Comentario lección 1 – Segundo trimestre 2016
Bienvenidos a un nuevo trimestre de estudios y reflexiones de la Escuela Sabática. En esta ocasión, vamos a estudiar lo más hermoso de toda la revelación bíblica, que es la vida y el sacrificio de Jesús, nuestro Salvador, algo que debería ser motivo de reflexión diaria. Porque la persona y la obra de Jesús es la revelación más perfecta de cómo es Dios, de su amor y sus intenciones benevolentes para con nosotros, de las posibilidades de salvación que siempre hay con Dios, de los alcances insondables del amor redentor manifestados en la Cruz. A su vez, nos presenta al Hombre Modelo: la sublime grandeza del carácter de Jesús, el modelo e ideal al que todos debemos aspirar a parecernos cada vez más.
Más allá de las distinciones que los teólogos hacen acerca de si Mateo escribió teniendo en cuenta mayormente a un público lector judío, a diferencia, por ejemplo, de Lucas, que habría escrito principalmente para un público gentil, lo cierto es que los cuatro evangelios fueron escritos –como el resto de la Biblia– bajo la inspiración de Dios, y su mensaje fue pensado por su verdadero Autor –Dios– teniendo en cuenta a la humanidad toda, hasta el fin de los tiempos. Es el mensaje universal de un Dios de amor, que quiere revelarse a sí mismo a nosotros, sus hijos, y lo hizo de la manera más acabada por medio de la encarnación, la vida, las obras, las enseñanzas y el sacrificio redentor de su Hijo Jesucristo.
GENEALOGÍA DE JESÚS (Mateo 1:1-17)
Esta sección, que nos puede parecer aburrida y sin mayor inspiración espiritual, encierra implícitamente un hermoso mensaje: la completa identificación de Jesús con la raza humana pecadora. Mucha gente, en este mundo, pretende reclamar para sí cierta importancia al invocar su “sangre azul”, su “pedigree”, al ostentar apellidos de abolengo, alcurnia, reconocidos incluso dentro de la historia ilustre del país al que pertenecen. Como si ciertas virtudes y gloria se pudieran transmitir genéticamente, independientemente de los logros propios. Incluso, a veces dentro de nuestra misma iglesia, algunos sacan a relucir que son “adventistas de tercera, cuarta o quinta generación”, como si eso los pusiera en una posición espiritual especial delante de Dios, de la iglesia, y como personas.
Sin embargo, en su árbol genealógico, Jesús cuenta con la “ilustre” prosapia de un hombre que prefirió desobedecer a Dios, en los albores de la humanidad, antes que separarse de su compañera (Adán); de un hombre que mintió más de una vez acerca de su verdadera relación con su esposa, por miedo a que lo asesinaran para quedarse con ella por causa de su belleza (Abraham); de un hombre que extorsionó a su hermano, aprovechándose de su hambre extrema y su debilidad, mediante un plato de lentejas, y que aprovechándose de la edad avanzada y la ceguera de su padre usurpó el lugar de su hermano para obtener la primogenitura (Jacob); de un hombre violento que se acostó con su nuera, hija de su finado hijo, pensando que era una prostituta, y que tuvo un hijo con ella (Judá); de una prostituta pagana que protegió a dos espías de Israel en Jericó, y que luego se integró al pueblo elegido (Rahab); de una mujer pagana viuda de un hijo de Israel “desertor” (Ruth); de un rey que en su lujuria no tuvo mejor idea que acostarse con la esposa de un general de su ejército, dejándola embarazada, y luego con total cinismo y premeditación ordenó la muerte de este noble soldado, para ocultar que él era el padre del hijo por nacer (David); y en definitiva, de tantos otros hombres que si bien unos pocos de ellos fueron realmente nobles, otros se destacan por su más grosera idolatría, apostasía, inmoralidad, criminalidad, e incluso conexiones con el satanismo, como fue el caso del rey Manasés.
Pero Jesús no tiene empacho en asumir su identificación con estas raíces humanas. Y no lo hizo solamente de una manera externa, al llevar su “apellido”, sino que en el misterio insondable de la Encarnación Jesús portó en su misma constitución genética con toda la carga de la debilidad (física, mental y espiritual) de cuatro mil años de pecado. El pecado también es un misterio. No sabemos exactamente cómo se transmite la “naturaleza pecaminosa”, que según la Biblia todos poseemos. Hay factores genéticos, congénitos y ambientales (de formación psicológica e influencias sociales) que nos constituyen como pecadores. Y Jesús asumió nuestra naturaleza, a pesar del deterioro de cuatro milenios de pecado. Y si bien ustedes saben que hay un debate dentro de nuestra iglesia acerca de si Jesús nació con tendencia al pecado, como todos nosotros, o si solo cargó con la debilidad de la humanidad pero no con su corrupción, su perversidad (posición a la que adhiero), lo cierto es que su encarnación fue real; es decir, realmente se hizo hombre, con todo lo que eso implica, y no como pensaban los partidarios del docetismo, esa vieja herejía proveniente del gnosticismo, que pugnaba por introducirse en la iglesia primitiva y que proponía que Jesús era un ser de origen divino que solo había adoptado la apariencia o forma humana, pero que no era realmente un hombre de carne y hueso. Tanto Juan como Pablo se oponen vigorosamente a esa herejía, y ambos afirman de la manera más enfática la realidad y el peso de la Encarnación:
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. […] Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:1, 14).
“En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios” (1 Juan 4:2, 3).
“Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Rom. 8:3).
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:5-8). (La palabra griega traducida aquí por “forma” es morphé, que no se refiere a la apariencia externa sino al “modo”, la “manera” de ser de alguien o algo, a su modo esencial de ser).
“Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:8, 9).
Y el autor de la Epístola a los Hebreos (nuestros teólogos se inclinan por pensar que fue Pablo, aunque no hay pruebas fehacientes de ello), añade:
“Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Heb. 2:14).
“Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados” (2:17, 18).
“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15).
Este misterio maravilloso de la Encarnación nos habla no solo de la humildad de Jesús –que no pretendió identificarse con un árbol genealógico moralmente impecable, sino que fue descendiente de pecadores reconocidos (aunque algunos hayan sido de linaje real)–, sino también del RIESGO que corrió, al portar sobre sí las debilidades y las limitaciones de nuestra humanidad caída. No vino con la misma fortaleza física, mental y moral de Adán antes de la Caída, ni inmediatamente después. Asumió el deterioro de la mente humana, de su capacidad mental, de su voluntad para resistir el mal y hacer el bien; de su susceptibilidad al cansancio, la enfermedad y finalmente la muerte. Fue una encarnación REAL, uno de los tantos motivos por los que merece nuestra más devota adoración y gratitud. Porque él no vino a salvar a ángeles ni a seres impecables, incorruptos, sino a pecadores.
JOSÉ Y MARÍA: UNA INSPIRADORA HISTORIA DE NOBLEZA (Mateo 1:18-25)
La historia del nacimiento de Jesús está rodeada de mucho candor y mucha nobleza. María, una joven virgen de Judá, que de acuerdo con las costumbres de la época estaba desposada legalmente con José aunque todavía no convivían ni habían tenido un encuentro íntimo, queda embarazada por la obra sobrenatural y milagrosa del Espíritu Santo. Cuando José se entera, sabiendo él muy bien que no habían tenido relaciones prematrimoniales, solo saca una conclusión: María le habría sido infiel. Imagínense ustedes la indignación, la afrenta que sintió al creer que su prometida lo habría engañado con otro hombre. Y no solamente tenía derecho a esta reacción moral y emocional, sino también tenía el aval de la legislación mosaica, que en estos casos ordenaba el apedreamiento de la parte culpable. Y, si bien es cierto el pueblo de Judá en aquel entonces no podía ejecutar la pena capital sin el respaldo del Gobierno Romano, por estar sojuzgado por este, él podría haber descargado toda su indignación al denunciarla públicamente ante la sociedad de sus días como una infame. Pero el relato bíblico nos dice, con todo candor, que “José su marido, como era justo, y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente” (Mat. 1:19). ¡Qué nobleza la de José! Él cree que María obró de manera indecente, que se burló de él, que le faltó groseramente el respeto al acostarse con otro hombre, y sin embargo, “como era justo”, a pesar de la afrenta, quiere proteger la imagen social de María: “no quería infamarla”. No quería que las malas lenguas se ensañaran con María, acusándola de ser una mujer inmoral. Y entonces, de alguna manera prefiere que el dedo de la crítica y la descalificación moral recaiga sobre él mismo: “quiso dejarla secretamente”; es decir, que aparezca, ante la sociedad, como que él la dejó embarazada pero ahora tiene la bajeza moral de no hacerse cargo del hijo por nacer y desaparecer de la escena dejándola a ella con el “fardo” de un hijo concebido en forma prematrimonial. José, que debería ser la “víctima” de esta situación, el ofendido, prefiere poner el pecho, y que el golpe de la desaprobación social y religiosa recaiga sobre él, con tal de proteger el buen nombre de María.
Lo notable es que el relato del Evangelio nos dice que él actuó de esta manera porque “era justo”. Aquí se nos habla de un aspecto de lo que significa “ser justo” delante de Dios. Si bien es cierto, la Biblia nos aclara que “no hay justo, ni aun uno” (Rom. 3:10), porque somos todos pecadores, y que mediante la justificación por la fe somos considerados justos por Dios no porque lo seamos ontológicamente (en nuestra esencia, nuestra naturaleza) sino por una justicia externa, foránea, la de Cristo, sin embargo este relato (y otros de la Biblia) nos habla de cómo actúa un hijo de Dios considerado justo por Dios, por qué tipo de ética rige su vida: su condición de justo delante de Dios lo llevó a actuar con un alto sentido de la ética, que va más allá de aplicar rígida y legalistamente “justicia” con María, y por el contrario lo llevó a ejercer el principio de la misericordia, que no es otra cosa que un derivado del gran principio absoluto que gobierna el Reino de los cielos: el principio de la GRACIA, del AMOR. Un amor que busca más cubrir las necesidades del ser amado que las propias. Que no trata al culpable como merecería sino como necesita ser tratado. Que buscó proteger a María de la vergüenza y el escándalo social antes que proteger su propio corazón ofendido y su deseo de reparación ante la ofensa.
Es el mismo principio que movió a venir a este mundo a ese bebé que se estaba gestando en el vientre de María antes de la Encarnación, el principio de la Cruz: el amor abnegado. Jesús nos vio desde el cielo culpables, rebeldes, pecadores, dignos de condenación. Pero tanto fue su amor por nosotros que decidió hacerse hombre, para en la Cruz hacerse cargo de nuestras culpas y nuestra condenación. Jesús, como José, también “puso el pecho”, pero de un manera mucho más terrible e infinitamente dolorosa. Él fue nuestro Sustituto, que cargó nuestros pecados y los expió en la Cruz (Isa. 53). Él vino para salvar “a su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21). Esa fue su misión principal. No vino meramente para enseñar un camino, una filosofía de vida, una ética, por importante que haya sido todo esto; por sobre todas las cosas vino para salvarnos de nuestros pecados: de nuestras culpas, de nuestra condenación, mediante los méritos de su vida santa y su muerte expiatoria en la Cruz; y por medio de la obra regeneradora del Espíritu Santo para salvarnos también del poder del pecado, de su perversidad, dándonos poder para vencer (ver Rom. 8; Gál. 5:22, 23; etc.); y finalmente, en su segunda venida, nos salvará definitivamente de la presencia del pecado, eliminándolo completamente de nuestra vida al hacer que “esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (1 Cor. 15:53), al transformar “el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil. 3:21).
Este relato del Evangelio también nos habla de la intervención divina en los asuntos humanos. En primer lugar, el Espíritu Santo aparece en primer plano como participante del misterio de la Encarnación. Jesús es engendrado en el vientre de María por medio de un milagro del Espíritu Santo. No podemos entender esto, no busquemos explicación. Pero sí podemos entender que la Trinidad en pleno estuvo presente en ese acto milagroso y misterioso de la Encarnación del Hijo de Dios. Y podemos entender el papel preponderante que tiene el Espíritu Santo en la vida y la obra de Cristo, como veremos más adelante. No podemos minimizar ni la Persona ni la obra del Espíritu, cuando aparece tan presente en la Revelación bíblica.
Por otra parte, Dios envía a un ángel para aclararle a José cómo eran realmente las cosas, así como había enviado a su ángel Gabriel (probablemente sea el mismo ángel que le habló a José) para anunciarle a María su embarazo. Gracias a Dios, los hijos de Dios contamos con un ejército de “aliados” celestiales, que son “espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación” (Heb. 1:14). Hoy también los ángeles siguen actuando e interviniendo en nuestra vida terrenal, aun cuando la mayoría de nosotros no los veamos. Pero en algún momento Dios podría sorprendernos, de ser necesario, con una manifestación más evidente de su presencia en nuestra vida. No perdamos la ilusión. Si los ángeles intervinieron y se manifestaron de manera visible con tantos seres humanos de la antigüedad, tal como aparece a lo largo de toda la Revelación bíblica, ¿qué impide que lo haga también hoy? Pero eso no está en nuestras manos sino en las disposiciones infinitamente sabias de Dios, si él lo cree necesario. Lo importante es que tengamos la certeza de que no estamos solos para pelear las batallas de la vida ni para transitar por este mundo peligroso.
LA VISITA DE LOS MAGOS (Mateo 2:1-12)
Si hay algo que se destaca de este episodio es que Dios no es monopolio de ninguna religión, sino que es “patrimonio de la humanidad”. Dios había elegido al pueblo de Israel para ser su representante sobre la Tierra, para entregarle la Revelación escrita (la Biblia) y para a través de él levantar al Mesías, el Salvador del mundo. Pero Dios no estaba confinado al pueblo judío, ni era propiedad de él. Cristo, la “luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (Juan 1:9), también intentaba alumbrar el corazón y la conciencia de los paganos, en la medida que estos abrieran su corazón, dentro de su ignorancia de la Revelación bíblica, a la luz y la bondad del “Dios escondido”. Los magos de Oriente que fueron a recibir a Cristo muy probablemente participaban de muchas ideas filosóficas y espirituales erróneas. Sin embargo, seguramente en su corazón había vocación por el bien, la bondad y la verdad, y Dios se reveló a ellos para que pudieran ser de los primeros en recibir a Jesús en el mundo, como el Mesías prometido. El propio pueblo de Judá, especialmente sus dirigentes, no parecían estar preparados para reconocer y recibir a Jesús, y Dios tuvo que valerse de unos paganos sinceros para llamar la atención del pueblo al Mesías que nacería pronto.
Hoy –al igual que a lo largo de la historia– pensemos que hay no una, ni diez, ni cien, ni mil, sino miles de millones de personas que no han escuchado el mensaje bíblico y no han tenido la oportunidad de aceptar a Jesucristo como su Salvador. ¿Puede ser que por esa causa estén todos perdidos, y que tampoco haya ningún rasgo de bondad en sus corazones, ni luz espiritual y moral en sus conciencias? ¿Puede un Dios de amor y salvador quedarse de brazos cruzados, dependiendo de los pobres esfuerzos que hacemos los cristianos para salvarlos? En ninguna manera. Dios tiene miles de recursos que no conocemos, pero sobre todo la acción del Espíritu Santo, para intentar iluminar la conciencia y el corazón de esas personas, y darles la oportunidad de la salvación. La más elemental observación de la realidad nos muestra cuánta bondad, cuánto bien, e incluso cuánto espíritu de amor y de sacrificio, y aun cuánta sabiduría hay en tantas personas que no son cristianas, que pertenecen a religiones paganas, e incluso en tantos ateos o incrédulos. Es que todo rasgo de bondad, toda luz moral que hay en la conciencia de los hombres es una evidencia de la obra de Dios en sus corazones (Juan 1:9; Rom. 2:14, 15).
¿Significa esto que no hace falta que les demos a conocer el mensaje del evangelio? De ningún modo. Pero, ciertamente hay algo misterioso en las relaciones entre Dios y el resto de la humanidad, y no podemos creer que Dios dependa de nuestros pobres esfuerzos por predicar el evangelio para que tengan la oportunidad de salvación. Hagamos, entonces, la tarea, pero con esperanza: con la esperanza de que, antes de, junto con, por encima y más allá de nuestros esfuerzos evangelizadores, hay un Dios salvador que ha tomado sobre sí mismo la responsabilidad de salvar a la humanidad, y que está permanentemente y todopoderosamente activo para lograrlo, con nosotros, sin nosotros, e incluso en muchos casos –tristemente– a pesar de nosotros (como sucedió con el pueblo judío de los tiempos de Cristo).
LA MATANZA DE LOS INOCENTES (Mateo2:13-23)
Este es uno de los episodios más dolorosos de todas las Escrituras, y de aquellos que nos rebelan y no entenderemos hasta que lleguemos a la eternidad. Pero lo que sí podemos entender, de él, es la violencia del Gran Conflicto, la violencia a la que se enfrentó Jesús desde su mismo nacimiento. Jesús, desde el cielo, decidió encarnarse SABIENDO EL RIESGO QUE CORRÍA, sabiendo que iba a colocarse CONSCIENTE Y VOLUNTARIAMENTE EN EL TERRENO DEL ENEMIGO, y que iba a sufrir desde sus primeros momentos de vida el acoso, la persecución y la violencia diabólicos. Como dice un cantautor evangélico, Jesús se hizo “carne de cañón” (Marcos Vidal). Si bien es cierto, aún Dios no permitió en esta ocasión que el enemigo pudiera destruir su vida, porque todavía tenía que realizar su obra redentora en favor de la humanidad, sin embargo, como dice una hermosa canción de la Misa Criolla, de Ariel Ramírez, “en sus bracitos” crecía una cruz. Y finalmente el enemigo se dio el gusto: Dios permitió que desplegara todo su odio contra Jesús y lo llevara a la Cruz, aun cuando esta respondía al plan de Dios para nuestra redención.
Cuánto merece Jesús nuestra adoración y gratitud por la grandeza infinita de su amor, y cuánto merece nuestra más absoluta entrega y lealtad, no como una forma de “comprar” nuestra salvación, sino como una respuesta de amor y gratitud por todo lo que hizo por nosotros.
Que a lo largo de este trimestre, al contemplar la persona maravillosa de Jesús, permitamos al Espíritu Santo que nos transforme a su semejanza, para vivir en esta Tierra de la manera más parecida a él posible, y para glorificarlo con nuestras vidas.
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