Una vez escuché una historia sobre un joven adventista que llegó a un pueblo que no conocía. Solo sabía que en ese pueblo vivía una anciana, también adventista. Llegó a su casa con la esperanza de poder alojarse ahí a fin de seguir con su viaje al día siguiente.
Llamó, pero la puerta no se abrió. La anciana, escondida detrás de un oscuro enrejado, le preguntó quién era. El joven se presentó y agregó que era adventista del séptimo día. La puerta permaneció cerrada, hasta que la anciana le preguntó: “Entonces dígame cuál es el versículo para memorizar de esta semana”.
No existirían contraseñas en un mundo sin peligro ni mentira, sin abuso ni pecado. Pero, por ahora, no vivimos en un mundo así. Necesitamos contraseñas: al encender nuestras computadoras cada mañana, al usar nuestro celular, al acceder a cualquier servicio en línea. Pero, más allá del mundo cibernético, hay muchas expresiones, gestuales, físicas y hasta emocionales, que nos permiten saber que tenemos algo en común con otra persona. Son expresiones que cumplen también la función de una contraseña: crean un vínculo de seguridad y confianza.
El pastor y poeta inglés Edward Shillito (1872-1948) escribió el conmovedor poema “Jesus of the Scars” [Jesús de las cicatrices], en el que destaca una realidad que toca de cerca la historia de cada ser humano: mientras que los dioses de otras religiones de la antigüedad se mostraban poderosos, Jesucristo sufrió y murió por su pueblo.
Con una actitud totalmente opuesta, Jesús dejó su trono y se hizo débil, identificándose con nosotros y pagando con su propia vida el precio de nuestra salvación: “Quien, aunque era de condición divina, no quiso aferrarse a su igualdad con Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomó la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres. Y quien, al tomar la condición de hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:6-8).
El poema resalta que solo Jesús es el Dios que lleva cicatrices. Ningún otro dios las tiene. Jesús es diferente, y sus cicatrices nos hablan al corazón. Él sabe lo que sentimos y comprende lo que nos sucede. Porque nosotros también llevamos cicatrices, visibles o invisibles, pruebas del dolor físico y emocional que nos toca vivir.
Shillito evoca nuestra experiencia cuando las cosas van mal y nuestros pensamientos se entrechocan, haciéndonos olvidar que Dios está ahí para ayudarnos, cuando miramos a nuestras heridas o cicatrices y nos preguntamos como David: “¿De dónde viene mi socorro?” (Sal. 121:1). En ese momento, el pastor y poeta nos recuerda que las cicatrices de Jesús son la contraseña que nos ayuda a recuperar nuestra seguridad y confianza
en él. Allí, en el fondo del pozo, Jesús nos muestra sus manos y nos dice: ¡Estamos juntos en esto! Te comprendo y sé lo difícil que es. Este dolor pronto se acabará.
El apóstol Pablo escribió, en su carta a los cristianos de Corinto: “Aunque fue crucificado en debilidad [Jesús] vive por el poder de Dios. También nosotros somos débiles en él, pero por el poder de Dios viviremos con él para servirlos a ustedes” (2 Cor. 13:4). A Pablo y sus compañeros no les faltaban
problemas y desalientos, pero sabían que el brazo poderoso de Dios los sustentaba, que no los dejaría caídos para siempre (Sal. 55:22).
Después de la Cruz vino la Resurrección, y la debilidad de Jesús se convirtió en victoria y fortaleza: “Por eso Dios también lo exaltó hasta lo sumo y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Fil. 2:9). El que lleva cicatrices y nos comprende también es el que venció la muerte y nos asegura una
vida eterna sin dolor.
Que, al meditar en estas cosas, podamos ver cuán ligada está nuestra historia a la historia de Jesús. Y que en sus cicatrices encontremos la clave para profundizar nuestra confianza y seguridad en él.
(De paso, aprender de memoria el versículo para memorizar de la lección de la Escuela sabática –y cualquier otra porción de la Biblia– puede usarse con muy buenos resultados para suavizar cicatrices).
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