Ni el origen pagano de la Navidad ni las excesivas estrategias para el consumo desmedido de los gurúes del marketing deberían hacernos perder de vista la maravillosa historia del nacimiento de Jesús que relata Lucas en sus dos primeros capítulos. Lo que más me atrae del preciso desarrollo del autor son las distintas actitudes de sus personajes.
Allí aparece José, un hombre justo (Mat. 1:19), quien aceptó el misterioso plan divino de la concepción especial de su esposa, a quien respetó, ayudó y amó, como corresponde a un buen marido (Luc. 2:4).
También está María, quien hoy es parte de una “triste valoración” (por decirlo así). Exaltada hasta lo sumo por la Iglesia Católica, suele ser dejada de lado por los protestantes. María no está en el cielo intercediendo por nosotros, pero es una mujer a quien la Biblia llama “Bienaventurada” y fue la elegida por Dios para educar a su hijo. Aparte, ¿qué otro personaje de la Biblia expresa una frase tan consagratoria como “he aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Luc. 1:38). María es un ejemplo de sumisión y obediencia a la voluntad divina.
Asimismo, están los pastores que presenciaron el coro de ángeles (Luc. 2:8-20), y fueron los primeros testigos en ver y adorar al niño Jesús.
Además, el registro de Mateo 2:1 al 12 sostiene que sabios del oriente vinieron a ofrendar sus dádivas al Salvador del mundo que recién había nacido.
Más adelante, en el Templo, aparecen Simeón y Ana (Luc. 2:35-38), dos fieles ancianos que se alegran ante el nacimiento del Mesías y comunican su misión.
Jóvenes y viejos, intelectuales e iletrados, trabajadores cercanos y viajeros distantes, todos encuentran su lugar junto al pesebre de Belén. Allí hay reconciliación, unión, paz y esperanza. Y también hay un desafío: proclamar que la salvación es posible gracias al nacimiento, posterior muerte e inminente regreso de Jesús.
Allí, también hay un lugar para ti.
“Por su vida y su muerte, Cristo logró aún más que restaurar lo que el pecado había arruinado. Era el propósito de Satanás conseguir una eterna separación entre Dios y el hombre; pero en Cristo llegamos a estar más íntimamente unidos a Dios que si nunca hubiésemos pecado. Al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se vinculó con la humanidad por un vínculo que nunca se ha de romper. A través de las edades eternas, queda ligado con nosotros” (Elena de White, El Deseado de todas las gentes, p. 20). RA
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