Comentario lección 9 – Segundo trimestre 2016
La lección de esta semana, de algún modo, consiste en aplicaciones prácticas, concretas, del gran principio cristiano del cual se derivan todos los demás y sobre el cual reflexionamos la semana pasada: el amor abnegado, lo que implica aprender morir al yo, a fin de vivir para amar y bendecir a los demás.
Prácticamente todos los pasajes que estamos considerando esta semana reflejan distintos problemas que tienen que ver con el yo: el deseo de grandeza o importancia personales (Mat. 18:1-4); el rencor, o la falta de un espíritu de perdón (Mat. 18:15-35); el apego a las posesiones (Mat. 19:16-30; 20:1-16); la ambición por ocupar puestos y ejercer dominio sobre otros (Mat. 20:20-28).
El gran e influyente filósofo ateo Friedrich Nietzsche (1844-1900), enemigo acérrimo del cristianismo, acusaba a este de propiciar una moral “contra natura”; es decir, una moral artificial, poco genuina, que va en contra de nuestra auténtica naturaleza humana, nuestros auténticos instintos y motivaciones. Y, en realidad, no estaba tan equivocado. Para él, el instinto básico del ser humano es el instinto de poder, de dominio: el querer vivir para sí, acumular para sí, satisfacer los propios deseos y ambiciones incluso si para ello hay que pisotear al otro, explotar al otro, dominarlo, esclavizarlo; es algo propio y genuino de la naturaleza humana. Nietzsche acusa al cristianismo de promover una “moral del rebaño”, de “esclavos”, de “plebeyos”, con “antivalores” (siguiendo esta lógica) como la misericordia, la compasión, la solidaridad. En cambio, él propone la moral del “superhombre”, que está “más allá del bien y del mal”; del “aristócrata”, cuyas mayores virtudes son la fuerza, el poder, la creatividad, el dominio; que es fiel a sí mismo, a su naturaleza e instintos más transparentes. La ética de Nietzsche es toda una legitimación filosófica del darwinismo social, en el que impera la ley del más fuerte, la supervivencia del más apto. Los más débiles deben quedar afuera, y así limpiar a la sociedad de los fracasados, de los pobres, de los inútiles. En gran medida, el proyecto de Hitler estaba basado en estas ideas.
¿Nos gustaría vivir en un mundo gobernado por estos principios? Lamentablemente, aun cuando no se los propicie abierta y explícitamente, estos son los principios que dominan a un sector de la sociedad, y que explican en gran medida las injusticias sociales, la explotación y la pobreza. Aun así, gracias a Dios, también encontramos personas y organizaciones que todavía sostienen los principios de la compasión, la misericordia y la solidaridad. Nuestra sociedad no sabe cuánto debe al cristianismo el que hoy existan todavía ideales de igualdad entre los hombres y de auxilio social.
Y todo tiene que ver con el yo. Por eso, en la lección de esta semana vemos cómo aplicar el gran principio del amor abnegado que Jesús nos enseñó por precepto y ejemplo, y lo puso como el gran paradigma ético para imitar por su gracia.
¿QUIÉN ES EL MAYOR? (Mat. 18:1-4)
Los discípulos fueron a Jesús con esta pregunta directa: “¿Quién es el mayor en el Reino de los cielos?”
Nos sorprende hoy, con veinte siglos de cultura cristiana, que los discípulos hayan tenido una tan evidente falta de ética al abiertamente presentarle a Jesús su preocupación acerca de cómo ser el más importante en el Reino de los cielos, ante la vista de Dios. La mayoría de nosotros nos cuidaríamos de hacer esta pregunta, de exponer en público lo que, en realidad, anida en el fondo de nuestros corazones: el deseo de destacarnos, de adquirir importancia ante los demás. No queremos “parecer” tan egoístas, narcisistas, ambiciosos. Sabemos que no “queda” bien que los demás piensen que somos ambiciosos, y nos guardamos nuestras más miserables motivaciones para nosotros. Pero los discípulos parecen ser demasiado sinceros en esto.
Jesús, entonces, tan didáctico como era, llama a un niñito, lo pone en medio, y les dice a los discípulos (y a nosotros) que para entrar en el Reino de los cielos tenemos que llegar a considerarnos seres tan sencillos y humildes como los niños, a humillarnos en vez de tratar de exaltarnos delante de los demás.
Cuánto de lo que hacemos, incluso dentro de la iglesia, tiene como motivación destacarnos, adquirir importancia ante la vista de otros, conseguir puestos que nos den prestigio delante de la sociedad secular o eclesiástica. Como si nuestra importancia y valor como seres humanos estuviera en nuestros logros y en el aplauso de los demás. Pero Jesús era rebelde a los paradigmas sociales impuestos por el pecado; invierte los valores naturales del ser humano y coloca en su lugar lo que realmente es valioso ante la vista del Cielo: la humildad, la sencillez, la espontaneidad, la confianza implícita, el deseo de aprender de los niños, la capacidad de asombro y de ilusión y sueños, la necesidad de ayuda en vez de la autosuficiencia.
SUFICIENTEMENTE HUMILDES COMO PARA PERDONAR (Mat. 18:15-35)
Todos sabemos por experiencia lo dolorosas que pueden ser algunas relaciones humanas: cómo una de nuestras mayores causas de angustia son las heridas que nos producen las malas relaciones, la mala voluntad de los demás, su odio, su envidia, su agresión, su injusticia; sobre todo si esto proviene de seres muy cercanos. Hay ocasiones en que es imposible sostener algunas relaciones, porque los ofensores involucrados son contumaces, no tienen ninguna inclinación al arrepentimiento, son abusivos, y continuar sosteniendo un vínculo con ellos genera una situación enfermiza y enfermante.
A veces, como cristianos, idealizamos el tema del perdón. Pero notemos que nadie va a entrar al Reino de los cielos sin arrepentimiento. El contumaz, el rebelde, el que prefiere vivir en pecado, no ingresará en la vida eterna. Lo que marcará la diferencia entre su salvación y su perdición es precisamente el arrepentimiento, y su fe en Cristo y su perdón.
En este pasaje, Jesús NO DICE que si tu hermano peca contra ti, te ofende, te hiere, debes quedarte pasivamente, agachando la cabeza, para que siga ensañándose contra ti, en nombre de una supuesta humildad y mansedumbre cristiana; escondiendo la cabeza como el avestruz. Por el contrario, Jesús nos enseña a ENFRENTAR EL PROBLEMA, y CONFRONTAR al ofensor, a solas, sin “quemarlo” delante de otros y sin dar lugar al “conventilleo”, el chisme; salvaguardando su dignidad delante de los demás: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos” (18:15; el énfasis es mío). Nos enseña a EXPRESAR nuestro dolor, el daño que significa para nosotros su conducta maliciosa. No nos alienta a ser peleadores, a discutir, a devolver agresión con agresión, pero sí a hacerle saber al agresor cuánto nos está dañando. Y todo, con el fin no de simplemente descargar nuestro malestar, sino de “ganar” a nuestro hermano: “Si te oyere, has ganado a tu hermano” (vers. 15). El fin último de este consejo es el RESTABLECIMIENTO DE UNA RELACIÓN, y no simplemente hacer justicia.
Pero, cuando no seguimos este consejo –ya sea porque no estamos dispuestos a perdonar o porque, comprendiendo mal la dinámica del perdón, creemos que debemos “aguantar” la ofensa, el atropello, el abuso–, lo que hacemos es dejar que la herida se agrave en nuestro corazón, generando resentimiento, rencor, y que el agresor se envalentone en su abuso. De cualquiera de las dos maneras, lo que logramos es agigantar la distancia entre la persona y nosotros, en vez de lograr SANAR LA RELACIÓN y RESTABLECERLA. Jesús nos aconseja, por el contrario –y por doloroso que sea el proceso–, extirpar el problema de raíz, logrando que el ofensor deje de perpetrar su maldad contra nosotros (Jesús no habla aquí de cuando nosotros mismos somos los causantes de la ofensa, sino de cuando somos injustamente heridos).
Este pasaje lo solemos aplicar a la disciplina eclesiástica, pero en realidad habla de las interrelaciones personales (aun cuando su principio es válido a la hora de aplicar la disciplina eclesiástica). Quizá porque lo hemos leído pensando en la iglesia como institución nos hemos olvidado de practicarlo en nuestra vida cotidiana, en nuestras relaciones familiares, laborales, vecinales, etc.
Jesús nos dice que tratemos de razonar con el ofensor. Si eso no da resultado, podemos buscar ayuda de dos o tres personas, para que la persona en cuestión pueda escuchar también a otros, y sean testigos del problema, y no quede todo en “me dijo”, “le dije”.
Y, en caso de que el agresor sea miembro de iglesia y siga con su actitud contumaz, el último recurso es llevar el caso a la iglesia, para que esta interceda por él y ante él, invitándolo al arrepentimiento, luego de lo cual, si la persona persiste en su actitud errónea, ya no hay nada más que hacer por ella, más que orar y encomendarla a la obra del Espíritu Santo, que es el único que puede guiarnos a un arrepentimiento genuino.
Sin embargo, por encima de todo este procedimiento, lo que Jesús quiere enseñarnos es que el perdón es más que un acto puntual sobre daños específicos cometidos contra nosotros. El perdón es, ante todo, UNA ACTITUD. Es cierto que, de este lado de la eternidad, algunas relaciones nunca podrán restablecerse. Pero, a fin de sanarnos nosotros mismos y sanar nuestras relaciones problemáticas, lo que necesitamos es tener una constante actitud de perdón, que es la que Jesús tiene siempre hacia nosotros. Él no solo nos perdona. ES PERDONADOR. Y es esa actitud la que nos da confianza para pedirle perdón. Y si nosotros tenemos esa actitud hacia quien nos hiere, aun cuando por su mal carácter o malos hábitos puede incurrir una y otra vez en la ofensa, esa persona sentirá que todavía puede acercarse a pedir perdón e intentarlo de nuevo. Si, por el contrario, nos sabe con una actitud fría, dura de corazón, no solamente se verá desanimada de acercarse arrepentida sino también endurecerá su corazón y seguirá con sus actitudes ofensivas. Por eso, Jesús le aconseja a Pedro que perdone hasta setenta veces siete; es decir, siempre que el ofensor venga con arrepentimiento (vers. 22). Para eso, hace falta dejar el ego de lado, el yo, y tener la suficiente humildad y amor como para perdonar todas las veces que sea necesario.
EL PROBLEMA DE LOS APEGOS DESORDENADOS (Mat. 19:16-30)
No encontramos en la Biblia que Dios haya llamado a todo el mundo a entregar todas sus posesiones, a vivir en la pobreza. Abraham fue un hombre rico. Job, también. Incluso, después de su prueba, Dios proactivamente le devolvió toda su riqueza. David y Salomón “nadaron” en abundancia económica. El problema del joven rico que aparece en este pasaje del Evangelio era su apego egoísta a sus posesiones. Y Jesús, sabiendo que este apego se había convertido en su ídolo, puso el dedo en la llaga, detectó el cáncer que lo estaba royendo por dentro, y lo invitó a que le permitiera extirparlo. Lamentablemente, aun cuando tenía también nobles aspiraciones espirituales, no aceptó el diagnóstico y mucho menos el tratamiento espiritual que Jesús quería practicar en él, y “se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (19:22).
Quizás algunos de nosotros no nos vayamos tristes porque tengamos muchas posesiones, pero puede ser que tengamos muchos afectos, relaciones significativas (algunas de las cuales quizá no nos hagan bien espiritualmente), actividades, recreaciones, placeres, que no estamos dispuestos a entregar (abandonar) en manos de Jesús.
Lo que necesitamos no es, de repente, renunciar a todo lo que poseemos, a nuestra familia, nuestros afectos, nuestro terruño, sino la DISPOSICIÓN a entregarlo todo en caso de que fuere necesario. Entender que lo más importante en este mundo es Jesús, nuestra relación con él y su servicio, y tener la disposición a ponerlo siempre a él y a su Reino en primer lugar en nuestras vidas. Y esto, como ya venimos viendo, implica crucificar el yo.
Ante esta exigencia evangélica, los discípulos, con toda sinceridad, responden: “¿Quién, pues, podrá ser salvo?” (vers. 25).
Y aquí es donde la respuesta de Jesús refleja lo que mencionamos brevemente la semana pasada, en el sentido de que nadie puede crucificarse a sí mismo. Si alguno quiere suicidarse usando un arma de fuego, o un cuchillo, o colgándose de una soga, o con una inyección letal, puede hacerlo solo, sin ayuda de nadie. Pero nadie puede crucificarse a sí mismo. Inexorablemente necesitará que otra persona lo cuelgue en un madero. De igual modo, para tomar la cruz, negándonos a nosotros mismos, necesitaremos que Dios haga esa obra en nosotros, porque “para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible” (vers. 26).
La respuesta que tenía que haber tenido este joven rico no es RETIRARSE DE LA PRESENCIA DE JESÚS, como lo hizo, retrocediendo ante el desafío, sino PERMANECER EN SU PRESENCIA y, con humildad, decirle: “Señor, YO NO PUEDO renunciar a este ídolo. Pero sé que tú eres infinitamente más valioso que él. Te pido que tomes mi corazón, porque yo no puedo dártelo. Haz por mí y en mí lo que no soy capaz de hacer por mí mismo. Y dame la fuerza para hacer lo que debo hacer”.
RENUNCIAR A LA AMBICIÓN EGOÍSTA Y AL INSTINTO DE DOMINIO (Mat. 20:20-28)
Nuevamente, aquí, nos parece extraño que de manera tan “descarada” la madre de Santiago y Juan, y ellos mismos, le haya hecho a Jesús una petición tan abiertamente egoísta y ambiciosa. ¿Podría ser que los valores de la humildad, la mansedumbre y el servicio abnegado hayan sido toda una revolución, por parte de Jesús, en relación con el paradigma ético dominante de sus días? ¿Que el deseo de grandeza haya formado parte natural de la cultura de sus días, incluso dentro del pueblo de Dios?
Jesús señala, como siempre, a su propio ejemplo de amor sacrificial como modelo de la conducta que espera de sus seguidores, y les anticipa que a él le espera un “vaso” y una “copa” dolorosos (ver Mat. 26:39, en el Getsemaní). Y, aun cuando ellos no entendieron en ese momento a qué se refería esa copa, a ellos también les aguardaría, y tanto Santiago como Juan gozosamente estuvieron dispuestos, finalmente, a beber de ella.
Y aprovecha la oportunidad para aclarar cuáles son los valores verdaderos del Reino de los cielos, cuál es la verdadera grandeza ante la vista de Dios:
“Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mat. 20:25-28).
Lamentablemente, a lo largo de la historia del cristianismo, cómo se ha perdido de vista esta perspectiva de Jesús, estos valores celestiales. Cuánta lucha por el poder ha habido en las sociedades llamadas cristianas, y dentro de las iglesias que se supone representan a Cristo; cuánto deseo de dominar las conciencias y la vida de otros, cuántos deseos de destacarse y exaltarse por encima de otros, de ocupar cargos y ostentar poder sobre los demás.
Y quizá nosotros, como adventistas, no estemos del todo exentos de esto en nuestra vida personal e incluso institucional. Cuántos clérigos o laicos con cargos de importancia dentro de la iglesia parecen creer que son los dueños de ella, y que todo el mundo tiene que acatar sus indicaciones sin cuestionar, sin poder pensar por sí mismos, sin ser fieles a su propia conciencia. Esa misma división entre clérigos y laicos (ajena a la estructura eclesiástica del Nuevo Testamento) refleja una pirámide de poder, en vez de sentir que somos todos hermanos, y que solamente hay distintas funciones y niveles de responsabilidad, pero no de poder sobre el rebaño: “Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 Ped. 5:2, 3).
Jesús nos enseña, por el contrario, que la verdadera grandeza está en la disposición (y la acción) de servir a los demás, de atender sus necesidades, de pasar desapercibidos mientras intentamos bendecir a los que nos rodean, tal como él mismo lo hizo al no venir “para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mat. 20:28).
Que Dios obre de tal manera en nuestros corazones como para que pueda cada vez más subyugar nuestro yo y sustituirlo por el cálido amor abnegado del Espíritu Santo, que nos convierta en personas humildes, cuya mayor ambición en la vida sea poder ser un motivo de alegría, bendición y salvación para todos aquellos con quienes nos relacionemos.
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