Tenía cuatro años, y quería leer esos libros que se amontonaban en mi mesita de luz. Veía la biblioteca de casa repleta, y ya me aburría entender solamente las palabras sueltas en los carteles de la calle que mi mamá con tanta paciencia me ayudaba a deletrear. Jugaba a memorizar las historias y el momento exacto de dar vuelta las páginas, y de esta forma pretendía “leerle” a mi hermana. Cuando por fin logré hacerlo, ya a los cinco años, fue como aprender a hablar, pero esta vez siendo consciente de ello. Ya no eran necesarios la memoria ni los engaños. Ahora realmente entendía.
Descalza, me acerqué a mis padres, satisfecha y con aire de importancia, para demostrarles mi hazaña. No recuerdo qué me dijeron o si en ese almuerzo hubo celebración, pero sí sé que ahí comenzó mi interminable historia de préstamos bibliotecarios.
Ya son miles las páginas recorridas, con viajes gratuitos a los lugares más recónditos del planeta o a las mentes de sus autores y personajes, grandes y pequeños.
Pero no fue hasta que leí el libro más necesario del mundo que entendí la verdadera importancia de que el Verbo se haya hecho carne y haya trocado muerte por vida eterna; la importancia de entender esto, y no simplemente repetirlo de memoria. Gracias a las palabras escritas, pude vivir de forma más cercana las historias de la Biblia y los testimonios actuales de los fieles hijos de Dios alrededor del mundo.
La pregunta de este mes no la hace Dios, sino un hombre. Sin embargo, encuentro en la Biblia que esta es una de las preguntas que más claramente nos dirige Dios, porque me habla de un hombre totalmente dirigido por él.
Leí esta historia por primera vez en un libro muy pequeño, que aún conservo. Había imágenes y una frase al pie de cada página que contaba la historia de la conversión del etíope. Abarcaba los detalles más destacables, y lo que es más importante, lograba captar mi atención y grabar en mi memoria infantil la historia de este milagro y el mensaje tan contundente detrás de él.
Esta historia no es común. Un hombre acepta cambiar la agenda de su día y sale a caminar por el desierto. De repente, con total desparpajo, comienza a hablar con un extraño. Ni siquiera se nos dice si Felipe saluda al etíope; solo se le acerca, lo observa y le formula una pregunta: “¿Entiendes lo que lees?” (Hech. 8:30). Luego, procede a hacer con él un ejercicio de comprensión lectora, y para terminar, lo bautiza. ¡Qué insólito!
Sin embargo, todo tiene sentido si comprendemos quién es Dios y cuál es su plan, si entendemos cómo actúa y cómo actúan quienes lo siguen y aman.
Por supuesto que no llegué a analizar todas estas cosas la primera vez que leí esta historia en mi librito, pero ese interés primero hizo que a lo largo de los años fuese sumando ideas y verdades más profundas, al hacer lecturas más extensas sobre este y otros tantos relatos que me cautivaron.
Todo aquel que regala libros, que enseña a leer, a gustar de las buenas historias y a valorar los innumerables beneficios que produce la lectura habitual desde la niñez, no solo abre el mundo ya conocido, sino además brinda herramientas para comprender mejor la Palabra de Dios.
Agradezco que mi vida haya estado repleta de buenas lecturas que me permiten contarte mi testimonio. Pero veo, con pesar y desconcierto, que hoy muchos han perdido el gusto por este, uno de los mayores y más fructíferos placeres. Veo, también, que muchos no entienden lo que leen y están ansiosos por encontrarse con alguien que les recuerde el valor de la historia más hermosa que se haya contado alguna vez.
Porque aprendí a gustar de la lectura, recurrí a ella en los momentos más difíciles. Y en la Palabra de Dios descubrí, entre tantas otras cosas, que él tiene un plan para mí y para cada uno de sus hijos. No solo lo cumplió en un camino desierto con destino a Gaza, ¡puede cumplirlo en nuestra vida también! ¿Entiendes lo que lees? Pregúntatelo y después… pregúntaselo a ellos. RA
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