FIDELIDAD Y MISIÓN

Tor Tjeransen / AME (CC BY 4.0).

10/07/2025

Una mirada a las nuevas orientaciones del Manual de la Iglesia sobre la mayordomía de diezmos y ofrendas como compromiso de cada miembro con Dios, su obra y la administración de todos los recursos recibidos.

Por Nerivan Silva, editor de la Casa Publicadora Brasileña

La Biblia comienza mostrando a Dios como Creador (Gén. 1:1). Podemos afirmar que esa es la primera verdad revelada en las Escrituras. Al ser el Creador, Dios también es el dueño de todo lo que existe (Sal. 24:1). Ese es el fundamento del primer principio de la mayorodomía cristiana.

En el sexto día de la creación, Dios trajo al ser humano a la existencia (Gén. 1:26, 27). Al crearlo, estableció una relación con la humanidad que incluye responsabilidades, es decir, mayordomía. Sin embargo, desde un punto de vista secular, el concepto de la mayorodomía suele ser asociado a privilegios o beneficios temporales concedidos a personas generalmente favorecidas, muchas veces sin la necesidad de esfuerzo o trabajo.

Desde la perspectiva bíblica, la mayordomía está relacionada a la administración, es decir, trata acerca de la responsabilidad de cuidar de los bienes que nos han sido confiados. En este caso, quien administra no es el dueño, sino un mayordomo. Al hablar de José, el hijo de Jacob, el salmista afirma que en Egipto fue puesto “por señor de su casa, por gobernador [mayordomo] de todas sus posesiones” (Sal. 105:21). El salmista hace referencia al relato de Génesis 39:4-6, que describe la manera de actuar de José en la casa de Potifar, comandante de la guardia real egipcia (vers. 1). Así, en este contexto, el relato bíblico sobre José ilustra el concepto de mayordomía cristiana como administración y presenta al mayordomo como quien cuida, guarda y vela por los bienes de su verdadero dueño.

Mayordomía en el Edén

Al crear al ser humano, Dios le confió el cuidado y la custodia del Jardín del Edén (Gén. 1:26; 2:15). “Una vez que la tierra con su abundante vida vegetal y animal fuera llamada a la existencia, se introdujo en el escenario al hombre, corona del Creador, para quien la hermosa tierra había sido aparejada. A él se le dio dominio sobre todo lo que sus ojos pudiesen mirar” (Elena de White, Patriarcas y profetas [ACES, 2015], p. 24).

Cuando Adán abrió los ojos por primera vez, se dio cuenta de que formaba parte de un todo armonioso. Todo a su alrededor había sido creado y organizado para él, incluso antes de existir. Esto dejó claro que Dios era el Creador y, por lo tanto, el verdadero dueño de todo. Además, Dios también era el sustentador de todas las cosas (Sal. 54:4; Isa. 42:5; Heb. 1:3).

Cuando entendemos que Dios es el dueño y el ser humano es el mayordomo, queda claro que esta relación implica responsabilidad. Y esto, a su vez, exige fidelidad. Es en este contexto que el apóstol Pablo afirmó: “Para esto se requiere que cada administrador sea fiel” (1 Cor. 4:2). En lo referido a la mayordomía cristiana, la obediencia y la fidelidad son elementos esenciales que conforman la experiencia de la salvación.

Elena de White escribió: “El Señor dispuso que todo árbol del Edén fuera agradable para los ojos y bueno como alimento, e invitó a Adán y Eva a disfrutar libremente de sus bondades. Pero hizo una excepción. No debían comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. Dios se reservó ese árbol como recuerdo constante de que era  dueño de todo. Así les dio oportunidad de demostrar su fe y confianza obedeciendo perfectamente sus requerimientos” (Testimonios para la iglesia [IADPA, 2004], t. 6, p. 385). Así, en el Edén, se sentaron las bases de la mayordomía cristiana.

El mayordomo de Dios

Como se mencionó, desde la creación los seres humanos han ocupado la posición de mayordomos. Administran los bienes que pertenecen a su Señor. Dios confió a la humanidad el cuidado de su creación. “Un mayordomo se identifica con su Señor. Acepta las responsabilidades del mayordomo y debe obrar en el lugar de su Señor haciendo lo que este haría si estuviera presente. Los intereses de su Señor se convierten en los suyos. La posición de mayordomo implica dignidad, porque su Señor confía en él. Si obra con egoísmo en algún sentido, y se aprovecha de los beneficios obtenidos al negociar con los bienes de su Señor, ha falseado la confianza depositada en él” (Consejos sobre mayordomía cristiana [ACES, 2013], p. 115)

Esta visión debe guiar la forma en que administramos los recursos que recibimos de Dios hoy. Elena White escribió: “Todo lo que poseemos es del Señor y somos responsables ante él del uso que le demos. En el empleo de cada centavo se verá si amamos a Dios por encima de todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. El dinero tiene gran valor porque puede hacer mucho bien. En manos de los hijos de Dios es alimento para el hambriento, bebida para el sediento y vestido para el desnudo” (Mensajes para los jóvenes [ACES, 2015], p. 306).

No podemos olvidar que el principio establecido en el Edén sigue siendo el mismo: Dios es el Creador, el verdadero dueño, y el ser humano es su criatura, el administrador. Fue también en este contexto que Dios estableció pactos con la humanidad.

El pacto del diezmo

En el Antiguo Testamento, la palabra hebrea berit se traduce generalmente como “acuerdo”, “pacto” o “alianza”. Aunque también se refiere a acuerdos entre seres humanos (Gén. 21:32), su uso más significativo se encuentra en los pactos establecidos por Dios con la humanidad. La primera vez que este término aparece en las Escrituras aparece en Génesis 6:18, en el contexto del diluvio.

En Génesis 28:18-22, Jacob hizo un voto al Señor. Declaró: “Si Dios va conmigo, y me guarda en este viaje, […] el Señor será mi Dios. […] y de todo lo que me des, el diezmo lo apartaré para ti” (vers. 20-22). “La respuesta final de Jacob al sueño fue un voto (Gn 28:20), usando la fórmula más larga que se registra en la Escritura. Los votos incluían condiciones que implicaban las bendiciones de Dios. Algunos entienden erróneamente que Jacob mostró un condenable espíritu de negociación al decir ‘Si’: ‘Si va Dios conmigo […], si me da pan […] y si vuelvo en paz…’, como si dudase de la promesa de Dios y lo fuera a obedecer únicamente bajo condiciones. El contexto (vv. 16‑19; 32:9‑12, 22‑32), sin embargo, muestra que no es así. Estaba respondiendo con fe y compromiso a la seguridad que acababa de recibir. Ese ‘si’ puede entenderse mejor como ‘por cuanto’ o ‘dado que’. La promesa que hace Jacob de dar el diezmo en el v. 22 es la segunda referencia a diezmar en Génesis (cf. 14:20) antes de la formulación explícita de la ley (Lv 27:30‑33; Dt 14:22‑29). Evidentemente los patriarcas conocían y practicaban el diezmo” (Comentario bíblico Andrews [ACES, 2025], t. 1, p. 208).

El crecimiento espiritual es algo que debería ser una realidad en la vida de un cristiano. Esta experiencia diaria se hace realidad a medida que la persona aprende y aplica las verdades bíblicas en su vida.

Diezmar es reconocer que Dios es el dueño de todo lo que somos y poseemos. Este es el mismo principio establecido en el Edén. En nuestros días, esta práctica sigue siendo un acto de fe. Y, al igual que Jacob, debemos diezmar de manera pactual por todo lo que Dios es y hace en nuestras vidas. Elena de White escribió: “Todos deben recordar que lo que Dios exige de nosotros supera a cualquier otro derecho. Él nos da abundantemente, y el contrato que él ha hecho con el hombre es que una décima parte de las posesiones de este sea devuelta a Dios. Él confía misericordiosamente sus tesoros a sus mayordomos, pero dice del diezmo: Es mío. En la proporción en que Dios ha dado su propiedad al hombre, el hombre debe devolverle un diezmo fiel de toda lo que gana. Este arreglo preciso lo hizo Jesucristo mismo” (Testimonios para la iglesia, t. 6, p. 384).

El pacto de la ofrenda

El pacto y la teología de la ofrenda se basan en la provisión divina del Cordero para el sacrificio (Gén. 22:8; Juan 1:29; 3:16). Fue Dios mismo quien hizo la primera ofrenda conocida. Ya en el Edén, mediante la promesa del Redentor (Gén. 3:15), se entregó como ofrenda por el pecado (Isa. 53:10). La motivación divina para esta ofrenda fue el amor, un elemento central y constante en el plan de redención. Fue por amor que Dios decidió morir por la humanidad (Juan 3:16; Rom. 5:8).

El acto de ofrendar a Dios implica tomar, dar, sacrificar y traer (Éxo. 35:20-29; 36:2-7). En todo este proceso, es esencial comprender al menos cinco principios:

1. Reconocimiento. Ofrendar comienza con el reconocimiento de que todo proviene de Dios. Él creó, sustenta y posee todo (1 Crón. 29:10-14, 17, 18). Al dar, declaramos con gratitud que nuestras posesiones y recursos son dones de Dios, no fruto de nuestro propio esfuerzo.

2. Tributo a Dios. El acto de ofrendar es parte integral del tributo que le rendimos a Dios. Mediante las ofrendas, exaltamos su gloria, grandeza, majestad y poder (1 Crón. 16:27-29).

3. Proporcionalidad. Dios desea que cada persona contribuya según las bendiciones recibidas. La ofrenda debe ser proporcional a las condiciones y recursos de cada persona, con coherencia, equilibrio y sinceridad (Deut. 16:16, 17; 1 Cor. 9:7).

4. Regularidad. En el servicio del Santuario, se presentaban ofrendas, en sus diversas formas, de forma continua. Esta también debería ser la práctica de los cristianos: ofrendar con regularidad. Si Dios está presente a diario en nuestras vidas y sus bendiciones fluyen constantemente sobre nosotros, es natural que nuestra respuesta de gratitud, mediante ofrendas, también sea constante.

5. Sacrificio. La viuda a quien Jesús elogió ilustró este principio al entregar todo lo que tenía (Luc. 21:1-4). De igual manera, Abraham demostró su disposición a ofrecer lo mejor que tenía —su hijo Isaac— en obediencia a Dios (Gén. 22:1, 2, 9-12). Ambos ejemplos apuntan a la Ofrenda suprema: Dios se entregó en Cristo para la redención de la humanidad. El sacrificio es, por lo tanto, la máxima expresión de amor y fidelidad al ofrendar.

Elena de White escribió: “En el sistema bíblico de los diezmos y las ofrendas las cantidades pagadas por distintas personas variarán enormemente, puestoque estarán en proporción a sus entradas. En el caso del pobre, el diezmo será comparativamente pequeño, y hará su donativo en proporción a sus posibilidades. Pero no es el tamaño del donativo lo que hace que la ofrenda sea aceptable para Dios; es el propósito del corazón, el espíritu de gratitud y amor que expresa. No se haga sentir a los pobres que sus donativos son tan pequeños que no son dignos de tomarse en cuenta. Que ellos den de acuerdo con sus posibilidades, sintiendo que son siervos de Dios y que él aceptará su ofrenda” (Consejos sobre mayordomía cristiana, pp. 77, 78).

A lo largo de la revelación bíblica, desde la creación hasta nuestros días, la mayordomía cristiana se presenta como un principio divino basado en la soberanía de Dios como Creador y verdadero Dueño de todas las cosas. Como mayordomos, los seres humanos están llamados a administrar fielmente los recursos que se les confían, reconociendo que todo proviene de Dios y le pertenece. Esta responsabilidad se expresa mediante la obediencia, la devolución de los diezmos y la entrega de ofrendas, actos que revelan gratitud, amor y compromiso con el Señor. Por lo tanto, la mayordomía no es solo administrar bienes, sino una expresión práctica del pacto con Dios y la vivencia de una fe activa y fiel.

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