El Evangelio de San Juan fue escrito por el último sobreviviente de los apóstoles, unos treinta años después de los demás evangelios. Por eso reúne las historias más conocidas y que posiblemente más marcaron la vida de los primeros cristianos y de la iglesia primitiva.
El foco del autor, sin embargo, está en el Verbo, que es exaltado desde las primeras palabras del libro. Los demás evangelios presentan a Jesús como Mesías, siempre de manera inductiva, pero Juan expresa su visión de forma directa desde el primer capítulo.
El amor sin la verdad es muy suave, pero la verdad sin amor es muy dura”.
Así, el Evangelio comienza con el principio de todas las cosas. Normalmente consideramos Génesis 1:1 como el principio de la Creación, pero Juan 1:1 va más lejos y presenta el principio del Creador. Por eso, el primer versículo de Juan es anterior al primer versículo de Génesis. Allí se habla del comienzo de una historia que no tiene comienzo, ya que “en el principio era el Verbo” (Juan 1:1), es decir, ya existía antes de todas las cosas.
Pero la descripción más marcada del Verbo y su encarnación se presenta en el versículo 14 del capítulo 1: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, como la gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad”. Además de la belleza y la sensibilidad de las palabras, me gusta observar el equilibrio demostrado por Cristo.
Él estaba lleno de gracia y de verdad. En sus actitudes sabía ofrecer las virtudes de la gracia, del perdón inmerecido, del amor incondicional, de la restauración de pecadores, de las palabras dóciles y de la preocupación por las personas. Pero también sabía vivir, presentar y defender la verdad. No cedió a la tentación ni al pecado, no negoció su misión, no rebajó los principios ni revocó los Mandamientos.
Su equilibrio entre la gracia y la verdad es un ejemplo para nuestros días, en los cuales abunda un fuerte efecto pendular: las personas, como el péndulo de un antiguo reloj de pared, no son capaces de posicionarse en el centro y se mueven siempre de un extremo al otro. Así, se pierde fácilmente el punto de equilibrio en las opiniones, las interpretaciones, las creencias y el estilo de vida.
Algunos se aferran solo a la gracia, el gran regalo de Dios a la humanidad, y dejan de lado la verdad. Sí, la gracia es real y es bíblica. Implica el supremo sacrificio de Cristo y nuestra salvación. Sin ella seríamos consumidos por la paga del pecado. Pero, cuando se convierte en un fin en sí misma, lleva al liberalismo, dejando de lado la fidelidad y su impacto en el estilo de vida. La religión se transforma solo en una experiencia de consumo, por la cual Dios se amolda a los deseos, los caprichos y los intereses humanos. No hay necesidad de obediencia, falta reavivamiento, desaparece el concepto del remanente, la Biblia se convierte en un libro devocional y la misión pasa a ser una cuestión opcional.
Otros se aferran solamente a la verdad, presentada en la Revelación, pero no experimentan ni ejercen la gracia. Sin duda, la Palabra de Dios no puede ser negociada, los testimonios deben ser estudiados y practicados, y el sello de Dios será colocado solo sobre los fieles en el tiempo del fin. Pero la verdad desprovista de gracia se transforma en radicalismo. Se vuelve árida, quita el brillo de la vida cristiana y la transforma en una búsqueda permanente por la perfección. Las personas así siempre están listas para discutir, polemizar, agredir y dividir. Enfatizan el látigo del Templo y desvalorizan los clavos de la Cruz. Olvidan que la gracia ofrecida a los demás nunca será mayor que aquella que nosotros mismos hemos recibido.
“El amor sin la verdad es muy suave, pero la verdad sin amor es muy dura”, sostuvo el teólogo y escritor británico John Stott. Por eso necesitamos, más que nunca, de cristianos que sean capaces de equilibrar gracia y verdad, evitando los extremos del liberalismo o del radicalismo. Personas que busquen la transformación del Espíritu y vivan “en este presente siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12). RA
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