Ante el pedido de un joven rey, Dios no se hizo esperar.
Salomón tenía apenas unos veinte años cuando accedió al trono de Israel, y era consciente de que estos zapatos le quedaban bastante grandes. Había visto gobernar a su padre, el rey David; un hombre de gran valentía y sabiduría, pero –sobre todo– un hombre que amaba a su Dios y mantenía una relación estrecha con él.
Ahora David no estaba más y Salomón, aunque un poco confundido en algunos aspectos, quería que el Dios de su padre también fuera su propio Dios. Sabía que solo Dios podría ayudarlo a ser un buen rey. Cuando nos damos cuenta de que queremos acercarnos más a Dios, él no se hace esperar. De alguna manera percibimos que está cerca, abriendo ante nosotros un mundo de posibilidades.
Una noche, Salomón tuvo un sueño en el que Dios le dice: “Pide lo que quieras que te dé” (1 Rey. 3:5), y el nuevo rey derrama su corazón ante el Todopoderoso, reconoce que es joven e inexperimentado para la gran responsabilidad de gobernar y hacer justicia: “Tu siervo está en medio de tu pueblo, el que tú elegiste: un pueblo grande, que no puede contarse ni numerarse por su multitud. Así, da a tu siervo corazón entendido para juzgar a tu pueblo, para discernir entre lo bueno y lo malo. Porque, ¿quién podrá gobernar a este tu pueblo tan grande?” (vers. 8, 9).
¡Qué feliz hizo Salomón a Dios con su pedido! “Y agradó al Señor que Salomón pidiese sabiduría” (vers. 10). Y así, le presentará tres promesas: un corazón sabio y entendido cual nunca hubo ni habrá (vers. 12); riquezas y una magnífica reputación (vers. 13); y, si permanecía fiel a Dios, una larga vida (vers. 14).
¡Qué feliz hizo Dios a Salomón con su respuesta! El rey se levantó de su sueño, fue al Tabernáculo y adoró a su Señor. Y terminó sirviendo un banquete a todos sus siervos (vers. 15).
Si buscamos qué motivaba a Salomón en aquel momento, encontraremos fácilmente un profundo espíritu de servicio; es decir, los demás eran importantes para él. Se reconoció como siervo de Dios (vers. 7); buscó su bendición para poder servir como juez justo; y al recibir las promesas, sirvió a sus siervos para compartir esa bendición con ellos.
Una actitud de servicio es un poderoso punto de partida para una vida realizada con inteligencia. El Señor le prometió, y le dio, un corazón entendido, capaz de discernir; literalmente, un corazón capaz de oír, capaz de estar en sintonía con la voluntad de Dios y anclado en la realidad, para poder ser útil a la sociedad.
Nosotros también necesitamos un corazón semejante. Un corazón que busque respetar a los demás, beneficiarlos y entenderlos. Porque la tentación de juzgar mal, rápidamente y sin conocer el contexto de la situación, es muy grande. Entender y discernir implica tomarse el tiempo para pensar y observar.
Un día, una dama subió al autobús para ir a su trabajo. Frente a ella, había un padre con sus dos hijos. Con la mirada perdida, el padre miraba por la ventana y no hacía caso de los dos pequeños, que hablaban fuerte y no se quedaban quietos. Mientras tanto, la mujer –y otros pasajeros– perdían la paciencia. Hasta que la mujer lo encaró: “¡Señor! ¿No le importa que sus hijos estén molestando? ¡Son muy maleducados! Y usted, como si nada…”
El hombre la miró sin verla; sus ojos, rojos e hinchados. Y expresó: “Mi esposa… su madre, murió esta noche en el hospital, y ellos no saben cómo reaccionar…”
“¡Cuán a menudo provienen serias dificultades de una simple interpretación errónea, hasta entre aquellos que son guiados por los móviles más dignos! Y, sin el ejercicio de la cortesía y la paciencia, ¡qué resultados tan graves y aun fatales pueden sobrevenir!” (Elena White, Patriarcas y profetas, Cap. 48, p. 496).
Ayer, Salomón contemplaba a aquel inmenso pueblo; cada persona viviendo circunstancias que él desconocía. A ellos tendría que hacer justicia. Hoy, vivimos en un mundo donde todo corre y se complica, donde las relaciones humanas sufren porque no nos entendemos o no nos tomamos el tiempo para pensar y entender a los demás.
Pero la promesa de ayer es también la promesa de hoy: “El que posee entendimiento se estima a sí mismo; el prudente hallará el bien” (Prov. 19:8). RA
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