Quizá no haya enseñanzas de Jesús más radicales y contraculturales que las que proclamó al comienzo mismo de su ministerio en el llamado Sermón del Monte. Las bienaventuranzas son la carta magna del cristianismo. Casi todos las admiran, aunque no todos las entienden y muy pocos las viven.
Los “bienaventurados” son los ciudadanos del Reino de los cielos, que se basan en principios totalmente diferentes de los principios de este mundo. Algunas versiones de la Biblia traducen makarios como “dichosos”, “felices”, o “afortunados”; otras, como “bienaventurados”. En el español de la calle, diríamos que a esas personas “les irá bien” o que “cuentan con el favor de Dios”. En ese contexto, las bienaventuranzas de Jesús indican que a los que buscan primeramente el Reino de Dios a la larga les irá bien, porque cuentan con su favor.
Ahora, hay algunos conceptos erróneos con respecto a estas bienaventuranzas. Algunos creen que se refieren a diferentes clases de personas: los pobres en espíritu por un lado, los mansos por el otro, los pacificadores como otro grupo separado, etc. Sin embargo, la intención de Jesús en el Sermón del Monte fue que estas características debían ser manifestadas por todos los cristianos, no unos pocos que tienen solo una de ellas.
Además, estas características o virtudes no tienen que ver primariamente con los dones (que sí son exhibidos aquí y allá por algunos que reciben determinado don), sino que se refieren primariamente al carácter y, por lo tanto, deben ser manifestadas por todos los seguidores de Cristo. Están más relacionadas con el fruto del Espíritu y, por ende, no son el resultado de nuestra tendencia natural, sino de la manifestación sobrenatural del Espíritu Santo en nuestra vida. Sin embargo, este sermón no debe volcarnos a la búsqueda de una perfección legalista. Tal como lo dijo el escritor Leon Tolstoi, “la prueba de la observancia de las enseñanzas de Jesús es nuestra conciencia del fracaso en lograr una perfección ideal. No se puede ver hasta qué punto nos acercamos a esta perfección; todo lo que vemos es hasta qué punto nos desviamos”.
Jesús trastoca la apreciación de valores. llama felices o dichosos a los que el mundo considera desdichados”.
Pero, volvamos al asunto de la contracultura. Es claro que Jesús quiso contrastar el estilo de vida del ciudadano del Reino de Dios con el de los ciudadanos de este mundo. J. B. Phillips se atrevió a imaginar cómo habrían sido las bienaventuranzas si hubieran sido escritas según los principios de este mundo:
Felices los ambiciosos: porque prosperan en el mundo.
Felices los endurecidos: porque nunca permiten que la vida los hiera.
Felices los que se quejan: porque acaban saliéndose con la suya.
Felices los indiferentes: porque nunca se preocupan por sus pecados.
Felices los que esclavizan a los demás: porque consiguen resultados.
Felices los conocedores del mundo: porque saben por dónde ir.
Felices los que causan problemas: porque hacen que los demás tomen nota de ellos.
La sociedad moderna vive según las normas de la superviviencia del más fuerte. “El que muere con más juguetes gana”, puede leerse en algunas calcomanías. Y la verdad es que vivimos en un mundo donde el otro es solo un obstáculo para mis propios objetivos, donde para ascender no importa usar la cabeza del otro como escalón para trepar.
Jesús trastoca la apreciación de valores. Llama bienaventurados, o dichosos, o felices a quienes el mundo considera desdichados. En el discurso del Evangelio, son bienaventurados los pobres, los que lloran, los perseguidos por defender la justicia, los misericordiosos, las personas de sentimientos limpios y quienes luchan por la paz. Es que el evangelio dejaría de serlo si no rompiera con los principios de este mundo, que está gobernado por “el príncipe de las tinieblas”.
Al reflexionar en las bienaventuranzas este mes, seamos desafiados a ir contra la corriente de este mundo y manifestar los principios del Reino de Dios. Si nuestra ciudadanía verdaderamente está en los cielos, entonces manifestemos los valores de lo Alto. RA
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