“La mayoría de los conflictos en el mundo son producidos por hombres que pretenden ser importantes” (T. S. Eliot).
Se sabe. Las epidemias suelen ser democráticas. En su paso, se llevan consigo desde una humilde campesina de clase baja hasta un célebre monarca que habita en un palacio. La Peste Negra asoló varias veces Europa. En una de estas incómodas visitas, a inicios del siglo XVI, Castilla se convirtió en uno de los territorios más afectados.
Así, el 25 de septiembre de 1506, y con tan solo 28 años, falleció por esta peste el primer rey de Castilla (actual España, uno de los países más afectados por el coronavirus) perteneciente a la familia Habsburgo: Felipe “el Hermoso”. Enloquecida por la muerte de su marido, la reina Juana realizó una peregrinación con el cadáver de su esposo que aterró a media Castilla. “Estamos sitiados por la peste”, relató Pedro Mártir de Anglería, testigo de esa marcha.
Sitiado por la peste también estuvo el pueblo de Israel en 2 Samuel 24 y con cifras diarias más abultadas que las escalofriantes actuales producidas por la COVID-19: murieron 70 mil personas en tres días, según 2 Samuel 24:13 al 15.
La historia es increíble; y el desenlace, aleccionador. Hacia el final de su reinado (motivado por las ansias de poder, riqueza y honores), David ordena un censo al pueblo. El objetivo de este empadronamiento era conocer a ciencia cierta el número de hombres disponibles para las batallas. Elena de White destaca que fueron el orgullo y la ambición los que motivaron esta acción del rey (ver Patriarcas y profetas, p. 809). La otrora bonhomía de David se había extinguido en las llamas de la autosuficiencia.
Hasta Joab, el inescrupuloso capitán de su ejército, se da cuenta de este error y advierte al monarca de Israel. Pero, obstinado en su objetivo, David sigue adelante. Luego de recorrer el reino por nueve meses y veinte días, los emisarios tenían los cómputos finales: Israel podía aportar 800.000 hombres para la guerra; y Judá, unos 500 mil (2 Sam. 24:9).
Sin embargo, el Espíritu Santo tocó el corazón del sensible Cantor de Israel. David reacciona y reconoce su pecado en sublime arrepentimiento. Aparece en escena, entonces, el profeta Gad, quien le anuncia el castigo divino. Llega, tristemente, la mortandad masiva (2 Sam. 24:15) y la angustiante intercesión de David (2 Sam. 24:17). Dios le pide al rey que construya un altar y ofrezca un holocausto para que la peste termine (2 Sam. 24:25).
Son varios aprendizajes los que obtenemos de este relato. Destaco tres:
Nunca creas que puedes solo: Es sabido, la copa llena es más difícil de llevar. Aquí vemos a un líder que confía más en sus talentos y sus recursos que en Dios. Cuán lejos se encuentra este David de aquel tierno y confiado pastor de ovejas que depositaba toda su fe en el Creador del universo o de aquel que escribía que unos confían en carros; y otros, en caballos; más él, en el nombre de Jehová (Sal. 20:7). No importa en qué estamento espiritual nos encontremos. El virus de la confianza propia puede ser mortal. Años más tarde, San Pablo escribiría: “El que piense estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10:12).
Obedece la voz de los profetas de Dios: David era un gran pecador, pero sabía dónde podía encontrar solución a sus transgresiones. Cuando pecó con Betsabé, fue Natán el encargado de reprenderlo (2 Sam. 12:1-15); y ahora es Gad. Por nuestra naturaleza carnal, no siempre es grato escuchar el mensaje de los profetas; pero es necesario. No siempre escucharemos de ellos palabras suaves y dulces; pero sí las vitales para nuestra salvación.
Construye un altar: Símbolo de adoración a Jehová, las historias de la Biblia rebosan de personas que elevaron altares correctos para consagrar a Dios su vida y la de su familia. El rey adoró, se dedicó y reconoció humildemente su equivocación. Al elevar un altar, descendió del pedestal de su soberbia inicial y volvió a ser el David de antes, aquel que derribaba a los gigantes, que conquistaba reinos y que lograba hazañas impensadas gracias a Dios.
En tiempos de Elías, el altar a Jehová estaba arruinado (1 Rey. 18:30). Una vida y un liderazgo de altares arruinados nos conduce solo a un lugar: al fracaso.
Hoy podemos detener la epidemia de egoísmos, miedos, dudas, errores y frustraciones. Confía en Dios, escucha a sus profetas y eleva un altar. RA
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