“La revelación de Jesucristo, que Dios le dio para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan” (Apoc. 1:1).
Cuando Felipe se encontró con el tesorero de la reina etíope Candace camino de Jerusalén a Gaza, este leía el capítulo 53 del libro del profeta Isaías. Felipe le preguntó si entendía lo que leía. Al igual que los levitas en tiempos de Esdras, Felipe sabía que no alcanza con leer para entender (Neh. 8:8). Las dos cosas no ocurren de manera simultánea y automática. Peor aun la mera lectura no es garantía de interpretación correcta. En tal sentido, Jesús insistió en la necesidad de “escudriñar”, o investigar, las Escrituras para ser capaces, mediante la iluminación del Espíritu Santo, de descubrir en ellas a Cristo como su esencia y razón de ser (Juan 5:39; Luc. 24:27; Rom. 10:4; 1 Ped. 1:10).
Para que dos personas puedan comunicarse, deben usar un mismo código; es decir, un conjunto de signos escritos y/o fonéticos que signifiquen lo mismo para ambas. Esa idea de “significar”, de dar significado a un mensaje usando un conjunto de códigos reconocibles y comprensibles para su destinatario, está presente en la palabra griega semaino, traducida como “declaró” en Apocalipsis 1:1, y de la que provienen palabras como “semáforo” (literalmente: “Portador de signos o señales”), “semiótica” (el estudio de los sistemas de signos o códigos que permiten la comunicación entre individuos), y “semiología” (disciplina médica que se ocupa de la interpretación correcta de las señales, signos o síntomas que aquejan a un paciente, con miras al diagnóstico y tratamiento); parte de la medicina que analiza los síntomas de las enfermedades para establecer un diagnóstico.
A fin de extraer el significado del mensaje que Dios quiso comunicar a su pueblo, la iglesia, por medio de Juan, en el Apocalipsis, es necesario reconocer algunos códigos implícitos que usaron tanto el Emisor divino de ese mensaje como su intermediario (Juan), y los receptores originales (los cristianos de Asia Menor en el siglo I). Algunos de esos códigos son desusados para nosotros, aunque eran comunes en la cultura en la que vio la luz la literatura bíblica.
Así, el libro comienza aseverando que su contenido es una especie de carta circular dirigida originalmente a siete comunidades cristianas situadas en la provincia romana de Asia Menor (actual Turquía) en el siglo primero de la era cristiana. Además, el documento fue escrito en una versión del idioma griego que actualmente no se habla en ninguna parte del mundo, ni siquiera en Grecia, y que cayó en desuso a partir del siglo III d.C.
A diferencia del libro de Daniel, cuyas profecías predictivas acerca de la etapa final de la historia estuvieron vedadas a la comprensión del profeta (Dan. 12:4, 8, 9), Juan recibió la orden de no sellar las palabras de estas profecías (Apoc. 22:10). Esto implica que el contenido entero del Apocalipsis era relevante y comprensible, en cierta medida, para sus destinatarios originales.
De allí que sea necesario preguntarse primero qué significó el mensaje de Juan para sus destinatarios originales en el siglo I, antes de poder discernir el significado de su mensaje para nosotros aquí y ahora. El hecho mismo de que, a diferencia de otros documentos inspirados, haya quedado registrado en el canon bíblico parece implicar al menos dos cosas: su mensaje no era solo para la iglesia del siglo I sino para la de todos los tiempos, y particularmente para la que existiera en el tiempo de la escatología consumada (Apoc. 1:19). Otra implicación es que las circunstancias de las iglesias del siglo I, a las que fue dirigido originalmente el libro, habrían de servir como un reflejo prefigurativo de circunstancias semejantes en el futuro, a lo largo de la historia y hasta su desenlace.
Es, pues, crucial interrogar a Juan y a los destinatarios originales de su mensaje para decidir qué quiso decir, antes de que tenga sentido preguntarse qué quiere decir hoy, aquí y ahora. Si no hemos de conformarnos con meramente leer el Apocalipsis, si hemos de interpretar correctamente su lectura, es, entonces, indispensable responder ambas preguntas (qué quiso decir y qué quiere decir); y en ese orden, pues aquí sí el orden de los factores altera el producto.
Una oración para hoy: Gracias, Autor divino de las Escrituras, por estar siempre dispuesto a iluminar la mente de quienes anhelan escuchar tu voz en ellas.
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