Comentario lección 9 – Primer trimestre 2016
Cuando hablamos del Gran Conflicto, nos referimos a la lucha entre fuerzas personales espirituales, de origen y actuación cósmica, que intervienen en la historia humana, ya sea la microhistoria personal de cada uno de nosotros como la gran macrohistoria general de los pueblos, las naciones y la humanidad toda. Es lo que explica el sentido de la historia. Así lo expresa Pablo en Efesios 6:12: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”.
Pero esta actuación, ya sea divina o diabólica, generalmente no se da en un vacío, en forma mágica, sino utilizando factores naturales, de orden biológico, psicológico y sociológico.
La lección de esta semana nos muestra uno de los factores más importantes que ha utilizado el enemigo para destruir al pueblo de Dios, ya sea espiritualmente como también físicamente: la fuerza de los paradigmas, del statu quo, de las costumbres, de las tradiciones, de la inercia mental y espiritual.
Con el antiguo pueblo de Israel, este factor actuó haciendo que al pueblo de Dios le costara desprenderse de la mentalidad pagana que había adquirido durante su estadía de alrededor de cuatrocientos años en Egipto, al punto de que apenas Moisés se demoró un poco en el Monte Sinaí, mientras Dios le entregaba la Ley, construyeron un becerro para representar al Dios que esperaban que los llevaría con seguridad a Canaán. Una vez establecidos en la Tierra Prometida, les fue muy difícil sustraerse del paradigma cultural, litúrgico y espiritual de los pueblos cananeos, y la tendencia a la idolatría fue una constante en la historia del pueblo elegido, hasta que se “curó” de ella luego del Exilio en Babilonia.
Precisamente luego de este exilio, en el período intertestamentario (siglos V a.C. a siglo I d.C.), se generó el rabinismo, cuyo razonamiento fue que, si Dios permitió el cautiverio tan doloroso del pueblo elegido por causa de su desobediencia, la forma de impedir que eso volviera a suceder sería asegurarse de estar obedeciendo a rajatabla la voluntad divina, la Ley (entendida como todo el corpus de leyes reveladas en el Antiguo Testamento, especialmente en la Ley de Moisés). Se creó así un PARADIGMA ESPIRITUAL según el cual la OBEDIENCIA a la voluntad divina (que Pablo llamará “las obras de la Ley”) es lo que no solo asegurará huir de la condenación divina actual (a través de infortunios o desgracias en la vida actual) y la condenación final al fin de la historia (en el Juicio Final) sino también proveerá MÉRITOS al hombre que lo hacen aceptable a Dios y digno de su “aplauso”, tal como se manifiesta en la parábola del fariseo y el publicano (Luc. 18:9-14). Este sistema de méritos y recompensas es lo que conocemos como LEGALISMO y, por ser la secta de los fariseos su mayor representante y promotora, como FARISEÍSMO.
Los paradigmas tienen la característica de ser muy rígidos, de resistirse tenazmente al cambio, ya que no solo logran proporcionar cierta “seguridad” interna (creer que se tiene las cosas muy claras), sino también crean una ligazón afectiva: uno llega a amar las ideas acariciadas y arraigadas internamente. Así se produce lo que el pensador francés Gastón Bachelard (1884-1962) denomina “obstáculo epistemológico”, que es la gran paradoja o hasta ironía de la ciencia y del pensamiento humano en general: EL CONOCIMIENTO SE CONVIERTE EN OBSTÁCULO PARA EL CONOCIMIENTO. Es decir, los saberes previamente adquiridos (lo que creemos saber) ofrecen un obstáculo o resistencia ante nuevos saberes, especialmente si nos suenan muy revolucionarios.
Y, lamentablemente, el espíritu humano caído es tal que las personas afectadas por los paradigmas y por el obstáculo epistemológico no se quedan solo con una resistencia en el mundo de las ideas: esta característica humana puede llevar a la violencia, que es lo que vimos en la historia terrenal de Jesús y en la de los apóstoles, tal como lo examinamos en la lección de esta semana.
Jesús fue llevado a la Cruz porque los fariseos y los saduceos no podían soportar que se pusiera en tela de juicio sus conceptos acerca de Dios, de la relación de él con el hombre, de la fe, de la vida religiosa. Y Jesús vino a revolucionar su concepto legalista de la religión, para cambiarlo por un nuevo paradigma: el del amor, la misericordia y la ayuda compasiva al prójimo en necesidad como los valores supremos del Reino de los cielos, en contraposición con la religiosidad legalista, fría de corazón, formal, de los fariseos, cuyo valor supremo consistía en acatar a rajatabla las “normas” de la iglesia de sus días (que entendían que eran las normas de Dios). Mientras que Jesús propiciaba VIVIR la Ley, llevándola a la práctica en cada aspecto de la vida, bajo la dirección y la inspiración del AMOR, la religión farisaica solo se preocupaba por CUMPLIR sus exigencias y HACER VISIBLE su obediencia ante los ojos de los hombres, para que vieran CUÁN BUENOS RELIGIOSOS ERAN.
Cuando Jesús asciende al cielo y el Conflicto continúa contra su cuerpo, que es la iglesia, el enemigo sigue usando la fuerza de los paradigmas para ensañarse contra los representantes de Cristo en la Tierra.
En primer lugar, aunque haya sido en forma pacífica, lo hizo velando los ojos de los discípulos para que todavía no captaran la misión espiritual y salvífica de Jesús, y siguieran albergando la esperanza de un reino temporal, que les solucionara todos los problemas del aquí y ahora (Hech. 1:6-8). Les costaba ver que el gran problema humano no es de orden sociopolítico (aunque tenga su influencia fuertísima) sino interno, espiritual y moral, y que Jesús vino esencialmente a salvarnos del pecado en esta vida, y en su venida en gloria recién lo hará definitivamente de sus consecuencias. Solo el milagro de la acción del Espíritu Santo pudo empezar a cambiar su mente en una mente espiritual (Hech. 2) y llenarlos de poder para vivir como cristianos y para compartir el mensaje de salvación. Por eso, para ver las cosas como son realmente, no basta con la teología, con el estudio sistemático de la Biblia. Los fariseos se especializaban en ser grandes estudiosos de la teología (el Antiguo Testamento, como también la Mishná [tradición], el Talmud, y las opiniones de los grandes teólogos judíos de la época, como Hillel y Shammai), pero eran ciegos a la verdadera espiritualidad, que solo puede obtenerse de la acción del Espíritu Santo.
Hoy, como adventistas, tenemos que aprender de la historia, ya que tenemos tendencias muy similares al fariseísmo de los días apostólicos, y entender que no es la apropiación intelectual del contenido bíblico, ni el estudio de la teología, lo que nos hará ver la realidad del Reino de los cielos, con su visión de la vida y de las cosas, sino la acción iluminadora y santificadora del Espíritu. Es nuestra mayor necesidad. Seremos reavivados por su Palabra, pero solo por una Palabra iluminada por el Espíritu. Más que ESTUDIAR la Biblia deberíamos REFLEXIONAR en ella.
Poco tiempo más adelante del Pentecostés, el Conflicto ya se hizo más material y visible. No era solo una cuestión de ideas, sino de acciones concretas de resistencia al nuevo mensaje y de persecución hacia sus heraldos. Pedro y Juan son encarcelados y azotados, e intimados a que no sigan predicando esas verdades “liberales” que podrían corromper al pueblo. Esteban es violentamente apedreado por predicar a Cristo, mientras que Saulo de Tarso, un perfecto cumplidor del paradigma farisaico, cree su deber consentir en su muerte y apoyarla.
Pedro mismo, a pesar del descenso del Espíritu Santo y de haber defendido con total osadía la verdad de Cristo ante fariseos y saduceos, todavía mantenía estructuras de pensamiento antiguas y erróneas. Dios tuvo que enviarle una visión simbólica para que entendiera que la oferta de salvación es para todos los hombres, y que Dios tiene pueblo verdadero en todas partes, aun fuera de la iglesia verdadera, esperando recibir el llamado a salir de Babilonia (Apoc. 18:4). Cornelio demuestra ser pueblo de Dios aun antes de conocer la verdad en forma más perfecta a través de Pedro, ya que Dios “en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hech. 10:35).
Hoy, como pueblo adventista, deberíamos reflexionar seriamente en si no somos presa de la fuerza de un paradigma erróneo en nuestra vida espiritual eclesiástica. ¿Tenemos una religiosidad cuyo valor principal es CUMPLIR con la voluntad de Dios, con todas las NORMAS de la iglesia, para asegurarnos el favor de Dios, su aprobación, bendición y salvación? Y, en caso de que fantaseemos pensando que somos unos “hijos de Dios obedientes”, perfectos cumplidores de la voluntad divina, ¿nos llenamos de orgullo por nuestros logros espirituales y morales, aun cuando con una humildad fingida se los atribuyamos a la obra del Espíritu Santo? ¿Medimos a nuestros hermanos por cuán bien cumplen con nuestros conceptos acerca del deber, de la obediencia a la voluntad de Dios, y con los consejos de Elena de White? ¿O, por el contrario, reconocemos que somos “irremediablemente” pecadores, y que nuestra única esperanza de aceptación por parte de Dios (justificación) y de salvación está en la vida perfecta, en la obediencia, en la santidad DE OTRO, de nuestro SUSTITUTO Y GARANTE, Cristo Jesús? Y con humildad ¿tratamos de hacer lo mejor posible en nuestra vida moral, pero no para GANAR la aceptación y la bendición de Dios, sino con la seguridad de que TAL COMO SOMOS de pecadores somos permanentemente queridos y aceptados por Dios, y cubiertos continuamente con la justicia de Cristo, quien vive para interceder por nosotros hasta que regrese a buscarnos? ¿Reconocemos que solamente por la obra del Espíritu Santo podemos hacer algo realmente bueno, y entonces jamás nos comparamos con nadie, pretendiendo tener algún tipo de superioridad moral y espiritual? ¿Evitamos a ultranza juzgar y medir a nuestros hermanos, sabiendo que somos tan pecadores como ellos y que dependemos absolutamente de la redención divina?
¿Es nuestro valor máximo la “defensa” de la doctrina o, sin dejar de hacer esto, consideramos que en última instancia lo que le da sentido a la doctrina es el amor concreto, práctico, al hermano en necesidad? ¿Son las personas más importantes que las normas para nosotros o las señalamos, lastimamos y condenamos cuando no se ajustan estrictamente a lo que consideramos que es su deber?
¿Entendemos que no somos el único pueblo de Dios sobre la Tierra, y que hay hijos de Dios diseminados por toda la Tierra, en toda religión, y que muchos de ellos exhiben una mayor bondad, y amor y rectitud que muchos de nosotros, y entonces con humildad tratamos de compartir la esperanza que alienta nuestro corazón, pero en ninguna manera sintiéndonos superiores a ellos, sino estando dispuestos incluso a escucharlos y aprender de ellos en lo que tenga de cierto y edificante su enseñanza?
¿Estamos dispuestos, entre nosotros y con otras personas, al diálogo, al disenso, a ver nuevas perspectivas, otras formas de encarar la vida religiosa, o solo queremos imponer lo que creemos haber aprendido hasta aquí, como si fuese una verdad infalible revelada directamente a cada uno en forma particular? ¿Seguimos enorgulleciéndonos de “tener la verdad”, de pertenecer a la “iglesia verdadera”, o reconocemos que si bien tenemos una misión especial para cumplir en este tiempo especial de la historia, hay luz de Dios en todas partes (Juan 1:9), y debemos valorarla y estar dispuestos a escucharla, VENGA DE QUIEN VENGA?
El llamado al Reavivamiento y la Reforma implica esta disposición al cambio, a cuestionar viejos paradigmas, donde fuere necesario: “Reforma significa una reorganización, un cambio en las ideas y teorías, hábitos y prácticas” (Elena de White, Mensajes selectos, t. 1, p. 155).
Que Dios nos bendiga a fin de que tengamos la humildad suficiente para reconocer nuestras limitaciones de conocimiento, de comprensión, y morales, para que Dios pueda enseñarnos lo que él quiera, y por medio de quien él lo desee, y produzca los cambios, la transformación que nos harán cada vez más semejantes a Cristo, al crecer en amor y ayuda al prójimo en necesidad. Que estemos dispuestos a revaluar permanentemente nuestro concepto de Dios y de la vida religiosa, sabiendo que por encima de las doctrinas y de las normas –sin por eso menospreciar su importancia– lo que a Dios le interesa es nuestra relación con él.
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