Comentario lección 2 – Cuarto trimestre 2016
Ahora sí, empezamos por el principio. El libro de Job es considerado por algunos eruditos como el primer libro en escribirse de la Biblia, incluso antes del Génesis. Tanto algunos autores judíos como cristianos consideran que Job fue escrito por Moisés durante su estadía de cuarenta años en el desierto de Madián, entre su huida de Egipto y su regreso a ese lugar, para liberar al pueblo de Israel.
Y es muy interesante que lo primero de lo que habla el libro es del gran conflicto entre Dios y Satanás. Algunos autores piensan que la figura del diablo es una introducción tardía dentro de la literatura bíblica, más propia del Nuevo Testamento que del Antiguo; y aun otros piensan que es solo una figura mitológica para tratar de explicar la presencia del mal en el mundo. Sin embargo, tanto Job como tantos otros pasajes de las Escrituras nos muestran la existencia real, literal, de un ser angélico, poderoso e inteligente, que se rebeló contra Dios y que se dedica a desafiar su gobierno, y llevar pecado, dolor y muerte a los hijos de Dios sobre la Tierra.
Como decíamos en el comentario de la lección anterior, en realidad no hay una explicación plenamente satisfactoria acerca de por qué Dios, teniendo suficiente poder para impedir el dolor y la acción diabólica en el mundo, sin embargo los permite, incluso a extremos brutales. Cuesta mucho vislumbrar qué clase de “bendición disfrazada” se puede extraer de esos casos límites de sufrimiento humano, y aun animal. En la Biblia no hay suficientes explicaciones explícitas acerca de los porqués o paraqués de Dios en relación con el dolor. Solo podemos tratar de armar el rompecabezas.
Pero lo que sí es claro y explícito en la Biblia, y lo vemos en estos dos primeros capítulos de Job, es que Dios no es el autor, u originador, del sufrimiento. El mal y el dolor es, en el caso de Job y por carácter transitivo en el de cada uno de nosotros, una obra diabólica, realizada en forma directa (como parece verse en el caso de Job) o indirecta (a través de nuestras malas decisiones). Job se convierte en símbolo de la humanidad sufriente a lo largo de su historia. Y, como tal, vemos que nuestros sufrimientos responden a esta gran batalla cósmica entre el bien y el mal, y a lo que muy elocuentemente Elena de White ha denominado “el terrible experimento de la rebelión”:
“La rebeldía de Satanás, cual testimonio perpetuo de la naturaleza y de los resultados terribles del pecado, debía servir de lección al universo en todo el curso de las edades futuras. La obra del gobierno de Satanás, sus efectos sobre los hombres y los ángeles, harían patentes los resultados del desprecio de la autoridad divina. Demostrarían que de la existencia del gobierno de Dios y de su Ley depende el bienestar de todas las criaturas que él ha formado. De este modo, la historia del terrible experimento de la rebelión sería para todos los seres santos una salvaguardia eterna destinada a precaverlos contra todo engaño respecto de la índole de la transgresión” (El conflicto de los siglos, p. 553).
El sufrimiento producto de esta gran batalla ideológica y material nos muestra la gravedad y la violencia de este Gran Conflicto. Y, cuando hablamos de “experimento”, no estamos diciendo que es Dios el que experimenta con nosotros. Fue Satanás, en el cielo, y cada uno de nosotros, los seres humanos, quienes a diario preferimos experimentar con el mal, para ver si podemos ser más felices y plenos haciendo nuestra propia voluntad, en vez de la de Dios. Y así nos va.
¿Por qué sufrimos? Porque estamos inmersos en un planeta caído, en un mundo en rebelión. Desde Adán y Eva en adelante, todos hemos participado en mayor o menor grado del espíritu de la rebelión, que genera consecuencias naturales. El pecado lleva en sí la semilla del dolor. Y, aun cuando mucha gente (creyente o no) ha optado por perseverar “en el bien hacer” (Rom. 2:7), por hacer “lo bueno” (Rom. 2:10), sufre porque su bondad no la aísla en forma absoluta de las consecuencias de vivir en este mundo caído. Forman parte del “fuego cruzado” entre Dios y Satanás. Están también inmersos en esta guerra, y no pueden escaparse de ella. Para hacerlo, tendrían que vivir en otro mundo.
Sin embargo, debemos reconocer que el Gran Conflicto es solo la explicación acerca del origen del mal y del dolor, su fuente última, de dónde procede en última instancia (luego, se va diseminando a través de las voluntades humanas, y por medio incluso de estructuras sociales y políticas pecaminosas, lo que lo hace todavía más complejo). Pero este concepto no alcanza para dar cuenta de por qué o para qué Dios lo permite, siendo que tiene suficiente poder para impedirlo, como lo ha demostrado en innumerables relatos bíblicos, en los cuales Dios frena la actividad diabólica, le pone un límite, hace retroceder ejércitos enemigos o la enfermedad e incluso la muerte. Incluso, en estos dos primeros capítulos de Job, si bien Dios le da permiso a Satanás para realizar su obra en la vida de Job, claramente le pone un límite: primero, no lo toques a él; segundo, puedes tocarlo, pero no puedes destruirlo.
Pero, estas vislumbres de lo que está “detrás de escena” en la vida de Job (y por ende de la nuestra) no alcanza a satisfacer los interrogantes del alma humana y calmar la angustia producida por tanto dolor y miseria a lo largo de los siglos. Todavía no podemos entender los porqués o paraqués de Dios. Debemos reconocer, entonces, que esto pertenece al ámbito del MISTERIO. A veces, los adventistas, debido a nuestro estudio sistemático de la Biblia, creemos tener una explicación para todo. Pero tenemos que aceptar que hay cosas que pertenecen al inescrutable misterio de Dios: el misterio de su sabiduría y su amor infinitos, y la visión, los planes y las providencias que emanan de esa sabiduría y ese amor sin límites. No podemos entender sus porqués o paraqués, PERO PODEMOS ENTENDERLO A ÉL: su carácter de amor revelado en la creación y sustentación del mundo en que vivimos, y de nuestra propia existencia; revelado en su trato misericordioso tal como se muestra en la Biblia y en nuestra propia experiencia; y sobre todo revelado en la persona, la obra y el sacrificio infinito de su Hijo Jesús para salvarnos.
Y, aunque la revelación del Gran Conflicto no alcance a satisfacer nuestros interrogantes, una cosa sí es clara: si el autor y originador de tanto mal y dolor en el mundo es Satanás y su rebelión contra Dios, LO PEOR QUE PODEMOS HACER ES PONERNOS DE SU LADO EN ESTE GRAN CONFLICTO, por causa de nuestra falta de comprensión de por qué Dios lo permite. Es cierto, muchas veces la contemplación de tanto dolor en la Tierra nos provoca –si nos sinceramos con nosotros mismos– cierto resentimiento hacia Dios, o incluso dudas acerca de su existencia. Y entonces, algunos de nosotros tenemos la tentación o la tendencia a rebelarnos contra Dios, y preferir “patear el tablero” ante un Dios que parece ausente, que parece no dar señales de vida frente a tanto sufrimiento que hay en nuestro mundo.
Sin embargo, aunque no podemos entender los caminos de Dios, sabemos que ponernos de su lado es ponernos del lado del bien, la bondad, el amor, la misericordia, la salvación, la esperanza. Es ponernos del lado de Aquel que no solo será finalmente el vencedor en este conflicto, sino también –y lo que es más importante– de aquel QUE TIENE RAZÓN en esta disputa (independientemente de si tiene poder suficiente o no para derrotar al enemigo).
Como decíamos la semana pasada, aunque no entendamos las sombrías providencias de Dios, hay dos cosas que sí podemos entender claramente: que Dios sufrió con nosotros en la persona de su Hijo, y al haberlo entregado por nosotros (imagine usted el dolor que tendría si tuviese que entregar a uno de sus hijos en sacrificio para poder salvar a unos ingratos rebeldes o en el mejor de los casos a otras personas, por buenas que fueran); y lo segundo, que Dios finalmente intervendrá para terminar para siempre con el mal y el dolor. La esperanza de la segunda venida de Cristo, y de la vida eterna y maravillosa que está preparando para nosotros, es ciertamente la única luz verdadera al final del túnel de este mundo oscuro, la que puede iluminarnos en nuestros momentos más tenebrosos.
Otro de los temas cruciales que plantean estos dos primeros capítulos de Job (y todo el libro) es acerca de cuál es la MOTIVACIÓN última de nuestra religiosidad; por qué somos religiosos.
Realmente, ¿por qué somos creyentes, por qué somos cristianos? ¿Lo hacemos solo o mayormente porque creemos que la religiosidad es una forma de garantizar nuestro bienestar, nuestra protección e incluso nuestra prosperidad en este mundo? ¿Lo hacemos porque tememos que si no cultivamos una relación estrecha con Dios nos va a ir mal en esta vida, nos van a sobrevenir desgracias a nosotros y a nuestros seres queridos, o incluso porque si no seremos condenados a la extinción definitiva al final de la historia y nos perderemos nuestro “terrenito” en el cielo?
El temor o el interés siempre son motivaciones rastreras, mediocres, para ser cristianos. Nos convierten en esclavos de un gran “Dictador cósmico”, como muchos conciben a Dios. Y, por supuesto, estas motivaciones lo que hacen es generar cristianos que, en realidad, son rebeldes reprimidos, mercenarios vendidos al mejor postor, e inevitablemente generan una religiosidad legalista, cuya obediencia está calculada para no perderse la bendición de Dios y la salvación eterna, pero no basada en el amor.
Cuando este temor o este interés son la base de nuestra religiosidad, lo que estamos haciendo es, en el fondo, darle la razón a Satanás: Dios no sería suficientemente bueno, grandioso, adorable, como para que lo amemos por lo que él es, y hagamos su voluntad simplemente como un reconocimiento racional y sensato de la grandeza y la sabiduría infinita de sus caminos y voluntad moral. Es la otra cara de la rebelión. Está el ser humano abiertamente rebelde, que desafía al Cielo con su actitud y su conducta pecaminosas. Con sus actos, dice: Dios no merece ser adorado y obedecido. Pero asimismo está la actitud del creyente temeroso y esclavo, que con su conducta movida por la coerción espiritual también dice lo mismo, aunque lo haga en forma involuntaria. Todavía no ha pasado de sentirse esclavo a sentirse hijo de Dios.
Que Dios nos ilumine para que, a pesar de los momentos de ofuscamiento producidos por el dolor, cuando nos parecen inaceptables algunas “sombrías providencias” divinas, recordemos siempre que este sufrimiento es obra del enemigo y producto de vivir en esta Tierra, que no puede ser nuestro hogar. Que en esos momentos nos aferremos de Aquel que tendrá la última palabra en este Conflicto y que solo tiene “pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jer. 29:11).
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