Cómo convertir una dificultad en bendición.
Su historia no era exactamente la del hijo pródigo. Pero, algo de eso había. No vivía una vida descontrolada, malgastando los recursos de su familia; no pasaba su tiempo con malas compañías en lugares de dudosa reputación. Era, más bien, un joven respetado, responsable y comprometido con la misión de la iglesia.
Pero, al igual que aquel proverbial personaje que Jesús ideó para su parábola, este joven no conocía bien a su padre. Le tenía miedo. O algo similar, a lo que no podía ponerle nombre…
Un día, se encontró en una situación delicada. Trató de arreglárselas solo, pero no lo logró. Al final, solo le quedaba pensar en su padre. Él podría ayudarlo. Pero ¿cómo abordarlo? ¿Cómo vencer la vergüenza de admitir su error ante él?
¿Y si su madre le hablaba? Tampoco era una opción; ella, sabiamente, lo invitó a acercarse con confianza a su padre. Pasado cierto tiempo, juntando coraje, lo fue a ver. Pero, en el momento de encarar la situación, solo lograba hablar del tiempo, la política y afines. Hasta que el padre se enderezó en su sillón y le preguntó: “¿Dónde aprieta el zapato?” (Evidentemente, su madre había sido fiel a su vocación.)
Por fin las palabras fluyeron. Y llegó la sorpresa. Ningún reproche. Ningún “Yo te dije”. Ningún “No”. El padre iba a pensar en cómo ayudar a su hijo. Y el hijo iba a pensar en cuánto se había equivocado al tener miedo de su padre.
A diferencia del hijo pródigo, que se había ido a una tierra lejana, nosotros podemos quedarnos en casa, pero los caminos de nuestros pensamientos pueden llevarnos a lugares inhóspitos. Allí, solos, podemos perdernos en elucubraciones sobre la gente, que no siempre están ancladas en la realidad. Pero, cuando llega ese momento de gracia en el que descubrimos que íbamos por un camino errado, se enciende una luz que promete una realidad –y una relación– diferente con una persona.
Y con Dios. No es que le tengamos miedo. Pero, cada uno de nosotros podría encontrar algo en su relación con él que podría mejorar. Tal vez sintamos la distancia: nosotros aquí y él allá. Y cada uno se encarga de lo suyo. O, sabemos que nos ama y que nos quiere ayudar, pero… Primero mejor trato de arreglármelas solo. ¿Para qué molestar al Rey del Universo con pequeñeces?
Cada vez que buscamos arreglárnoslas solos, perdemos una oportunidad de conocer mejor a Dios. Cada situación que nos deja perplejos, por más pequeña que fuere, es una oportunidad para crecer en nuestra relación con él.
Jesús dijo: “Al que a mi viene, no le echo fuera” (Juan 6:37). Tampoco nos dirá: ¿Viste? ¡Te dije que no hicieras eso! ¡Mira en el lío en que te has metido! Al contrario, cuando vamos a Jesús, nos encontramos con una sonrisa llena de cariño que nos dice: ¡Gracias por venir! ¡Gracias por contarme lo que te sucede!
Elena de White nos da una idea muy valiosa para lanzar esta operación de conocerlo mejor: “Deberíamos aprender ahora a conocer a Dios poniendo a prueba sus promesas” (El conflicto de los siglos, p. 680).
Cada dificultad, cada deseo de crecer, cada nueva persona con la que me toca relacionarme, me brinda una oportunidad única para hablar con mi Señor y abrirle mi corazón. En ese diálogo, en oración y con la Biblia en mano, el Señor me recordará sus promesas: sus magníficos recursos para darme una vida victoriosa en todos los ámbitos de mi vida.
Al comenzar un nuevo año, desafiémonos a nosotros mismos. Cada vez que estemos tentados a querer buscar una solución por nuestra cuenta, detengámonos. Hagamos equipo con Jesús; hablemos con él, reclamemos sus promesas y observemos lo que él hace por nosotros.
Así, cada dificultad se convertirá en una bendición, porque tendremos la oportunidad de conocer mejor al Señor. Y al fin podremos quitarnos los harapos de hijos pródigos que nos impiden vivir la vida abundante que nuestro Dios nos prometió.
Qué bueno es saber que puedo contar con el Señor en toda circunstancia y confiarle mis asuntos que para él siempre serán importantes. El Rey del Universo tiene tiempo para cada uno. Gracias, por ser nuestro Padre.