Comentario lección 10 – Tercer trimestre 2016
Repasamos la famosa cita sobre la cual venimos reflexionando desde hace varias semanas:
“Solo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces, les pedía: ‘Sígueme’ ” (El ministerio de curación, p. 102).
Nuevamente, es necesario recalcar que difícilmente el sentido que le quiso dar Elena de White a estas expresiones es que Jesús tenía un “método” calculado para poder manipular a la gente mediante aparentar el deseo de hacerles bien, aparentar simpatía, atender sus necesidades solo como una forma de provocar un “impacto” y, de esta manera, habiendo socavado las defensas psicológicas de la gente, ganarse su confianza a fin de llevarla al terreno que él quería (la salvación), por muy noble que fuese su intención. Más bien, nos inclinamos a pensar que esta cita es una descripción de la forma espontánea en que Jesús trataba a la gente, su modo de ser, que brotaba de su gran amor redentor, y cuya consecuencia natural es que el corazón de la gente se veía conquistado por el amor de Jesús. Un amor que realmente deseaba hacerles el bien, que tenía una auténtica simpatía por las personas y que se desvivía por atender sus necesidades, porque no podía ver un dolor humano sin sentir el profundo deseo de ayudar, de bendecir.
Por supuesto, cuando notamos que alguien realmente se interesa en nuestro bienestar, que genuinamente simpatiza con nosotros y que realiza acciones concretas para darnos una mano en nuestras necesidades, el resultado es que en nosotros se genera una confianza hacia esa persona. Se ganó nuestra confianza. Eso es lo que sucedía con Jesús. La gente de sus días vivía asediada por el abuso de los soldados romanos y por las exigencias legalistas de los fariseos. No tenía paz, y no sentía que podía confiar ni en el Gobierno ni en los dirigentes religiosos. Los primeros se interesaban en ellos solo como instrumentos de trabajo y de enriquecimiento para Roma. Los segundos no hacían otra cosa que abrumarlos con los innumerables detalles de la casuística, para asegurarse de que el pueblo estuviera cumpliendo con los mandamientos de Dios. Esto mismo generaba en el pueblo –como también lo hace hoy siempre que haya un enfoque legalista de la relación con Dios– una desconfianza básica incluso hacia Dios. No podían verlo como un ser que realmente se interesara en su felicidad, sino como un gran inspector moral cósmico, que estaba vigilándolos constantemente para ver cuán bien cumplían con su voluntad.
Jesús, por medio de su trato afable, simpático, lleno de amor, y a través de sus obras concretas de ayuda misericordiosa, no solo logró que la gente común y humilde confiara en él sino también, a través de este trato, lograba que la gente aprendiera a confiar en el amor y las buenas intenciones del Padre celestial. Su propio trato era una revelación de la forma en que el Padre trata con cada uno de nosotros y de que Dios tiene hacia nosotros “pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jer. 29:11).
Hoy, como sus representantes entre los hombres, Dios no nos llama a ser un conjunto de falsos manipuladores de la confianza de la gente, aun cuando lo hagamos con un buen fin, como es lograr la salvación de las personas. Nos llama a amarlas sinceramente, a preocuparnos genuinamente por sus necesidades, a simpatizar realmente con ellas. El resultado será, en muchos casos, que la gente confiará en nosotros, y entonces nuestra palabra de salvación (la predicación del evangelio) tendrá “peso”, autoridad moral, y seremos escuchados con atención.
La lección nos habla del “capital social”, que es el grado de confianza, respeto y valoración que una persona o una entidad se ganan en medio de la sociedad en la que se desenvuelve; es decir, su autoridad moral. En la lección del día jueves, se plantea una pregunta sencilla pero certera e incisiva: “¿Nos extrañaría nuestra comunidad si de repente desapareciéramos?” Es decir, yo como persona, ¿he llegado a ser relevante para los que me rodean, de tal forma que mi ausencia sería sentida como una pérdida? Lo mismo podría decirse de nuestra iglesia local: la comunidad que la rodea ¿se ha visto sensiblemente beneficiada por su presencia en medio de ella, por su aporte al bienestar del vecindario? ¿O, en el mejor de los casos, sencillamente les daría lo mismo que estuviésemos o no en su medio? Y, en el peor de los casos, ¿se alegrarían de que no estuviésemos, porque somos solo los “molestos” vecinos que ocupamos la vereda de la iglesia impidiendo el paso de la gente, los sábados al mediodía después del sermón?
Si todas nuestras actividades eclesiásticas solo procuran protegernos espiritualmente a nosotros mismos, nutrirnos entre nosotros, cuidar de nosotros –salvo cuando queremos realizar un esfuerzo de evangelización, que por muchos de “afuera” solo es percibido como un intento proselitista–, la comunidad que nos rodea no sentirá que es importante tener esa iglesia e medio de ella. Si, por el contrario, los vecinos saben que en esa iglesia se da de comer a los pobres; se brinda ropa y abrigo; se dan charlas de orientación sobre salud, vida familiar, problemas psicológicos; hay espacios para escuchar con verdadero interés y atención a la gente que viene cargada con sus dramas; que se brindan mensajes de esperanza en todos sus cultos; que puede encontrar gente afectuosa, acogedora y contenedora en ella, el vecindario sentirá que la iglesia forma una parte importante de sus vidas, y que no quisieran que faltara dentro de la comunidad.
Que, por la gracia de Dios, podamos ser este tipo de iglesia, “el rostro visible” de Dios sobre la Tierra, para los necesitados; sus amigos y refugio seguro en medio de este mundo convulsionado.
hermosa reflexión..
Me alegra que te haya gustado, Gisela! Dios te bendiga!!