que tenía su tío. Esto le hace tener problemas de envidia en la familia de su ahora suegro.

En este contexto, Jehová le dio una orden especial: “Levántate ahora y sal de esta tierra, y vuélvete a la tierra de tu nacimiento” (Gén. 31:13). Supongo que esta indicación divina trastocó el orden de prioridades para Jacob. El problema no era regresar a la tierra de su nacimiento; el problema era que Esaú aún tenía sed de venganza. Esto debe hacernos pensar que la visión de Dios sobre las cosas y nosotros mismos dista mucho de la nuestra, que es débil, muy débil. Nuestra visión del futuro está magullada con el pecado y con las limitaciones naturales que cada uno posee. Pero ahora Dios estaba hablando: ‘Regresa a la tierra de tu nacimiento’. Difícil, por decir lo menos.

El patriarca obedeció a Dios; sin embargo, eso no quiere decir que lo hizo en paz y tranquilidad. Por lo que nos dice el relato bíblico, Jacob tenía una gran preocupación al respecto. Primero, tuvo que enfrentar a su suegro y sus tropas, de lo que Salió airoso. Pero luego tendría que enfrentar a su hermano, que lo odiaba.

Por esta razón, planea una estrategia que sería algo parecido a lo que hoy conocemos como hacer un lobby, aunque un lobby bien especial, porque prepara un suculento obsequio para su hermano y además se presenta como siervo de Esaú (Gén. 32:4). El problema es que nuevamente su estrategia no sirvió: uno de sus hombres le avisó y le señaló horrorizado que Esaú venía a su encuentro, pero con cuatrocientos hombres. La incertidumbre lo llenó por completo. Entonces, Jacob oró a Jehová: “Dios de mi padre Abraham, y Dios de mi padre Isaac, Jehová que me dijiste: vuélvete a tu tierra y a tu parentela, y yo te haré bien […]. Líbrame ahora de la mano de mi hermano […] porque le temo […] tú has dicho: Yo te haré bien, y tu descendencia será como la arena del mar, que no se puede contar por la gran multitud” (Gén. 32:9-12). La Biblia señala que Jacob durmió.

La oración de Jacob está llena de simpleza, porque no está basada en lo que él podía hacer, porque no podía hacer nada ante tal enemigo. Su destino natural sería su destrucción y posiblemente la de su descendencia. Sin embargo, reclamó las promesas. Dios ha dado promesas, y son fieles y verdaderas; él no se equivoca. No existe el error en él. Por lo tanto, haríamos bien en confiar en sus promesas. La verdad es que Jacob asumió su fatalidad y debió de haber pedido perdón a Dios por sus pecados. Tal reconocimiento hace muy bien a la hora de depender de Dios.

Jacob pasó la siguiente noche en vela, en penumbra, con miedo, aterrado. ¿No confiaba en Dios? Creo que sí; el asunto es que Jacob era humano y, como humano, veía sus limitaciones. En eso, sintió una mano que tocaba su hombro. Ante tal acción, Jacob comenzó a luchar con ese desconocido. Supongo que pensó que era un enviado de su enemigo o el mismo Esaú, que venía a matarlo. Sin embargo, no era ningún enemigo, sino que era Dios mismo que venía a auxiliarlo (Gén. 32:24-28). Al darse cuenta de quién era su oponente, con humildad clamó: “No te dejaré si no me bendices”. ¡Qué fantástico! Había pasado la prueba más especial de toda su vida y, pensando que era un enemigo, desperdició la oportunidad de refugiarse en el único que podía ayudarlo.

Al día siguiente y con un dolor tremendo en su cadera, Jacob se encontró con su hermano. La Biblia nos dice que se abrazaron y se besaron. Dios obró un milagro en Esaú; un sueño hizo que su deseo de venganza fuera mudado por un anhelo de encuentro con su hermano.1

Dios tiene un plan para cada uno de nosotros. Dios lo tenía con Jacob, y al final lo cumplió, aunque nos queda en la mente la inquietud de qué habría ocurrido si el patriarca hubiese permitido a Dios actuar.

Nuestra experiencia en nuestros días no es muy diferente. Hoy enfrentamos pruebas. Algunas provienen de consecuencias de nuestros actos; sin embargo, Dios nos da la oportunidad de pedir perdón y ser restaurados. Otras pruebas son para nuestro crecimiento. Créame, nunca estamos solos, jamás nos dejará solos nuestro Dios. Él, al igual que con Jacob, está dispuesto y disponible para socorrernos. Ojalá que cuando eso ocurra le permitamos actuar y no peleemos con él.


Referencias:

Patriarcas y profetas, p. 198.

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