Abriendo nuestros ojos para crecer.
El autor e ilustrador australiano Andrew Matthews cuenta que, cuando tenía diez años, su juguete preferido era una pelota de fútbol. En realidad, era más que eso: nada de lo que tenía era más importante para él. Dormía con su pelota, la ponía al lado de su plato cuando comía y la lustraba más que a sus zapatos. Sabía todo sobre fútbol; pero sobre otras cosas, no tanto.
Una tarde estaba jugando en la calle y perdió su preciosa pelota. Miró en todas las direcciones, pero no la veía. “Alguien se la debe haber robado”, pensó. Un poco más tarde, vio a una mujer que parecía tener su pelota escondida en su chaqueta y la encaró, acusándola de haberle robado su preciosa posesión. Esa tarde, el pequeño Andrew aprendió de dónde vienen los bebés y cómo se ve una mujer embarazada de nueve meses.
Gracias a Dios, la pelota apareció y todo terminó bien. Pero el pequeño se quedó intrigado. ¿Por qué nunca había “visto” a una mujer embarazada hasta ese momento? Y ¿por qué después de este episodio las veía por todos lados? ¿Suena familiar? Si activamos nuestra memoria, todos podremos encontrar momentos en nuestra historia cuando descubrimos algo que no habíamos visto antes. O algo que no habíamos entendido. Son esos momentos en los que decimos “¡Eureka!” y que marcan el comienzo de una visión más clara de lo que nos rodea, o de nosotros mismos.
Y es ahí adonde queremos ir. A esos momentos cuando descubrimos algo sobre nosotros mismos. Observemos las palabras de David en el Salmo 139: “Dios, examíname y conoce mi corazón; pruébame, y reconoce mis pensamientos. Mira si voy en mal camino y guíame por el camino eterno” (vers. 23, 24). Miremos también con atención las palabras del Salmo 19: “¿Quién podrá discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos” (vers. 12).
Es parte de nuestra historia: todos tenemos mucho para descubrir sobre nosotros mismos, seamos jóvenes o experimentados en la vida, estudiantes de grado o profesores con posdoctorados, recién bautizados o adventistas de toda la vida. La vida es una escuela de la que nadie se gradúa: siempre te da alguna nueva posibilidad de seguir creciendo.
Y esas posibilidades llegan casi siempre de la mano de una crisis. Muchas veces hay cosas que tenemos frente a nuestros ojos por mucho tiempo, pero no las vemos hasta que sucede algo calamitoso que nos obliga a cambiar la perspectiva de nuestra visión. Hasta que perdemos nuestra preciosa pelota de fútbol.
¡Gracias a Dios por las dificultades! Porque crean momentos en los que al fin estamos más abiertos para recibir nueva información. El Señor usa las situaciones críticas que nos ocurren para enseñarnos algo más sobre nuestra vida, nuestro carácter, nuestros prejuicios, nuestra falta de criterio o lo que sea. Por alguna razón, somos así. Abrimos los ojos solo cuando nos encontramos frente a un desafío.
Preguntémosles a los discípulos de Jesús. Las experiencias de la Cruz y la Resurrección fueron situaciones con una sobrecarga impresionante de emociones duras y desconocidas para ellos. Pero les abrieron los ojos de una manera que no sucedió mientras estaban cada día con Jesús.
Recién ahora podían ver de qué se trataba el ministerio de su Maestro. Recién ahora veían sus propios errores. Y todo cambió en su vida, para mejor.
El hecho de mantener una relación con Dios no significa que tengamos todo claro, pero nos pone en su esfera de influencia. Entonces, Jesús espera a que llegue un buen momento para abrirnos los ojos a ciertas realidades nuestras. Es ahí cuando transforma nuestras maldiciones en bendiciones, cuando lo oscuro se ilumina y cuando las realidades de la vida se esclarecen. Es ahí cuando entendemos lo que realmente necesitamos entender (y no simplemente de dónde vienen los bebés).
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